Quienes fueron a sufragar el domingo lo hicieron en la convicción de que tendrían que volver a las urnas para dirimir entre los dos candidatos que obtuvieran la mayor cantidad de votos. Las encuestas, y no las manifestaciones populares, tenían resueltos los nombres que posiblemente irían al próximo balotaje y la prensa como la opinión pública se fue conformando con estas predicciones que, como se sabe, en Chile resultan muy poco certeras. Prácticamente, desde el comienzo de esta corta competencia se dio por seguros a algunos postulantes y se relegó a los que fueron considerados con muy pocas posibilidades.
La ciudadanía se enteró casi a última hora de que los candidatos tenían programas de gobierno y ciertamente no fueron estas propuestas las que motivaron a los votantes. Se trató de una campaña centrada en nombres, más que en partidos o idearios. En candidatos que tampoco despertaron el fervor popular de otras contiendas del pasado, tanto así que muchos decían que había que votar por el que pareciera menos malo. Lo que es plenamente explicable por el enorme desprestigio de la política y la falta de credibilidad de suspartidos y caudillos.
De aquí que los niveles de abstención (52%) de nuevo resultaran altos para un país que presume de democrático y del alto espíritu cívico de su población, lo que hace prever, en cualquier escenario, que el próximo mandatario no va a obtener un respaldo efectivo de más del 25 o 30 por ciento de los chilenos con derecho a voto. Tendremos un gobierno minoritario, con un parlamento que le será muy poco dócil, y con una enorme cantidad de expectativas sociales que lo más seguro es que vuelvan a encender la protesta social. Con el agravante de que la pandemia para nada está controlada, que las arcas fiscales simplemente no dan para resolver todas las demandas que siguen pendientes y conun Poder Legislativo al que le costará consentir con lo que se proponga el Ejecutivo.
Todos los candidatos estaban advertidos que, de ganar, les costaría mucho gobernar. Así como les sería demasiado difícil hacer frente a los conflictos radicados en varias zonas del país, especialmente en la Araucanía. Que el fenómeno de la violencia y la delincuencia que realmente asolan al país, muy difícilmente podrían ser mitigados sin la posibilidad de que se avance efectivamente en justicia social y equidad, conceptos que de la boca para afuera están posicionados en todos los discursos desde la ultraderecha hasta la extrema izquierda. Sin que se resuelva, con urgencia, mejorar drásticamente los ingresos de los trabajadores y de las familias. Sin que las nuevas autoridades resuelvan acabar con las abusivas AFPs, se suba drásticamente el piso de las pensiones y la salud deje de constituir el lucrativo negocio de las isapres para garantizar la atención médica y hospitalaria a toda la nación. Es decir, se le dé curso a lo que se ha prometido transversalmente en las tres últimas décadas, sin avance alguno y con el agravante de que para, aliviar la crisis, se tuviera que echar mano de los escuálidos fondos de los futuros jubilados, con lo que sus expectativas de un retiro digno se hacen ahora más inciertas.
Salvo la excepción conocida, ningún candidato prometió revisar en serio los gastos de defensa, que dan origen a una desigualdad flagrante entre uniformados y civiles. Ni siquiera se habló de reducir las adquisiciones de armamento, como muy poco se aludió a los innumerables casos de corrupción entre la oficialidad y las policías. Tampoco se prometió esta vez derogar el IVA a los libros, una vieja demanda burlada por todos los gobiernos. De esta forma, el debate sobre el destino del país a ratos pareció circunscrito a la posibilidad de dictar una nueva y más permisiva ley de aborto, a ponerle más reconocimiento legal a las relaciones entre parejas del mismo sexo como a otros asuntos que, siendo importantes, en realidad no están en las prioridades de una población que vive tantas carencias socioeconómicas y ahora se muestra aterrada respecto de la inflación que se hace sentir con ganas y puede perfectamente desembocar en próximos estallidos sociales.
Se dijo que el país estaba altamente polarizado, que estábamos en peligro de elegir entre un nacionalsocialista y un marxista leninista, al grado que los candidatos de centro no demostraron mucho éxito en parecer morigerados y ganar a esos chilenos todavía impactados por lo que fue la dictadura pinochetista y lo que se le ha dicho respecto de los horrores que vive Venezuela, Nicaragua y Cuba. Para lo cual la prensa adicta al sistema miente y exagera a través de sus ignorantes y desinformados analistas, cuanto los mismos animadores de la televisión.
Lo cierto es que más allá de sus “lugares comunes” y propuestas puntuales y de suyo demagógicas, todos los candidatos, salvo la excepción conocida, fueron de visita ad limina ante los grandes empresarios y más allá de las cámaras hasta sostuvieroncon ellos sospechosas conversaciones bilaterales que no fueron advertidas por la prensa. Unos fueron a arrodillarse ante los hombres de negocios y otros en la esperanza de sensibilizarlos frente a las urgenciassociales del país, sobre todo para obtener recursos para financiar sus campañas. Ante ellos no se habló de expropiaciones ni de grabarlos con los justos impuestos que se hacen ahora imperativos. Y muy tibiamente se les reprochó respecto de sus nuevos actos de colusión evasión o elusión tributaria. Menos, todavía, se les exigió fortalecer el sindicalismo.
Hasta hubo candidatos que en el pasado de manifestaron en contra del imperio del mercado y que esta vez guardaron sacrosanto silencio y, en las horas previas a la elección, el gobierno decidió desahuciar una licitación pública ganada por un grupo chino y alemán para confeccionar nuestras cédulas de identidad y pasaporte. Nada más que para agradar a los Estados Unidos, potencia ciertamente molesta y de la cual se temió represalias ante un acto soberano chileno. Todo esto a pesar de que la nación asiática es nuestro principal socio comercial.
A lo anterior, agreguemos que hasta la expresión “neoliberalismo” desapareció de los discursos y debates presidenciales, salvo la excepción de aquel candidato que se atrevió a decir de todo, a sabiendas de que no tendría chance alguna de llegar a La Moneda.
Vendrá ahora una segunda vuelta en que se exacerbarán los temores, se elevarán las descalificaciones y los candidatos -Kast y Boric- harán todo lo posible por ganar el apoyo de los perdedores, los que en conjunto sumaron más votos que cada uno de los contrincantes de la segunda vuelta. Se nos hablará del peligro que representa al triunfo del adversario y se nos retraerá a la época de Pinochet y de la Guerra Fría, cuando la inmensa mayoría de los sufragantes no vivieron aquello y en algunos casos apenas saben de oídas lo ocurrido tantas décadas atrás.
Sin embargo, de verdad es que es muy poco probableque el nuevo Presidente pueda realmente dar paso a una “era nueva”, como se ha prometido y, salvo las consabidas fluctuaciones accionarias y del precio del dólar, todo indicaría que el país va a seguir gobernado por la clase política, como que el sacrosanto mercado seguirá siendo nuestro soberano. Con el aval de los gobernantes y de la casta militar o guardia pretoriana. Toda vez que ahora se impondrá un proceso de negociaciones cupulares que podrá borrar con el codo algunas de las buenas intenciones.
Cuento aparte es lo que siga sucediendo en la Convención Constituyente si es que todavía se puede tener confianza en que podrá seguir ejerciendo libremente enfrente de un Gobierno yun Parlamento nuevo y empoderado, pese a su escasa representatividad. Después de una elección que, como de costumbre, fue altamente determinada por la propaganda electoral, el sesgo de los poderosos medios de comunicación y, hay que decirlo, un país muy desmotivado respecto de una democracia que no resuelve sus problemas. Más desigual, ciertamente, de un gobierno a otro. Cada día más convencido que es la calle y no el voto el que puede abrir sus anchas alamedas.
De allí que sea tan alentador, la enorme mayoría que obtuvo la candidata independiente, Fabiola Campillay, una de las más severas víctimas de la represión piñerista.