Generacionalmente nos han dicho, desde tiempos post dictaduras que en boca cerrada no entran moscas, de ahí que nos colguemos y seamos tan descarados, porque no se trata del miedo por lo que vivieron nuestros abuelos en las dictaduras, sino de voltear a ver hacia otro lugar cuando la violencia la viven los pueblos originarios que siempre han sido vistos como los mozos al servicio de los mestizos urbanos. Los más apaleados, los empobrecidos, los explotados hasta reventarles el cuero, los asesinados en masa.
Si hay gente que ha sido violentada en la historia latinoamericana son los pueblos originarios, que han sobrevivido a genocidios durante 500 años y sin embargo; su resistencia es superior a cualquier cartón de universidad y calle asfaltada. Han sido traicionados una y otra vez por el mestizo humanista que con su silencio solapa cualquier acto de violencia perpetrado desde el gobierno que, con sus tentáculos de opresión criminaliza cualquier manifestación de denuncia y resistencia que lleven a cabo los pueblos originarios.
Desde el gobierno les quitan el derecho a la educación, a la salud, a una vida integral, los obligan a ser los mozos del terrateniente más rastrero y hasta del mestizo más muerto de hambre que a cambio de una miseria los tiene limpiando sus casas y cuidándoles a sus hijos. Porque son junto a los negros, los últimos de la cola, los que en sus lomos cargan con todos los males de la sociedad inmoral y traicionera que se sienta a sus anchas sobre la dignidad de quienes siguen viendo de frente, aunque les escurra sangre de las sienes y tengan los pies reventados.
Siguen siendo esas manos las que edifican, las que se solidarizan, siguen siendo esos rebozos los que abrigan, siguen siendo esos ojos los que a pesar del llanto vislumbran los amaneceres de lucha y resistencia que jamás un mestizo podrá igualar. Son ellos los que conocen la tierra y sus encantos, la voz de las montañas y la tempestad del mar, son ellos los que saben de la sabiduría de los ríos y de la nobleza de los volcanes. Son ellos quienes conocen la inmensidad de la lluvia y la pureza del pétalo de las flores silvestres.
Nosotros, los mediocres, los arrogantes, los mestizos urbanos, somos la traición, el silencio que mata cuando solapa la violencia gubernamental y volteamos a ver a otro lugar porque la luz que emana desde el corazón de los pueblos originarios obliga a escondernos debajo de las camas, al ser tan diminutos y cobardes ante tantas agallas, resistencia y dignidad de los que llevan más de 500 años luchando. Los títulos de universidad, el asfalto y el teflón los podemos meter con nosotros debajo de las camas, que no tienen lugar cuando se trata de lucha y entereza, porque para eso tenemos el ejemplo de los maestros de maestros, que sin saber leer ni escribir nos enseñan a defender la tierra y la vida hermanados en solidaridad. Malaya, pero nosotros somos buenos, pero para la traición y para el silencio que mata de igual forma que disparando la metralla, tenemos también las manos manchadas de sangre, porque al final de cuentas en esta sociedad de caretas, nadie puede esconder la cruz de su parroquia.