“Cuando nací
me pusieron dos lágrimas
en los ojos
para que pudiera ver
el tamaño del dolor de mi gente.” (Humberto Ak’abal)
La vida del indígena latinoamericano trae, desde el nacimiento, el sino de la resistencia. Siglos han transcurrido y los habitantes originarios de este exuberante continente han perdido poco a poco sus territorios y, durante ese proceso cruel e injusto, les han arrancado las raíces para empobrecerlos, amansarlos y convertirlos en esclavos. Sin tierras ni poder, sus luchas acaban sobre el terreno de sus cuerpos. Así es como la colonización se hizo eterna e inevitable, apoyada sobre las columnas del racismo, la discriminación, el despojo y la garantía de impunidad para quienes perpetran su exterminio.
El proceso de “pacificación” de los territorios habitados por los pueblos originarios no ha sido más que una política genocida concebida en los núcleos de poder económico y político. Las comunidades, sin embargo, se mantienen firmes en la defensa de sus derechos y una generación tras otra logran sobrevivir a pesar de la constante amenaza del desalojo y la muerte. No hay país en el continente en donde los pueblos originarios posean el estatus de ciudadanos con plenos derechos y oportunidades. En todas nuestras naciones latinoamericanas han sido perseguidos como si fueran ellos los invasores. Y, en todas ellas se habla, sin vergüenza ni recato, del “problema indígena”.
Entretanto, los núcleos urbanos poblados por una sociedad mestiza e indiferente a la realidad de otras regiones y otras comunidades, perpetúa el estatus avalando, con su voto y su pasividad, los abusos de clases políticas vendidas a los grandes empresarios y sumisa ante los dictados de una comunidad internacional aliada con las multinacionales. La pérdida de territorios ancestrales se suma, entonces, a la irremediable destrucción del hábitat de valiosas especies y de abundantes recursos naturales, propiedad de las naciones arrasadas por la codicia.
La resistencia indígena ante la invasión de sus territorios, sus pueblos y aldeas, sus campos de cultivo y su entorno -sumido en el subdesarrollo por fuerza y voluntad de quienes intentan desalojarlos- pende de un delgado hilo: la conciencia de sus derechos. En su contra, se ha instrumentalizado desde los centros de poder todo el aparato jurídico, con el objetivo de justificar la aplicación de la represión cuando estas comunidades ejercen su derecho a protestar y exigen ser escuchadas. Mientras tanto, los sicarios a las órdenes del gran capital se dedican a identificar, y asesinar a sus líderes, y acosar a sus legítimas autoridades.
Desde donde nos encontramos, en la comodidad de la burbuja, observamos la tragedia de nuestros compatriotas como si ellos existieran en otra galaxia, alejada de nuestra pequeña cotidianidad. No hemos entendido que el dolor de los otros es nuestro dolor. Que sus tragedias nos van a golpear en el centro mismo de nuestra indiferencia. Que también en nuestro código genético están los colores de sus textiles y la aspereza de sus destinos. Mientras negamos la realidad, esta nos coloca frente a nuestra incapacidad de aceptar una identidad rechazada por pura costumbre de repetir estigmas.
Este prurito de sentirnos ajenos es lo que condena a nuestros países a ser proveedores baratos para el primer mundo; una realidad que se asemeja a la rueda de molino en su eterno girar, sumiéndonos en la miseria. La resistencia de los pueblos originarios ante la depredación y la corrupción de las autoridades debería ser la lucha general, el campo de batalla deberían ser también las grandes avenidas, esas en donde nos sentimos ajenos al devenir de la Historia. De no hacerlo, será más temprano que tarde cuando nos veamos sumidos en la catástrofe.
La Historia se repite una y otra vez, pero las víctimas siempre son los “otros”.