26 de octubre 2012. el Espectador

 

Gabriel García Márquez escribió El coronel no tiene quien le escriba en 1957, cuando tenía 30 años y vivía en la miseria en París. Colombia padecía la dictadura de Rojas Pinilla; los tanques de guerra y las orugas del régimen amenazaban la vida y las banderas de los libertarios.

En el pueblo, el coronel pasó más de 15 años de soledad esperando una carta que nunca llegó. Pero, más que un lamento, su vida fue una intención poética; una consigna para no dejarse derrotar, así todo fuera conflicto y hambre a su alrededor.

La suya fue una soledad acompañada, pobre —como casi todas— y atravesada por acordeones y campanas; una soledad que respiraba como el pueblo entre el drama y la esperanza, entre el toque de queda, los vallenatos, el estado de sitio y su hijo Agustín, al que mataron nueve meses antes por repartir folletos clandestinos a la salida de la gallera.

La obra podría haber sido escrita y vivida hoy, porque hay cosas como la soledad y la violencia, el olvido y la injusticia en la tenencia de la tierra, que —por más esfuerzos y exorcismos del arte, la fe o la rebelión— siguen vigentes.

Y nosotros, más o menos grises, más o menos eufóricos, tristes o carnavalescos, es como si desde siempre hubiéramos nacido para esperar. De alguna manera, vamos todos los viernes a la oficina de correos, al buzón que ya no existe, a ver si llegó una carta, un abrazo prohibido o alguna indulgencia que alguien hubiera dejado olvidada por ahí.

El velorio al que debían asistir el coronel —“caprichoso, terco y desconsiderado”— y su mujer —con “el cerebro tieso como un palo” y cansada de las derrotas— era elentierro del “primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años”. Pero se los prohibió la represión. Los aguaceros y las estrellas se colaron por los huecos del paraguas; tuvieron que cocinar piedras para que los vecinos no supieran de su pobreza y para despistar el hambre comieron el maíz que dejaba el gallo.

Así de crónicas han sido las violencias en nuestro país; así de asiduas y persistentes. Pero así también ha sido la esperanza —como la que tenían puesta en el gallo— para recuperar el valor; para construir expresiones de rebeldía, democracia o civilidad, o como se llame esa fuerza capaz de rescatarnos e impedir que sigamos matándonos y saboteando las treguas.

Durante 12 días estuvo en escena El coronel no tiene quien le escriba, una coproducción del Teatro Colón y la Fábrica de Teatro Popular. Se lucieron Jorge Alí Triana y su hija Verónica; se lucieron Laura García, Germán Jaramillo y todos los actores, los genios de las luces y de la escenografía y los músicos; se lucieron todos los que llevaron el pueblo al escenario del Teatro Colón y nos recordaron que “la dignidad no se come, pero alimenta”.

Laura García les dio cuerpo y voz a todas las madres de Colombia que han perdido a sus hijos por atreverse a desafiar el poder podrido.

Germán Jaramillo es el viejo que se hizo viejo mientras esperaba y no pudo vender el cuadro que todos tenían ni el reloj que daba más tristezas que horas. Y como fue terco y valiente, se negó a vender su esperanza.

Y el gallo… ¡ay, el gallo de Agustín! Será lo último que se pierda y lo primero que rescate los vestigios del honor y la memoria.

Por un momento cierren los ojos y déjense llevar… Peter Brook decía que “el teatro es un arte escrito sobre el agua”. Quizás a nosotros también nos escribieron así y por eso aprendimos a sentir libertad, ilusión y dolor, y a resistir entre la razón y la imaginación.

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