Por Roberto Pizarro H y Luis Herrera M
Durante los primeros años de gobierno de la Concertación, nuestro país intentó esporádicamente mejorar sus vínculos con los vecinos de la región, que habían sido afectados muy negativamente durante la dictadura militar. Fue un proceso efímero porque, muy rápidamente, se priorizaron ostensiblemente las relaciones con el norte desarrollado, los negocios con China, y se generalizó la suscripción de tratados de libre comercio (TLC). Este camino implicó restar importancia al resto de América Latina. Y, en lo sustancial, esta línea se mantuvo posteriormente, sin mayores diferencias, entre las administraciones de la Concertación y de la derecha.
Las relaciones con Argentina marcharon por un camino crecientemente pedregoso. Los desdeñosos cuestionamientos, más o menos velados, a la política económica heterodoxa de los Kirchner alcanzaron niveles políticos durante el Gobierno de Lagos, gracias a Ignacio Walker, quien se vio obligado a ofrecer disculpas por su desatinada referencia al peronismo como “una variante del fascismo”.
En otra demostración de insensibilidad diplomática, Miguel Otero, enviado más tarde como embajador a Buenos Aires por Piñera, emitió insensatas declaraciones públicas en defensa de Pinochet, motivando su eventual retiro ante la dura reacción de argentinos y chilenos, expresada también en el indignado cuestionamiento por las Madres de Plaza de Mayo.
El manejo esencialmente economicista y pro TLCs de la política exterior chilena afectó seriamente las perspectivas de integración regional. Por ejemplo, el Presidente Lagos, que había acordado con el presidente Cardoso incorporar plenamente a nuestro país al Mercosur, cambió sorpresivamente de caballo, iniciando negociaciones para suscribir un TLC con Estados Unidos. Peor aún, el súbito inicio de las negociaciones con Estados Unidos no fue informado debidamente por los canales diplomáticos a ninguna de las cancillerías del bloque regional, con costos que aún pesan sobre nuestro país.
A diferencia de Torre Tagle (la Cancillería peruana), tampoco el Presidente Piñera supo mantener una relación fluida con el Ecuador del presidente Rafael Correa.
Chile pareció creer que las tradicionales buenas relaciones militares, políticas y culturales, e incluso familiares, bastaban para asegurar fluidos vínculos con Ecuador. Esa confiada visión resultó equivocada. No se tuvo la suficiente lucidez siquiera para intentar entender la nueva concepción económica y política introducida por Correa y, en consecuencia, el Gobierno chileno jamás esbozó algún programa sistemático de apoyo y colaboración en favor de la frágil economía ecuatoriana. Más bien, en el imaginario de la Cancillería y de la clase política chilena, Correa era visto como “populista”.
Así las cosas, el Gobierno del Ecuador en 2012 fijó su límite marítimo con Perú, alejándose de su postura de refrendar los tratados de 1952 y 1954, que tradicionalmente había defendido de forma conjunta, con Chile. Ello debilitó nuestra posición en la controversia marítima con Perú en La Haya que, al final, terminó en un fallo desfavorable para nuestro país.
Durante el primer Gobierno de Bachelet, las relaciones con Bolivia parecieron recibir un cierto impulso, llegando incluso a pensarse en la posibilidad de reanudar relaciones diplomáticas. Ambos gobiernos acordaron una agenda amplia de 13 puntos, que incluía el tema de la mediterraneidad boliviana. El asunto quedó eventualmente en fojas cero, fundamentalmente por la cláusula constitucional de Bolivia que obliga a su Gobierno a demandar acceso al mar con soberanía. Ya con Piñera en la Presidencia, Evo Morales optó por judicializar el tema y llevar a La Haya su demanda por una salida al Pacífico. La Haya dictaminó en nuestro favor, pero el asunto está lejos de haber quedado resuelto, y seguirá “penando” lo bilateral mientras no se encuentre una solución suficientemente creativa que, probablemente, debería incluir también a Perú.
Las relaciones con Perú han sido intermitentemente tensas. Los dolores de la Guerra del Pacífico no sanan entre los peruanos. Se deterioraron aún más con el gobierno de Alan García, quien llevó adelante la demanda en La Haya por los límites en el mar territorial. La pasiva diplomacia chilena fracasó nuevamente, facilitada por la inexistencia de una política de desarrollo efectivo para el extremo norte de Chile, culpable de la creciente pobreza de Arica, la disminución de su población y la desesperanza de los ariqueños. Ello contrasta con el potente progreso y poblamiento de las zonas limítrofes del Perú, en especial de la ciudad de Tacna.
Recientemente, Piñera ha vuelto a las andadas. En su actual mandato creyó ganar un minuto de fama en Cúcuta, desafiando al Gobierno de Maduro. Con ruido de trompetas, fue a apoyar a Guaidó, el “presidente encargado”; pero, además, sin que se lo pidieran, ofreció hospitalidad a todos los venezolanos desplazados. Ha incumplido gravemente su compromiso. En efecto, en estos días se ha impuesto una xenofobia vergonzante. Fuerzas policiales, junto a grupos fascistas, han desalojado a venezolanos de sus lugares de precario amparo, destruyendo sus modestos enseres. Repugna que la represión se haya impuesto sobre el derecho a la vida misma de estos hermanos en desgracia.
Este ha sido el error más reciente de la política exterior chilena, con un insoslayable impacto humanitario. Más de un millón y medio de chilenos en el extranjero atestiguan hoy el valor que tiene la solidaridad planetaria cuando se la necesita.
Los tiempos han cambiado. Hoy constatamos que Chile se ha colocado al margen de América Latina. La Concertación redujo la política exterior a tratados de libre comercio, privilegiando los negocios de las empresas globalizadas antes que los intereses nacionales. Nuestro país se ha comprometido con el norte industrializado y se obnubiló con el emergente mundo asiático, colocando en un lugar subalterno la integración económica regional. En vez de cooperar con sus vecinos, o al menos respetar sus realidades económicas y políticas, se alejó de ellos y además los cuestiona. La Concertación primero y Piñera después, han aislado a nuestro país de sus vecinos.
La política exterior chilena debe cambiar. Nuestro país debe valorar la importancia que tienen los países vecinos para nuestro desarrollo, estabilidad y seguridad nacional; y, al mismo tiempo, los chilenos debemos nutrirnos con las percepciones que nuestros vecinos tienen de nosotros, para que la convivencia regional sea sólida y confiable.