La política exterior es un componente esencial de toda estrategia nacional de desarrollo. Si esta cambia, las relaciones políticas y comerciales externas deberán modificarse. Treinta años de una estrategia neoliberal han conducido a una apertura comercial, sin mediaciones, a la economía mundial, mientras nuestra diplomacia se acercó con entusiasmo a los países desarrollados, distanciándose de América Latina y los países del sur. El candidato presidencial de la izquierda, Gabriel Boric, anuncia que esto debe cambiar.
La lógica de libre mercado que impera al interior de nuestra economía se ha desplegado en plenitud en el ámbito de las relaciones exteriores. Se impuso así una radical apertura al mundo, sin protección del mercado interno y sin regulaciones en favor de sectores de transformación productiva. Así las cosas, la política comercial ha exacerbado el extractivismo exportador, cerrando oportunidades a la diversificación productiva. La política se ha subordinado al gran capital, y no sólo al interior de nuestro país, sino en nuestras relaciones con el exterior. La política económica del “sálvese quien pueda”, que destruyó la industria chilena y cerró las puertas al emprendimiento de pequeños empresarios, se complementó con una apertura externa indiscriminada
La incorporación de nuestro país a la economía global no ha ayudado al desarrollo. El crecimiento, que empresarios, políticos y economistas del establishment han endiosado, ha generado empleo precario, desigualdades extremas, depredación del medioambiente y el agotamiento de nuestros recursos naturales. La política exterior ha sido funcional a ese crecimiento perverso. Y este tipo de crecimiento ha frenado el desarrollo.
Después de algunos breves años, a comienzos de los años 90, donde Chile fortaleció sus vínculos económicos y políticos con América Latina, los gobiernos de la Concertación se marearon con la altura. Optaron por privilegiar las relaciones con los países desarrollados y del Asia Pacífico. No para discutir los temas políticos sustantivos de la agenda internacional, sino para establecer compromisos económico-comerciales en los tratados de libre comercio (TLC). La política exterior se subordinó a los TLC. Así las cosas, gracias a los TLC, los países desarrollados y las empresas transnacionales han asegurado sus intereses mediante la liberalización indiscriminada de bienes y servicios, así como con la protección ampliada de sus inversiones y la propiedad intelectual; y esto a cambio del acceso de nuestras exportaciones a los grandes mercados. Esta lógica se impuso también en nuestras negociaciones con países de desarrollo intermedio, del Asia Pacífico, y se instaló como el sentido común indiscutible en los organismos internacionales.
Es cierto que a los países pequeños les conviene abrirse económicamente al mundo. El estrecho espacio interno dificulta la reproducción ampliada de la economía. Pero en el caso de Chile la ampliación económica, por la vía de los TLC con los países desarrollados, no ha resultado un buen negocio (digo para el país, para el pueblo de Chile). Por cierto, la primera responsabilidad no radica en la política comercial, sino en la política económica. En efecto, nuestra política económica no fomenta la transformación productiva ni ayuda a diversificar exportaciones y, paralelamente, la apertura comercial sin regulaciones mediante los TLC ha favorecido la atracción de inversiones externas, pero lo ha hecho hacia los sectores primarios y de servicios. Así las cosas, los TLC han servido para estimular el extractivismo, multiplicando las exportaciones, pero las de recursos naturales.
En suma, nuestro país ha consolidado una matriz productiva exportadora de recursos naturales y ello ha sido favorecido por la política comercial. Así las cosas, la política exterior, sobre todo a partir de la década del 2000, ha apoyado el acercamiento a los países desarrollados, alejándonos de nuestros vecinos. Entonces, esta política, junto a los compromisos contenidos en los TLC, obstaculizan eventuales esfuerzos comunes con los países del sur para actuar de conjunto frente a los poderes mundiales en temas determinantes de la agenda internacional: flujos financieros sin control, propiedad intelectual, controversias empresa estado, medio ambiente, entre otros.
En consecuencia, si el gobierno de Boric impulsa un cambio en la estructura productiva de nuestra economía, también deberá modificar la política exterior y, en particular, la política comercial externa. Tendrá que introducir cambios sustantivos. Ya sea de forma unilateral o negociada (TLC), será preciso regular los movimientos de bienes, servicios y de capitales, en favor de las prioridades productivas y sociales que se ha propuesto la nueva estrategia de desarrollo. Ello ha sido bien destacado por Petersen y Ahumada, en réplica a Ignacio Walker, quien defiende incondicionalmente el tipo de globalización impulsado por gobiernos de Chile (ver La Tercera del 2 de septiembre de 2021).
Si se lleva a cabo una efectiva diversificación productiva, tanto las políticas unilaterales de comercio exterior como los acuerdos comerciales no pueden ser neutros en aranceles, capital financiero, inversiones externas, propiedad intelectual. Se deberá discriminar en favor de los sectores industriales o de aquellos procesos productivos, que agregan valor y conocimientos a la nueva matriz productiva. El Programa de Gabriel Boric propone revisar los acuerdos comerciales vigentes para evaluar su pertinencia respecto de la diversificación productivo. No es tarea fácil, pero tampoco imposible. Ello obligará a renegociaciones que exigirán buena voluntad y respeto mutuo entre nuestro país y las contrapartes. Lo destacó el candidato presidencial en su reunión con los embajadores de la Unión Europea (eñ 7 de septiembre pasado).
Por otra parte, frente a la realidad de la globalización, y a las incertidumbres que han surgido con el nuevo proteccionismo, nuestro país deberá recuperar el multilateralismo, que constituye la mejor defensa de los países pequeños frente a los países poderosos. Pero esta política será efectiva si somos capaces actuar de conjunto, unidos a los países de América Latina y eventualmente a otras regiones del sur. En definitiva, un nuevo gobierno de transformaciones tiene la difícil tarea de fortalecer la fuerza negociadora de los “países en desarrollo” para apoyar la agenda internacional en temas de nuestra preocupación: protección de los ecosistemas, el feminismo, la desmilitarización, la paz, la solidaridad con los procesos migratorios, entre otros temas.
Al mismo tiempo, el multilateralismo en el plano económico debiera apuntar a promover un sistema comercial y financiero internacional más justo, que contemple: la regulación y control de las transacciones financieras y de los paraísos fiscales; formas flexibles y menos costosas para el acceso a las tecnologías de punta, la reducción de los plazos en la protección de la propiedad intelectual e industrial, entre otros temas.
Nuestro proyecto de país, y la posibilidad de incidir con mayor presencia en el contexto internacional, se encuentra ligado a América Latina y al mundo en desarrollo. Chile debe tener una política exterior de acercamiento y cooperación económica y diplomática con aquella parte del mundo con la cual comparte intereses y problemas, aun en medio de las dificultades que presenta la institucionalidad regional. Y debe hacerlo, además, independiente de los cambios políticos de los gobiernos de América Latina. Es cierto que el asunto es complejo. Las relaciones con los países de la región y, en particular, con nuestros vecinos no son fáciles.
Habrá que desplegar decididos esfuerzos para atender con especial preocupación las relaciones políticas y económicas con los países limítrofes. La seguridad y estabilidad de Chile, y consecuentemente nuestra propia democracia, están vinculadas con la necesidad de eliminar todo foco de tensión con los vecinos. Esto es de primera importancia. Los conflictos diplomáticos, políticos y económicos con los países vecinos exaltan el chauvinismo y estimulan los argumentos a favor del armamentismo en ciertos sectores de nuestra sociedad, con elevados costos financieros. Por ello es preciso desplegar renovados esfuerzos bilaterales para favorecer confianzas mutuas y sobre todo avanzar en iniciativas simultáneas de desmilitarización.
Los entendimientos limítrofes, de mediados de los años 90, de Chile con Argentina se han visto recientemente oscurecidos en torno a la controversia por la plataforma marítima en los hielos continentales. Al mismo tiempo, las controversias con Perú y Bolivia, resueltas en la Corte de La Haya, no aminoran los resentimientos históricos de bolivianos y peruanos y chilenos. Esto debe ser superado. Es preciso iniciar un decidido camino que termine con las tensiones para asegurar el estrechamiento diplomático y la paz entre nuestros países.
Finalmente, está el complejo asunto de la integración regional, dónde se han presentado serias dificultades en los últimos años. Ello fija límites a la profundización de las relaciones de Chile con los países de la región y otras veces se producen incómodas disputas. En consecuencia, quizás sería necesario otorgar prioridad a iniciativas de integración subnacional, entre regiones de Chile con Argentina, Bolivia y Perú. Esto puede ser más efectivo y, en coincidencia con el interés descentralizador, lo que permitiría interesantes vínculos ciudadanos y territoriales entre países vecinos. Ello, al mismo tiempo, favorecería el desarrollo de confianzas mutuas entre nuestros países, a partir de los gobiernos regionales y las organizaciones sociales.
Lo señalado no significa renunciar a los esquemas plurinacionales de integración. En primer lugar, hay que revalorizar la ALADI, la que ha permitido la liberalización arancelaria entre todos los países de la región, sobre todo en los años 90; pero, lamentablemente, en años recientes, ha tenido escaso apoyo político. En segundo lugar, Chile tiene la oportunidad de desempeñar un interesante papel para hacer converger iniciativas de integración plurilateral entre los esquemas del Atlántico (Mercosur) y el Pacífico (la Comunidad Andina de Fomento y la Alianza del Pacífico). Finalmente, el nuevo gobierno debería apoyar a la CELAC, como instancia de integración política de los países de América Latina y El Caribe. Y, como lo ha propuesto recientemente el Presidente de México, López Obrador, ojalá la CELAC se llegue a convertir en un proyecto de reemplazo de la OEA.
La política exterior y la política comercial son instrumentos indispensables para impulsar un nuevo proyecto de desarrollo en nuestro país. Ambas deben acompañar con inteligencia los cambios productivos, así como las políticas económicas y sociales, de ruptura con el neoliberalismo.