Es cuestión de observar al mundo, como a nuestro propio país, para concluir que las democracias raramente se logran y ofrecen gobernantes capaces y beneficiosos. Desde la antigüedad, los regímenes que se consideraron como tales bien sabemos que no lo fueron ni remotamente, desde el momento en que las mujeres y los esclavos, esto es las mayorías, tenían negados todos sus derechos ciudadanos.
Cierto es que con la elección de la Convención Constituyente los chilenos hemos vivido el episodio más democrático de toda nuestra historia, lo que es especialmente importante si se considera que este proceso contempló, por primera vez, la paridad entre hombres y mujeres, así como aseguró la elección de las minorías étnicas. De todas maneras, es inevitable que entre los 155 electos haya personas poco calificadas para acometer una tarea tan compleja, así como ya se pueden observar a algunos mentirosos y oportunistas entre sus elegidos. Felicitándonos, por cierto, por ese conjunto de personas bien calificadas y dispuestas, aun cuando ello no garantice siempre su probidad o solidez ideológica.
La concepción y redacción de una Carta Magna podrían resultar más expeditas si esta tarea recayera en un ámbito limitado de constituyentes, pero ello podría ocasionarnos los mismos sesgos y limitaciones que han demostrado todos nuestros ordenamientos institucionales del pasado. Actualmente, entre los que forman la Convención se destacan varios especialistas, pero también se nota que hay otros que persiguieron su elección más bien para asegurarse un sustento o utilizar el cargo como un buen escalón para ascender a posiciones más encumbradas de nuestra política.
Lo que parece indudable es que la nueva Constitución no está entre las prioridades del pueblo y sus ciudadanos. Derivada de la protesta social, como casi todos así lo reconocen, la Convención es hija más bien de las demandas de justicia social y equidad, como de la búsqueda de un sistema previsional más decente que el que todavía nos rige. Hay que reconocer que muchos llegaron tardíamente a comprender que, sin un sistema democrático, puede ser muy difícil o casi imposible distribuir más equitativamente nuestra riqueza y acortar las profundas brechas que todavía existen entre hombres y mujeres, ricos y pobres, educados e ignorantes, santiaguinos y provincianos y otras realidades que nos hacen vivir en un país tan heterogéneo y conflictuado. En que se consagran grandes oportunidades para algunos e inaceptables carencias para las grandes mayorías.
De esta forma, se entiende que será muy arduo consensuar un nuevo texto constitucional. Más aún si se consideran las trampas puestas deliberadamente a este proceso, como aquel quorum de dos tercios que se impuso para aprobar cualquier nuevo precepto que no sea repetir lo que ya existía en el texto legado por Pinochet. O la misma exigencia de realizar finalmente un referéndum ciudadano, donde pudieran surgir más tensiones y tropiezos de acuerdo a los consabidos intereses y malas prácticas partidistas. O si consideramos, además, que se impondrán demandas sociales más urgentes después de la prolongada emergencia sanitaria que nos ha afectado.
En estos inconvenientes actuales, como en los que puedan manifestarse más adelante, radica la opción de aquellos que prefieren darle continuidad a la Constitución de 1980, en la certeza que allí quedarían mejor salvaguardados sus intereses y la sociedad desigual. Aunque los sectores más renuentes al cambio ni siquiera lograron un tercio de los votos, ya se ve cómo aparecen otros constituyentes que empiezan a optar por la continuidad del actual sistema institucional, especialmente a partir de un engaño tan grave y flagrante como el cometido por un integrante de la Lista del Pueblo que inventó una enfermedad grave para sumar sufragios. A lo que se ha agrega la deserción de una serie de militantes de esta novedosa expresión popular surgida de estos comicios. Es evidente, también, que han empezado a proliferar diferencias entre las copiosas y equívocas expresiones izquierdistas, las que parecen gatilladas por la contienda presidencial en proceso y no, necesariamente, por la existencia de macro visiones alternativas.
Es lamentable que antes de entrar al análisis y discusión de la nueva propuesta constitucional, ya en la definición del Reglamento de la Convención se expresaren diferencias que podrían hacerse insalvables. No es que pensemos que el trabajo de esta entidad debe estar ausente de conflictos ideológicos, pero se hace necesario consignar la conducta y falta de responsabilidad de los medios de comunicación que vienen estimulando deliberadamente las divergencias entre los constitucionales, renunciando a cumplir con una tarea tan decisiva como es la de dotarnos una Carta Fundamental que sea finalmente legitimada ampliamente y capaz de prolongarse en el tiempo.
En efecto, es lamentable que todo este proceso constitucional carezca del correcto acompañamiento de los medios de comunicación, llamados a ser los grandes formadores de opinión pública. Así como ha podido también comprobarse la pésima disposición de Sebastián Piñera y de La Moneda, evidentemente reacios a la posibilidad de que el futuro ordenamiento institucional adquiera ribetes genuinamente democráticos. Las evidencias son contundentes al respecto, tal como el inoportuno reproche del Jefe de Estado a opiniones aisladas o exabruptos que surgen del seno de la Convención, y que en ningún caso representan la opinión mayoritaria de sus integrantes. Ni tampoco merecerían la atención de un gobernante serio.
Por el contrario, lo que podemos observar de los grandes medios informativos es que no han estado a la altura de las circunstancias, como tampoco realmente interesados en el éxito de la Convención Constituyente. Empeñados más bien en que esta iniciativa aborte y sirva de estímulo y excusa para perpetuar el modelo de sociedad en el que estos creen y defienden en su línea editorial.
Esto no es tan extraño si consideramos que en todo operan con la misma frivolidad. Con ocasión de las Fiestas Patrias, por ejemplo, todos hemos comprobado que el principal interés de las grandes estaciones de televisión fue inducir al pueblo a toda suerte de excesos, sobre todo para el consumo de comida chatarra y la desmedida ingesta alcohólica, suponiendo que radica en estos nocivos hábitos lo esencial de nuestra idiosincrasia, tradición y personalidad. Muy lejos, desde luego, de interesarse en educar o ilustrar a la población en el correcto significado del 18 de septiembre de 1810, efeméride importante, como sabemos, pero en que realmente no se consumó nuestra Independencia Nacional. Insistiendo, además, en el su majadero empeño de asociar a estas festividades a la Parada Militar, un rito arcaico, oneroso y hasta ridículo en nuestros días. Toda vez que Chile en ningún caso le debe a las instituciones uniformadas su soberanía y prosperidad, como sería cosa de recordar aquella retahíla de conspiraciones, masacres y traiciones acometidas por sus efectivos en contra de la propia Patria.