Publicación original: Verdad Abierta
Ser voceras y voceros de sus comunidades en las tareas de exigir derechos fundamentales y defender el territorio en el que viven y trabajan no es fácil en Colombia, mucho menos en Antioquia, por los altos niveles de violencia que enfrentan. Pese a esos riesgos, los liderazgos son fundamentales y necesarios, y hay quienes están dispuestos a correrlos.
“A mí me gusta el trabajo colectivo, soñar desde el territorio, tener la oportunidad de conocernos, de emprender, de crear, de hacer procesos. Nosotros trabajamos colectivamente para darle forma a los sueños”, dice Raquel Soto, una lideresa del municipio de Argelia, Oriente antioqueño, integrante de la Asociación de Campesinos de Antioquia (ACA).
Y justo esos sueños de los que habla Raquel son los que movilizan a cientos de líderes, lideresas y autoridades étnicas en el país, en defensa de sus comunidades, de los recursos naturales y del medio ambiente. Son ellos los imprescindibles en caseríos, veredas y corregimientos, así como en barrios citadinos. Sin esas voces, los pobladores rurales y urbanos vivirían en medio del mutismo.
Pero no es una tarea fácil. “El liderazgo implica unos sacrificios bastantes fuertes y retadores”, asevera Evelio Giraldo, uno de los líderes del movimiento social Vigías del Río Dormilón, en municipio de San Luis, también en el Oriente antioqueño, desde donde se defiende el sistema hídrico de la región.
Y esos retos pasan, según Evelio, por tener una gran capacidad de escuchar a la gente, así como de tolerancia y paciencia, y “de insistir, persistir y no desistir, además de estarse documentando. A mí me ha ayudado mucho en el proceso con ciertos estudios que he realizado de derechos humanos”.
La disposición al sacrificio de líderes, lideresas y autoridades étnicas también tiene otras implicaciones: afrontar amenazas, abandonar los territorios en condición de desplazado forzado, exigirle al Estado colombiano para que los doten de esquemas de protección eficientes y lo que es más dramático, el asesinato a manos de quienes rechazan esos liderazgos.
“Hemos perdido compañeros que han sido asesinados”, admite Cecilia Mora, cacica mayor del pueblo Zenú en la comunidad El Manantial, de la vereda Puerto Santo, municipio de Cáceres, Bajo Cauca antioqueño. “Nosotros como caciques somos un blanco muy importante para los grupos armados”, agrega.
Las cifras del Observatorio del nivel de Riesgo de la Labor de Lideres, Lideresas, Defensores y Defensoras de Derechos Humanos en Antioquia de la Corporación Jurídica Libertad y la Fundación Sumapaz, entre enero de 2010 y agosto de 2021 corroboran ese ambiente de intimidación descrito por la cacica mayor Cecilia Isabel. En ese periodo fueron agredidas más de 3.100 defensoras, defensores, lideresas y líderes sociales. De este total, 1.319 agresiones ocurrieron posterior a la firma del Acuerdo de Paz, rubricado en noviembre de 2016 en Bogotá por el Estado colombiano y la extinta guerrilla de las Farc.
Según esa misma base de datos, 120 líderes, lideresas, defensores y defensoras de derechos humanos fueron asesinados entre 2017 y agosto de 2021 en Antioquia. Para lo corrido del año 2021 se registran diez y siete homicidios. Detrás de por lo menos 77 crímenes estarían organizaciones armadas ilegales paramilitares como las llamadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc), ‘Los Caparrapos’ y ‘El Clan Isaza’. Tres más habrían sido cometidos por la guerrilla del Eln, la Policía Nacional a través del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) y el Batallón BAJES del Ejército Nacional.
José Hernández, integrante de la Asociación Campesina del Norte de Antioquia (Ascna), considera que uno de los factores generadores de riesgos y de acciones violentas contra líderes y lideresas es la estigmatización: “Por ser líderes sociales nos están diciendo que pertenecemos a grupos armados de diferentes bandos; si estamos en un lugar donde hay guerrillas, nos tildan de ser líderes de las guerrillas; y si estamos en un sector donde hay paramilitares, nos tildan de ser líderes de los paramilitares o de cualquier grupo de narcotraficantes. Esa estigmatización en contra de los líderes tiene que acabar, las autoridades se tienen que fijar en el contexto del país”.
Es un costo alto el que pagan las comunidades y aquellos que los representan en defensa de sus derechos, de sus culturas y de sus territorios. Tal como lo describe José David, “un líder es la voz de un pueblo, la voz de muchas comunidades”, por eso son imprescindibles, pues sin ellos, prosperarían las arbitrariedades, los abusos y el despojo de todo aquello que es esencial para la vida no sólo de las poblaciones que representan, sino para el departamento, el país y el mundo.
¿Y qué tienen de común Raquel, Evelio, Cecilia y José? Que cada uno, a su manera, representa a las comunidades en temas fundamentales para sus pobladores, pero se diferencian en los temas que abordan. No obstante, en su conjunto, luchan por una mejor calidad de vida, un derecho que no puede perderse de vista.
En defensa del agua
Una de las mayores preocupaciones de Raquel y Evelio es el sistema hídrico regional y el aprovechamiento que quieren hacer de él para construir centrales de generación de energía, una forma de privatizar el agua y de afectar a las comunidades campesinas.
El reclamo específico de Raquel está relacionado con las licencias otorgadas para aprovechar las aguas del río La Paloma. De hecho, los proyectos Paloma 1 y Paloma 2 fueron concesionados, en 2009 y 2010, respectivamente, a la Empresa de Generación y Promoción de Energía de Antioquia (GEN) que se desarrollarán en jurisdicción de los municipios de Argelia y Sonsón y tendrán una capacidad de generación, en su conjunto, de 13,6 megavatios.
“La Paloma es el río más grande que tiene Argelia”, afirma Raquel y al parecer se proyectan construir seis microcentrales de generación de energía hidráulica, aprovechando su caudal. “Uno dice: el agua es lo único que nos da vida y que es necesario, el Estado no puede hacer agua, es un producto natural y lo que vamos a hacer es venderlo, sólo pensando en el dinero y que se creen dueños de estos recursos”.
“Soy mujer campesina y me gusta mucho el trabajo con las comunidades para tener autonomía y vida digna para cada uno de nosotros, los campesinos y campesinas”, enfatiza esta lideresa y detalla que Argelia y Sonsón son zonas montañosas, con una gran riqueza hídrica y de fauna y flora. En ambos municipios se vive de la producción de café, panela y de la ganadería lechera, así como de productos de pancoger, en parte para el consumo familiar y en parte para la comercialización.
La ubicación estratégica de estas dos poblaciones, a las que se suman Nariño y San Francisco, hizo de esta región un enclave para grupos guerrilleros y paramilitares, así como para la acción arbitraria o de violación a los ddhh de la Fuerza Pública contra las comunidades en su lucha contrainsurgente. En sus montañas hicieron campamentos las guerrillas de las Farc y el Eln, así como las Autodefensas Unidas de Colombia.
Raquel, incluso, es víctima de ese belicismo concentrado en la región: “Fui desplazada dos veces, en el segundo desplazamiento mataron a mi papá y perdimos todo. Fuimos amenazados. A mi mamá le tocó sacar a mis hermanos de aquí. Fue muy complejo no sólo al nivel de mi familia, sino también del municipio […] Casi el 80 por ciento de las comunidades rurales fueron desplazadas y estuvieron tres o cuatro meses aquí en Argelia”.
A juicio de esta lideresa, esas secuelas se mantienen hasta ahora, “puesto que no se ha hecho mayor impacto en reparaciones colectivas, no se ha ido a las veredas a trabajar con los campesinos el tema de memoria ni nada. De hecho, aquí no hay un sitio de memoria”.
Raquel trabaja desde la coordinación del área de comunicaciones de la ACA en los municipios de Argelia y Sonsón en defensa del agua y del territorio, y se ha enfocado en el área audiovisual, mediante la cual busca crear consciencia sobre los potenciales daños ambientales que generaría la fuerte intervención del río La Paloma y otros afluentes de la región.
“Hemos hecho un proceso de concientizar a las comunidades de poder vernos a nosotros mismos antes las situaciones del país”, explica esta lideresa. “No podemos seguir permitiendo que nos sigan llenando de palabras cuando no son necesidades propias de nuestras comunidades, quienes somos los que sabemos qué necesitamos, cómo lo podemos hacer, si es viable o no”.
“No ha sido fácil”, agrega, “pero si miramos todo este tiempo, desde que iniciamos, hemos hecho mucho, por lo menos las comunidades son más conscientes y tienen otra mirada de lo que es el mundo hoy, se puede reflexionar qué está bien y qué está mal en este momento”.
A las luchas de Raquel se suma Evelio desde el municipio de San Luis a través del movimiento social Vigías del Río Dormilón, una iniciativa que surgió en el año 2010 a través de la cual comenzaron a solicitar información tanto a entidades públicas como empresas privadas sobre los proyectos mineros y de generación de energía sobre la cuenta del río Dormilón, el principal afluente de ese municipio, con el fin de “generar deliberación y opinión pública para la protección y defensa del río, mediante incidencia política con el gobierno municipal y la autoridad ambiental subregional”, se lee en un documento de sistematización de esta experiencia realizado en 2015.
Si algo ha predominado en San Luis son sus bosques nativos, un ecosistema que generó entre sus pobladores una vocación protectora, que se ha mantenido a pesar de las afectaciones causadas por la construcción de la autopista Medellín-Bogotá, que entró en operaciones en 1983 tras 17 años de labores, que influyó en el desarrollo de la explotación maderera. Su economía agrícola se sustenta en cultivos de caña, café, maíz, yuca y fríjol.
De acuerdo con Evelio, en San Luis “nos orientamos a desarrollar actividades económicas muy compatibles con la conservación de los recursos naturales, y eso es precisamente el turismo de naturaleza, además del beneficio que nos ofrece el bosque, el agua, para el bienestar nuestro”.
Pero esa vocación de conservación choca con los proyectos hidroeléctricos que se han gestado alrededor de la cuenta del río Samaná, de la cual hace parte el río Dormilón. “Esa es la nueva política de expansión del Estado”, afirma este líder ambiental y agrega: “Ahí precisamente donde choca estas expectativas, estos planes que tenemos con proyectos que incursionan con gran impacto negativo. Es ahí donde lo vemos conflictivo. Eso nos genera tensión y desde Vigías del río Dormilón somos los que más hemos conflictivizado este asunto”.
¿Y cómo lo han hecho? Buscando información, procesándola y compartiéndola de manera pedagógica con las comunidades. Se trata, con esa estrategia, de enfrentarse a la tensión que genera la posibilidad de trabajo que brindan las empresas foráneas y la conservación de los recursos naturales. “Así hemos logrado profundizar en el tema para confrontar ese tipo de proyectos y ese modelo extractivo y económico que se quiere implementar en la zona”.
Evelio explica que la clave de los resultados que han obtenido se debe a la capacidad que tienen los líderes y lideresas sanluiseños para documentarse y estudiar: “Hemos aprendido a hacerle seguimiento riguroso al trámite administrativo, por ello toda movilización, todo acto de incidencia que hacemos, está respaldado por una información muy verídica”. Esa actitud les ha abierto puertas al diálogo con la autoridad ambiental de la región, Cornare, y la Alcaldía.
Las concesiones de agua para la construcción de una microcentral aprovechando el 75 por ciento de las aguas del río Dormilón se otorgaron en 2008 y 2010. La idea era desarrollar un sistema de captación conocido técnicamente como “a filo de agua”, que no requiere de embalses, sino túneles de desvío que conduce el vital líquido del afluente por grandes tuberías hacia un sistema de turbinas para generar energía.
Pese a que ese tipo de generación se le ha considerado menos lesivo para los ecosistemas hídricos, en San Luis no concuerdan con ese planteamiento y a través de una intensa incidencia y movilización social, lograron, en 2015, “tumbar” las dos licencias y evitar el desarrollo del proyecto hidroeléctrico.
Las tareas del movimiento social, cuenta Evelio, se desarrolla en tres fases: “En 2012 nos organizamos y hasta 2015, que logramos tumbar las dos licencias, fue como una fase de choque, porque como ya estaban dadas las licencias, nos tocó movilizarnos duro; entre 2016 y 2019 fue una fase de contención, donde veníamos conteniendo mucho de que esos trámites no avanzaran, interponiendo muchos recursos; y ahora aspiramos, como mínimo a 2023 con esta Alcaldía y con el mismo Cornare, desarrollar el tema de la reapropiación social del río”.
“Esta lucha no está librada”, reconoce este líder. “Ellos quieren continuar con los procesos de explotación, pero están muy congelados, la empresa que quiere ocupar o asentarse en estas aguas con hidroeléctricas está quieta porque saben que políticamente no tienen respaldo de las alcaldías ni de la gente”.
Por lo pronto quienes integran este movimiento social no han recibido amenazas directas por sus labores conservacionistas, pero Evelio cree que el vacío institucional al que se han enfrentado en más de diez años los puede poner en riesgo y limitarles las posibilidades de moverse mejor. “No ha habido amenazas, pero sí falta de garantías”, concluye.
En defensa de la cultura
Para Cecilia Mora, Cacica Mayor Indígena del municipio de Cáceres, Bajo Cauca antioqueño, su condición de mujer le significa un doble trabajo: por un lado, luchar por su reconocimiento como lideresa y, por otro, lograr que la cultura del pueblo Zenú acabe perdiéndose y se extingan los usos y costumbres ancestrales.
Esta lideresa ejerce su autoridad sobre nueve comunidades Zenú, cinco de ellas constituidas como resguardo y cuatro más que aún no viven bajo esa figura organizativa ni poseen territorio colectivo, pero están asentadas en diversas áreas rurales de Cáceres, uno de los municipios más antiguos de Antioquia, fundado en 1576.
Cecilia relata que estas comunidades viven de la agricultura y muy escasamente de la minería artesanal: “Las actividades de estas comunidades es la agricultura y la pesca, muy entre veces la minería artesanal, porque ya muy poco se trabaja; primero, por escases de oro, y segundo, porque ya el contexto del conflicto nos ha obligado a no seguir trabajando con este mineral porque siempre cobran vacuna”.
Cáceres, junto con Tarazá, Caucasia, Nechí, El Bagre y Zaragoza, conforman la región del Bajo Cauca antioqueño, acosada desde hace varias décadas por grupos guerrilleros, organizaciones paramilitares y estructuras del narcotráfico, además de una fuerte militarización por parte del Estado colombiano. Pululan en esta zona la guerrilla del Eln, disidencias de las Farc, las Agc y ‘Los Caparrapos’. (Leer más en: En el Bajo Cauca, lógica de “aniquilación del enemigo” afecta a la población civil)
Una de las preocupaciones de la Cacica Mayor son las comunidades Zenú carentes de tierra en este municipio, asentadas en San José de Los Santos, Jardín Tamaná, El Manantial, Guarumo y la Isla de la Dulzura. “Ha sido muy difícil”, se lamenta esta autoridad étnica.
“Cuando uno vive en medio de una comunidad campesina, que tiene costumbres totalmente diferentes, es muy difícil uno hacer uso de su gobierno propio, ha sido muy difícil subsistir, porque cuando hay una incursión armada, hay algún hecho criminal que involucre a la comunidad campesina, inmediatamente nosotros también nos vemos involucrados ya que convivimos directamente con ellos”, precisa.
Dado el alto nivel de conflictividad armada que se vive en esta región, son constantes los desplazamientos forzados y los confinamientos. Uno de los últimos desarraigos se registró a mediados de mayo pasado, cuando cerca de 114 personas del pueblo Zenú se trasladaron del resguardo La Palma hacia el centro poblado del corregimiento de Puerto Bélgica huyendo de la confrontación entre tropas del Ejército y grupos irregulares.
Otra de las inquietudes de Cecilia es la pérdida de la identidad cultural de su pueblo, un asunto sobre el que trabaja intensamente, Ya que ha sido afectado desde la Colonia que ocasionó la pérdida de su lengua nativa. “Hemos hecho todo lo posible para mantenerla”, dice la Cacica Mayor y detalla uno de los elementos sobresalientes de su labor: el tejido del sombrero vueltiao, un símbolo de su identidad.
“Nosotros cultivamos la caña de flecha, la raspamos, le damos el proceso de limpia para poder comenzar a tejer el sombrero, nosotros mismos tejemos el sombrero, sabemos cuáles son las pitas, las trenzas”, explica Cecilia y le se suma a esas labores el tejido de accesorios como aretes, manillas, sandalias, billeteras, bolsos y carteras, y la talla en madera.
“También mantenemos viva la costumbre de las comidas tradicionales”, agrega, “aunque ha sido muy difícil porque acá en Antioquia es muy difícil conseguir o mantener vivas muchas plantas que nosotras manejamos para el consumo diario. Hemos tratado por todos los medios, con proyectos e iniciativas, de fortalecer el proceso de la cultura de las comunidades indígenas para que no se pierda”.
Uno de sus lamentos es que ante los inconvenientes que puede generar su cultura ante otras comunidades, y por no entrar en choques innecesarios, algunos indígenas y sus familias “tienden a desplazarse o dejar de vivir con sus usos y costumbres para no incomodar a ninguno”.
Los Zenú en Cáceres afrontan dificultades para comercializar sus productos agrícolas, entre otras razones porque se ven confinados por grupos armados ilegales: “No hay salidas, o las que hay están vigiladas, controladas, hay líneas invisibles”. Antes vivieron recluidos por razones de la pandemia de Covid-19, pero son las restricciones arbitrarias las que más los afectan.
“No podemos ir a las cosechas, no podemos salir de nuestras casas, no podemos reunirnos en nuestros espacios autónomos, hay que parar toda clase de actividad con la guardia, con las escuelas, todo el proceso queda parado porque hay que acogernos a las reglas que nos dicta el conflicto armado”, precisa Cecilia.
Y justo por culpa de esa confrontación han perdido la vida dos líderes Zenú en los últimos tres años. El primero de ello fue Luis Enrique de la Cruz, asesinado el 6 de noviembre de 2019 en la vereda El Campanario; y Johnis Elian Jiménez, de la comunidad de Puerto Santo, acribillado por sicarios el 28 de abril de 2020.
“En este momento tengo dos autoridades locales que están en total desplazamiento por amenazas directas a ellos”, cuenta Cecilia, situación que respalda su llamado de atención: “Desafortunadamente a Cáceres no ha llegado esa paz que se prometió con la firma del Acuerdo de paz. Me atrevería a decir que después del acuerdo de paz no hemos mejorado, sino que ha empeorado la situación”.
Además, según esta lideresa, los proyectos prometidos para Cáceres a través de los programas pactados en el Acuerdo de Paz para atender comunidades víctimas del conflicto armado no se han cumplido a cabalidad.
“Estamos hablando del PNIS (Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos). Por ejemplo, teníamos la expectativa de terminar con los cultivos ilícitos de todos los municipios del Bajo Cauca, pero al ver el incumplimiento que tuvo el gobierno en muchos puntos del acuerdo, muchas familias se vieron obligados a seguir sembrando coca. Eso ha recrudecido más el conflicto en esta zona”, afirma Cecilia.
Esta Cacica Mayor también tiene que resolver asuntos propios de su comunidad, compuesta por cerca de 1.450 personas, entre mujeres, hombres, niños y niñas, en donde aún impera el machismo. Ella es la segunda mujer en llegar a ese cargo en los últimos 20 años y lleva poco más de siete meses al frente de su comunidad, luego de un trabajo comprometido de más de seis años.
“Hemos tratado de trabajar en ese tema del machismo con talleres de género, charlas educativas, pero erradicar una costumbre que se mantiene culturalmente es difícil”, reconoce la Cacica Mayor, pero reitera que se ganó esa designación “con mi sudor” y desde ese cargo tiene la oportunidad de sentarse con las organizaciones sociales y entidades estatales “para poder acompañar las comunidades que siempre ha sido mi reto”.
En defensa del Acuerdo de Paz
La firma del Acuerdo de Paz el 24 de noviembre de 2016 en Bogotá entre el Estado colombiano y la extinta guerrilla de las Farc, luego de cuatro años de negociaciones en La Habana, Cuba, generó amplias expectativas en diversas regiones de Antioquia y del país, pues en lo pactado habría posibilidades de comenzar a superar algunos de los problemas históricos, entre ellos el del agro y de las drogas.
No obstante, José Hernández, de la Asociación Campesina del Norte de Antioquia (ASCNA), lamenta, como lo hizo la Cacica Mayor del pueblo Zenú, los incumplimientos del gobierno nacional en fortalecer programas como el PNIS y en atacar la minería ancestral, situación que los llevó a marchar por las calles de Anorí a finales de abril de este año.
“Protestamos por el ataque a las dos economías nuestras: la minería, por ser ancestralmente minero, más de 400 años haciendo minería en el municipio, y la economía de los cultivos de uso ilícitos en unos acuerdos que llegamos con el gobierno, pero este le vuelve a incumplir a los campesinos”, cuenta José.
Por cuenta de lo uno y otro, al campesinado de esa región del Nordeste antioqueño se le ha dificultado volver a actividades lícitas, razón por la cual estarían reincidiendo en la siembra de cultivos de hoja de coca para uso ilícito.
“Es que no hay inversión social”, afirma este líder de ASCNA. Si bien reconoce que a muchos cultivadores les dieron 12 millones de pesos como parte de compromisos con el PNIS, “ese dinero se usó para subsistir, pero no se resolvió lo de las carreteras, la vivienda, proyectos productivos, todo lo que estaba acordado”.
Y José destaca que con lo único que ha llegado a la región es “el atropello militar para la erradicación forzada”. Y recuerda lo ocurrido el 21 de mayo de 2020 cuando en una operación del Ejército contra los cultivos de hoja de coca fue asesinado el campesino Ariolfo Sánchez, cuando este salía de su vivienda al patio de la misma, incluso, la comunidad denunció que las tropas querían impedir que recobraran el cuerpo para darle sepultura.
Las autoridades también han actuado contra la minería y destruido la maquinaria empleada en esas labores, acción que cuestiona José: “Con una retro no vive el mero dueño, sino que son cientos de personas alrededor de éstas, barequeros que cambian de turno para trabajar, un turno de cien [personas] por la mañana, otro de cien [personas] por la tarde. Es una gran pérdida cuando se quema una máquina porque son esas familias las que se quedan sin trabajo”.
José insiste: “El gobierno nacional tiene que invertir en estos territorios alejados donde hay minería y coca, no es sólo llegar con la Fuerza Pública, sino con inversión social; el problema no es la coca o la minería, es la falta de inversión social”.
Por su parte Antonio Cárdenas, también de ASCNA y líder de Anorí, insiste en el cuestionamiento al gobierno nacional por los ataques a minería: “Nosotros somos informales, eso es algo que hay que aclarar. Tratarnos como criminales es una palabra que no nos respeta”.
Y agrega que en varias zonas de Anorí se trabaja minería tradicional desde hace más de cien años y son perseguidos: “A nosotros nos preocupa porque llegaron grandes empresas a explotar grandes terrenos, a ellos no los atropellaron como a nosotros. Ahora que nosotros nos estamos comiendo las miserias, sí vienen a ver si nos logran quitar hasta esas miserias que quedaron”.
Para reforzar su argumento, Antonio recuerda que es minero tradicional desde hace varias décadas: “Yo me levanté con eso desde que un castellano de oro valía 2 mil 500 pesos y en este momento está alrededor de 800 mil pesos”.
Con respecto al PNIS, este líder detalla que en la vereda Concha Media, de donde es oriundo y a la que representa, arrancaron los sembradíos de hoja de coca como parte de los acuerdos, incluso lo hicieron personas que no estaban inscritos en ese programa.
“Queríamos tener una vereda limpia de coca”, dice Antonio. “Hace cuatro años que firmamos el acuerdo y los proyectos han llegado a medias. Estamos en la miseria: hablamos del millón 800 y se demoraron mucho para entregar; luego nos dieron elementos para el trabajo, pero compraron lo más ordinario y barato”.
“El campesino ya está reventado”, agrega este líder. “Es muy posible que se vuelva a sembrar porque no se cumplió con el pacto y ahora lo que hay es hambre. Da tristeza saber que nuestra vereda fue una de las que dejamos el territorio libre de coca, pero todo se incumplió”.
A las preocupaciones por esos incumplimientos se les suma la posibilidad de que se recurra nuevamente a la aspersión aérea con glifosato, tal como se hizo entre los años 2008 y 2015.
“Las del 2010 fueron las más bravas, no porque había cultivos, había potreros”, recuerda Antonio. “Los cultivos eran muy pocos, nos tiraron veneno y afectaron el cacao, el café, el pancoger. Después de eso, ha habido mucha dificultad para el cultivo, entran muchas pestes, las matas ya no crecen lo mismo. Por eso queremos más veneno en nuestro territorio”.
En razón de todo ello, José, compañero de Antonio en ASCNA, reitera que “aquí seguimos en pie de lucha por todos los compañeros que han muerto. Y vamos a seguir porque el liderazgo social en Colombia no puede acabar”.