Stefano Bottoni, historiador y autor de «Orbán, un déspota en Europa»
Por Steven Forti/Ctxt
Si aún no se habían dado cuenta de ello, en el corazón de la Unión Europea tenemos un régimen que en la práctica es autoritario. Su líder, Viktor Orbán, lo ha definido, más sutilmente, como “democracia iliberal”. Otros han hablado de “democratura” para explicar la mezcla entre democracia formal y dictadura. De Hungría nos llegan de vez en cuando algunas noticias –sobre la construcción de un nuevo tramo de la valla fronteriza para bloquear a los migrantes, sobre la aprobación de una nueva ley que restringe las libertades de algunos colectivos, sobre las propuestas de multas a Budapest votadas en el Parlamento Europeo por no respetar el Estado de derecho–, pero muy poco se dice, y muy poco sabemos, del sistema construido por Orbán y su partido, Fidesz, que gobierna con mayoría absoluta, desde hace más de una década. ¿En qué consiste este sistema de poder? ¿Qué bases sociales tiene? ¿Cómo ha podido Orbán destruir tan rápidamente las instituciones democráticas húngaras? ¿Hay grietas en este sistema? Y, ¿qué puede hacer la UE para frenar esta deriva iliberal? ¿Estamos aún a tiempo?
Hablamos de todo ello con el historiador Stefano Bottoni (Bolonia, 1977), profesor de Historia de la Europa Oriental en la Universidad de Florencia y, entre 2012 y 2019, investigador en el Instituto de Historia de la Academia Húngara de las Ciencias de Budapest. Bottoni es autor de Orbán. Un despota in Europa (Salerno Editrice, 2019), una biografía política del líder ultraderechista magiar y un estudio en profundidad de la historia de la Hungría post-comunista.
–¿Cómo puede un joven liberal convertirse en un par de décadas en un ultraderechista?
–Según sus adversarios políticos, la explicación sería una distorsión de su personalidad. Simplificando mucho, Viktor Orbán empezó bien, pero luego tomó un camino antidemocrático. Hay parte de verdad en esto, pero creo que no es suficiente para explicar el cambio dramático vivido no solo por Orbán, sino por toda una generación de exdisidentes anticomunistas liberales de la Europa centro-oriental. Debemos tener en cuenta que mientras tanto ha cambiado también el mundo a su alrededor: la desilusión por los resultados de la transición poscomunista explica también la creciente radicalización de esa clase política. Pero la interpretación de la patología individual no basta para entender lo que ha pasado. Que una persona que ha liderado la oposición liberal al régimen comunista de Kádár llegue a la conclusión de que lo que su país necesita es un sistema que tiene cierto parecido con aquel me parece sintomático. La respuesta a tu pregunta es, pues, compleja: por una parte, debemos empezar por él y su personalidad, por otra, debemos hacer un análisis crítico de la transición poscomunista en Hungría. Si no lo hacemos, es imposible entender por qué Orbán, tras su regreso al Gobierno en 2010, ha conseguido desintegrar en tan poco tiempo la democracia liberal para construir un nuevo sistema político.
–De hecho, ¿qué es hoy Hungría? ¿Una dictadura autoritaria en el corazón de la UE? En un ya famoso discurso de 2014, Orbán habló de “democracia iliberal”.
Definiciones como las de “régimen híbrido”, “democratura” o “democracia iliberal” tienen el riesgo de captar un fotograma, mientras que este proceso es una película. Lo que hay ahora no es igual a lo que había en 2012 o 2015: es una historia en evolución. Siguiendo la ciencia política no podemos definir la Hungría de Orbán como una dictadura: no solo no tenemos un partido único –hay una intensa competición electoral, aunque está viciada por los recursos económicos y mediáticos de los que dispone Fidesz–, sino que tampoco hay una represión masiva –tampoco en Rusia se utiliza con facilidad el recurso de los encarcelamientos masivos porque saben que son contraproducentes a nivel internacional–. Por un lado, el sistema implantado por Orbán es muy soft, por así decirlo. Por otro, es muy opresivo porque, sobre todo, en la esfera cultural y artística, el intento de imponer una cierta manera de pensar –las referencias a la Hungría cristiana, la tradición, un arte patriota que celebre los valores nacionales– ha generado en muchos artistas una fuerte inseguridad, también material. No hay que olvidar que todos los regímenes políticos de la Hungría del siglo XX atribuyeron una importancia enorme a dos sectores de la vida pública: arte y deporte. Los han subvencionado mucho, pero las subvenciones se distribuyen según lógicas de fidelidad y compatibilidad políticas. La intromisión en la universidad y los nuevos planes educativos han reforzado esta sensación de opresión. Para esto no hacen falta detenciones de la policía: basta con quitar el oxígeno. Muchos amigos artistas me comentaban que se sienten como en los años ochenta: conocen los mecanismos de adaptación y saben qué hacer para sobrevivir, pero son conscientes de que están recorriendo un camino de compromisos y pérdida de libertades. Esta es la tragedia más grande de la esfera cultural en Hungría, porque expresarse es realmente difícil. Y muy pocos hablan de esto. No es un tema sexy.
–¿Cómo ha conseguido Orbán construir este sistema de poder tan sólido en tan pocos años?
–Orbán no es un político nuevo. Empieza a hacer política en 1987-88, recién graduado, en la oposición al régimen comunista. En 1989 obtiene una beca de la fundación de Georges Soros que, por cierto, lo consideraba uno de sus pupilos y funda Fidesz –Movimiento de los Jóvenes Demócratas– con quien, al año siguiente entra en el Parlamento. En 1998 gana las elecciones y se convierte, con solo 35 años, en primer ministro. Es un momento importante ya que Hungría entra en la OTAN y se gestiona el ingreso en la UE, que tendrá lugar en 2004. En ese periodo, Orbán intenta buscar un equilibrio entre un conservadurismo moderno al estilo de Aznar o Angela Merkel y los orígenes democrático-liberales. Fidesz, gracias a la mediación de Berlusconi, entra en el Partido Popular Europeo. Este equilibrio se rompe de modo traumático en 2002, cuando pierde las elecciones, pasa ocho años en la oposición y elabora un programa de renacimiento nacional y superación de la fase de transición poscomunista. En realidad, Orbán no escondió nada de lo que se proponía hacer: quien fue a votar en Hungría en 2010 podía tener una idea bastante clara de lo que Fidesz haría si volvía al gobierno. Fue fundamental la insatisfacción por la pésima gestión económico-financiera de los gobiernos socialistas en los años 2005-2006 y el impacto de la crisis económica de 2008 que golpeó duramente al país. La explosión de la burbuja inmobiliaria dejó arruinadas a un millón de familias que se habían endeudado en francos suizos.
–Y en 2010 Fidesz gana las elecciones por goleada…
–Con el 53% de los votos, para ser exactos. Y, atención, con un partido de extrema derecha pura y dura, Jobbik, que obtiene otro 20%. El sentimiento antisistema es fortísimo en ese momento en el país. El elector medio espera un cambio radical. Y lo que Orbán empieza a hacer es lo que una parte del electorado efectivamente espera de él. La mayoría de dos tercios en el Parlamento le permite aprobar una nueva Constitución ya en 2011: en un par de años, Orbán logra implantar un nuevo sistema que será muy difícil de cambiar aunque haya en el futuro un cambio de gobierno. Es un sistema construido con una clarísima intención político-ideológica. Es una historia que viene de lejos: Orbán no es el último de la fila. Es un viejo zorro de la política europea. Es, diría, el político europeo con más experiencia: no tenemos a nadie, ni Merkel si me apuras, que ya jugara un papel político importante en su país a finales de los ochenta.
–Sistema de la Cooperación Nacional (NER en sus siglas en húngaro), este es el nombre oficial del sistema implantado por Orbán tras 2010. ¿Cuáles son sus bases?
–Hay mucho de eufemismo y retórica en este nombre. Es un sistema impuesto, ya que los partidos de la oposición no han sido ni consultados, y de tipo corporativo, donde la sociedad se divide en clases. Orbán y los suyos no utilizan ese término, aunque el marxismo lo ha estudiado muy bien: la tesis de final de carrera de Orbán está trufada de citas de Gramsci. El concepto de hegemonía lo aprendió muy bien y lo ha aplicado políticamente. En el NER hay una extraña mezcla de asistencialismo clientelar con un profundo control del territorio y la utilización de los trabajos socialmente útiles como chantaje. No olvidemos que una tercera parte de la población húngara vive en una condición de dependencia del Estado. Y, elemento clave, tenemos a los jubilados, que son el cuerpo social más compacto, y que son tres de los ocho millones de electores en Hungría. Los jubilados no solían votar por Fidesz, pero han sido cruciales dos cuestiones. En primer lugar, mientras bajaba los salarios, recibiendo el aplauso del FMI y el Eurogrupo, Orbán ha mantenido las pensiones siempre indexadas con el IPC para que no perdiesen su valor. En segundo lugar, en 2015 ha sido fundamental el giro identitario a partir de la crisis de los migrantes. Los jubilados ven mucho la televisión y ésta mostraba constantemente las imágenes de los migrantes y eso comportó una oleada de pánico identitario y de miedo de ser invadido. El deseo de protección individual y colectiva fue fundamental. Pero Fidesz es también el partido de la nueva burguesía húngara que se lucra con las inversiones públicas que dependen, en gran medida, de los fondos europeos: aquí tenemos un círculo vicioso. La UE, aunque critica a Orbán, es la mayor financiadora de su sistema y ha alimentado esta burguesía. Hablamos de decenas de miles de personas que son las principales beneficiarias de los programas para la compra de vivienda y de exención fiscal para familias numerosas. Se trata de personas ideológicamente cercanas a Fidesz o que se benefician tanto del sistema que siguen apoyando a Orbán. En suma, las bases del sistema son muy distintas: esto explica que obtiene más del 60% de los votos en las áreas rurales, pero también en una ciudad cosmopolita como Budapest llega al 35-40%.
–Sistema clientelar con bases heterogéneas, control del 90% de los medios de comunicación del país, mordaza a las universidades y un largo etcétera. Parece realmente un sistema muy sólido. ¿No hay grietas o puntos débiles?
–Bueno, existen, o al menos se perciben, algunas grietas. Por un lado, hay una notable corrupción. Es cierto que en Hungría no es un fenómeno nuevo y tampoco es percibido como un problema a nivel social, ya que los húngaros piensan que todos los políticos roban. Lo que pasa ahora es que algunos de los oligarcas cercanos a Fidesz están construyendo verdaderos imperios que molestan a nivel público. Y a Orbán le cuesta cada vez más frenar los apetitos de los oligarcas locales, una característica típica de estos sistemas que puede llevar a desestabilizarlos. La segunda cuestión es su postura en política exterior. La sociedad húngara no ha entendido nunca de verdad el capitalismo: ha razonado y sigue razonando más bien en términos de socialismo de Estado o se ha adaptado a un capitalismo sin reglas, de rapiña. Ahora bien, el 75-80% de la población está satisfecha con la UE. En realidad, es una paradoja: en un país donde los gobernantes no hacen otra cosa que disparar cada día contra Bruselas, gran parte de los mismos electores de Fidesz se sienten europeístas y, aunque puedan ver positivamente las buenas relaciones de Orbán con Putin, Xi Jinping o Erdogan, tienen muy claro que no quieren vivir como en Rusia, China o Turquía. Este puede ser un problema para el Gobierno, porque en los últimos años Orbán se ha acercado mucho a Pekín y Moscú. Un ejemplo: por un lado, ha permitido la construcción del campus de la universidad china de Fudan en Budapest y, por el otro, ha expulsado del país a la CEU, la universidad liberal fundada por Soros. Esto ha generado en parte de la opinión pública un fuerte rechazo. Se percibe una erosión. Además, hay generaciones de jóvenes húngaros –que han “nacido” con Orbán y no tienen ninguna memoria del régimen comunista– que se sienten muy insatisfechos: la campaña contra el movimiento LGTBI, encabezada por el Ejecutivo, atemoriza. Hace tres o cuatro años ha habido un giro en la ideología oficial: antes Fidesz no quería meterse en lo que la gente hacía con su vida privada –desde al aborto a otros temas bioéticos sensibles–, mientras que ahora se recurre también a estos temas y esto conlleva una radicalización del discurso público. Pero, al mismo tiempo, muestra una posible debilidad del gobierno que necesita utilizar estas armas para mantenerse en el poder.
–¿Esto puede tener consecuencias en las elecciones generales de la primavera de 2022?
–Nadie de Fidesz piensa ganar otra vez por goleada. La oposición tiene una posibilidad casi irrepetible: ha construido un frente muy amplio e intentará canalizar toda la insatisfacción existente. Pero no va a ser fácil. Además, un cambio de sistema pondría en riesgo la fortuna de decenas de miles de personas. Esto es un problema que puede radicalizar aún más a Fidesz. No quiero adelantar nada, pero me cuesta imaginar un traspaso de poderes limpio y sencillo. Lo que está en juego es ya demasiado: este no es sencillamente un gobierno, es un sistema de poder, es una casta enorme, un conglomerado social demasiado amplio. Orbán y los suyos tienen mucho que perder.
–A nivel internacional, ¿a qué juego está jugando Orbán?
–La lógica primaria es la conservación del poder. La izquierda lleva tiempo afirmando que en realidad está preparando la salida de la UE, pero me cuesta imaginar que este puede ser su verdadero objetivo. La UE es fundamental para Orbán: porque es un enemigo fácilmente identificable y muy fácil de atacar en el plan mediático interno, y porque continúa financiando al país a través de los fondos comunitarios. Este es el problema fundamental y la gran paradoja. No veo por qué Orbán debería cambiar de estrategia ya que la jugada le ha salido redonda. Además, los chinos no desembolsan mucho dinero y Putin tiene otros problemas. No hay grande fuentes alternativas de recursos económicos. Si había en realidad un proyecto de Orbán, era el de convertirse en el líder político alternativo de la UE, el jefe de la derecha europea. Lo intentó en las europeas de 2019, pero en dos años no ha conseguido poner de acuerdo a las formaciones nacionalistas europeas, aún muy divididas. Orbán no ha superado su propia sombra: sigue siendo el líder de un pequeño país centroeuropeo. Ahora se está dedicando más a la política interior, pero con el objetivo de quedarse en el poder mucho tiempo.
–¿El sistema de Orbán puede ser exportable? ¿Las demás extremas derechas europeas pueden convertirlo en un modelo al que mirar una vez en el gobierno?
–En parte ya se ha exportado. En los Balcanes la influencia húngara es muy fuerte. El gran banco húngaro, OTP, se ha convertido en el principal banco de Eslovenia y el grupo petrolífero MOL en el segundo distribuidor del país. La presencia húngara en Serbia, Montenegro, Bosnia o Macedonia es muy significativa. Y se mira también con interés el modelo político. El aura de Orbán ha superado las fronteras nacionales. Ahora bien, este sistema es difícilmente exportable más allá de la línea Viena-Berlín por la diferente percepción que los políticos de derecha tienen de las cuestiones identitarias: en muchas cuestiones de derechos civiles, el político holandés más de extrema derecha es, comparado con un diputado de Fidesz, casi de izquierdas.
–¿Qué debería hacer entonces la UE para frenar y revertir la deriva antidemocrática en Hungría?
–La única arma que parece eficaz es la económica. Cuando esta primavera la UE anunció un aplazamiento de la aprobación del Plan de Recuperación húngaro, la reacción fue de gran irritación en Budapest porque el gobierno debería adelantar el dinero de todos los proyectos. Este sistema es un monstruo que devora continuamente recursos: para alimentar la máquina del consenso necesita de ideología, pero también de mucho dinero. Si se interrumpe el flujo de dinero vía fondos de la UE, para Orbán es muy difícil sustituirlo con otro. Ahora bien, es difícil porque una parte de estas transferencias europeas son prácticamente automáticas y no se pueden interrumpir por razones ligadas a la violación de los derechos. En Bruselas se deberían poner en marcha prácticas nuevas. Es un terreno inexplorado, pero hemos roto muchos tabúes con el brexit. Que un miembro de la UE pueda ser expulsado no debería ser impensable, pues. Lo que Hungría ha hecho y Polonia ha imitado nos hace entender que el Estado de derecho ya no importa tanto como antes en muchos países de la Europa oriental. La alternativa sería acostumbrarse a una Europa a diferentes niveles y a una membresía de tercera categoría. Es decir, que Bruselas se conforme con tener, entre el núcleo duro de la Unión y Rusia, una franja de países con una democracia fuertemente limitada con funciones de seguridad. Es un razonamiento legítimo, pero es muy decepcionante visto con la perspectiva de las ilusiones democráticas suscitadas tras 1989. La UE se convertiría en un contenedor muy poco vinculante de países que, en su historia y constitución interior, tienen muy poco que compartir el uno con el otro. ¿Dónde acabarían todos los discursos sobre construir una Unión más fuerte y estrecha?