La información internacional ya no consigna tanto las destructivas guerras y querellas entre las naciones sino más bien las catástrofes medioambientales que se suceden y multiplican en todo el orbe. Además de la pandemia del Coronavirus, los seres vivos mueren y enferman por millones a causa de los incendios forestales, las inundaciones, las sequías y hasta los derrumbes de edificios, puentes y otras obras o estructuras que se creían inexpugnables.
Recién conocemos el Sexto Informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) que concluye en que el calentamiento de la atmósfera, las lluvias torrenciales, los huracanes, el derretimiento de los glaciares y otros fenómenos tienen como principal causa la acción del ser humano. Al año 2050, el balance va a ser mucho peor de lo calculado por las comunidades científicas y muy probablemente todo lo que se haga por reemplazar las energías sucias por las limpias y renovables, no lograría salvar muchos ecosistemas irremediablemente desbaratados por el desenfrenado consumismo y la codicia de aquellas actividades que no vacilan en destruir la naturaleza en su afán de lucro y enriquecimiento ilícito.
Incluso en Chile, todo lo que ya se hace para cambiar nuestra matriz energética parece insuficiente y tardío. Ni siquiera en materia de legislación los que toman decisiones son capaces de consolidar acuerdos efectivos y consensuados ante la magnitud de la crisis. La llamada institucionalidad medioambiental simplemente no funciona y sus diversas instancias ceden con facilidad a las presiones empresariales e intereses políticos. Alcaldes, gobernadores y jueces son seducidos con tanta facilidad como los propios gobiernos, parlamentarios y partidos.
De forma paralela al informe del IPCC, en Coquimbo se acaba de aprobar el denominado proyecto Dominga que se propone una severa intervención en el ecosistema marítimo de la zona a fin de desarrollar otro codicioso proyecto minero portuario. Con apenas un voto en contra, los miembros de Comisión Ambiental de la Región acogieron un reclamo del principal grupo accionista de la iniciativa, la familia Délano, ante los cuestionamientos que se le hacían a su propósito. Recordemos que años atrás el máximo ejecutivo de esta inversora estuvo procesado y condenado por sobornar a varios parlamentarios. De manera que ahora no hay que ser mal pensado para sospechar de las “influencias” que puede estar ejerciendo este grupo empresarial en favor de una iniciativa ampliamente resistida por la población.
A lo anterior se agrega lo que está sucediendo en la apacible ciudad de Limache, por ejemplo, donde un monstruo inmobiliario está a punto de destruir una de las avenidas de mayor riqueza arquitectónica e histórica para levantar 80 departamentos, varios locales comerciales y centenares de estacionamientos en el bello barrio patrimonial de San Francisco. Un proyecto que, como el anterior, también promete y alucina con su oferta de “mano de obra” y progreso para los habitantes de la zona. Un caramelo siempre muy apetecido por los municipios y la indolencia de los políticos de todo nivel.
Muchos confían esperanzados en que serán el propio Gobierno y la Corte Suprema los que se opongan finalmente a la consecución de estos despropósitos, como aquel que nos anuncia la reapertura de una central termoeléctrica que ya había sido apagada. Sin embargo, se sabe que la corrupción está plenamente entronizada en todos los poderes del Estado, así como en las patronales empresariales, por lo que se teme que las demandas medioambientalistas vuelvan a ser desestimadas. Especialmente cuando vienen tantas elecciones en que partidos y candidatos procuran frenéticamente hacer “caja” por cualquier medio a fin de solventar sus campañas, ya que siempre estiman insuficiente, en comparación al tamaño de sus ambiciones, los recursos que les entrega el Servicio Electoral.
Con ley o sin ella, son los pueblos los llamados a frenar los disparates que penden de un hilo la suerte del Planeta, exigiendo la inversión pública y privada en el desarrollo de las energías sustentables, además de oponerse a todo “emprendimiento” que dañe los equilibrios medioambientales, como a exigir el reemplazo del plástico especialmente en los envases de alimentos, entre tantas otras tareas que la ciencia y la tecnología nos sugieren para salvar la vida. La experiencia mundial y nacional nos demuestran que los estados pueden hacer mucho, pero muy poco comparado con lo que pueden lograr los pueblos conscientes organizados y movilizados. La urgencia es tan imperiosa que hasta la fuerza se hace ahora propicia y legítima para ponerle fin al ecocidio.
Sabemos que la iniciativa privada, al igual que la estatal, no podrían realizar proyectos repudiados y cercados por los habitantes de cada pueblo, región o país. De esta manera, nada debiera hacernos cómplices del descalabro ambiental que se expresa con especial crudeza en países como en nuestro y que paradojalmente cuentan con los mejores recursos del planeta para reemplazar el petróleo y el carbón por energía eólica, solar, la fuerza de las mareas, la geotermia y otros recursos limpios y renovables. Alternativas que pueden llegar a ser muy rentables, por lo demás, en su producción y distribución.
La urgencia avala la radicalidad que necesariamente deberemos ejercer en la defensa del medio ambiente y la vida si es que no basta con la ley. Más todavía cuando llegamos tan tarde a las soluciones, si consideramos que la advertencia científica ya se hizo notar en diagnósticos tan severos como en los de aquel coloquio mundial del Club de París, realizado en 1972. Oportunidad en que los más calificados expertos le auguraron al mundo una vida decente por solo dos o tres décadas más, de prevalecer en la economía la estrategia del desarrollo capitalista y el consumismo desenfrenados.