Por Sergio Rodríguez Gelfenstein*

La llegada al poder de los talibán en Afganistán, no solo marca la derrota de Estados Unidos en la guerra más larga de su historia, más importante aún es que pone formal colofón al intento estadounidense de implantar un sistema internacional unipolar tras los atentados terroristas en ese país el 11 de septiembre de 2001.

Este hecho motivó que la administración estadounidense declarara la guerra al terrorismo y a todos los países que protegieran a terroristas, en lo que denominó “Operación Libertad Duradera”, señalando a Osama Bin Laden como el principal sospechoso de los ataques y al gobierno talibán de Afganistán, como su protector. Tal decisión estableció el riesgo de que la agresión de Estados Unidos pudiera extenderse (como efectivamente ocurrió) a otros países de Asia Central, Asia Occidental e incluso el norte de África utilizando el subterfugio del “terrorismo islámico” como instrumento.

Tal decisión condujo a trascendentes cambios en el sistema internacional. En el trasfondo, Washington trataba de definir a su favor la disyuntiva entre un mundo multipolar y uno unipolar que se resolvió a favor de este último. Estados Unidos emergió como única potencia mundial con el apoyo de todos para luchar contra el nuevo «comunismo» ahora denominado «terrorismo». Las declaraciones de Bush del 11 y 12 de septiembre de 2001 y sobre todo la del día 20 de septiembre de ese año son -al igual que la Declaración Monroe y el Destino Manifiesto del siglo XIX y las 14 medidas de Wilson en el XX- el elemento ordenador y de principios de la política exterior de Estados Unidos para el siglo actual.

Lo que podríamos denominar Doctrina Bush de política exterior de Estados Unidos se caracterizó entre otras cosas por las siguientes definiciones: La utilización de cualquier arma de guerra que sea necesaria; la prolongación en el tiempo de las operaciones militares; la obligación de los países de asumir una postura ante la decisión de Estados Unidos que no dejaba espacios a posiciones alternativas: “Cualquier nación, en cualquier lugar, tiene ahora que tomar una decisión: o están con nosotros o están con el terrorismo” dijo Bush. Era la definición de un mundo falsamente bipolar. Los nuevos polos serían Estados Unidos y el terrorismo. Ante la imposibilidad de estar con el terrorismo lo que hizo fue imponer por primera vez en la historia un mundo unipolar.

Así mismo, la Doctrina Bush se caracterizó por la exacerbación de sentimientos nacionalistas y militaristas y por el involucramiento de todos los países y pueblos en el conflicto al afirmar que: ”Esta es una lucha de todo el mundo, esta es una lucha de la civilización”. Igualmente, había que aceptar que, en el marco de un mundo unipolar Estados Unidos era el líder indiscutible: “Los logros de nuestros tiempos y la esperanza de todos los tiempos dependen de nosotros” dijo Bush. Finalmente, la necesaria inspiración divina encarnada también por Estados Unidos: “No sabemos cuál va a ser el derrotero de este conflicto, pero sí cuál va a ser el desenlace […] Y sabemos que Dios no es neutral”.

Este nuevo paradigma hizo que la agenda política internacional sufriera un cambio radical puesto que la atención de las naciones se centró primero en las manifestaciones de apoyo y solidaridad con el gobierno estadounidense y en secundar su propuesta de conformar una coalición para enfrentar al terrorismo; sin embargo, a posteriori la atención giró en torno a la seguridad nacional.

Esto es lo que se ha desvanecido abruptamente el pasado 15 de agosto cuando los talibán entraron en Kabul. Mucho se podría hablar de lo que ha ocurrido en los últimos 20 años, ríos de tinta se han vertido buscando explicación a los hechos vertiginosos que comenzaron el 6 de agosto con la captura de la ciudad de Zaranj, capital de la provincia de Nimroz en el suroeste del país, junto a la frontera con Irán, primera capital provincial que los talibán ocuparon en su indetenible marcha hacia Kabul, conquistada el domingo ante el estupor de las fuerzas de ocupación y los gobiernos occidentales.

De alguna manera, la victoria talibán, también es un duro golpe a la doctrina de pivote asiático de Obama quien en 2011 declaró que Estados Unidos sería una potencia en los océanos Índico y Pacífico a partir de lo cual ha hecho gigantescos esfuerzos –sin mucho éxito- para construir un bloque de países asiáticos contra China.

Han pasado muy pocos días para intentar hacer un trazado cierto de los escenarios que pudieran sobrevenir en Afganistán en sus futuros inmediato y ulterior. En gran medida, dependerá del comportamiento de la dirigencia talibán en el sentido de dar pruebas o no de un cambio respecto de su actuar cuando fueron gobierno entre 1996 y 2001. Aunque resulte paradójico, es más viable evaluar el impacto de los hechos ocurridos en una perspectiva regional y global.

En general, el dispositivo militar estadounidense en Asia Central, Asia Occidental y el norte de África ha sufrido un golpe mortal y deberá recomponerse a partir de nuevos criterios, buscando nuevos enemigos y estableciendo alianzas de nuevo tipo, porque el territorio al que arribaron con total impunidad en el año 2001 y su entorno, ahora tienen una configuración política y geoestratégica totalmente distinta.

Esta aseveración viene dada sobre todo, por la existencia de una Rusia fuerte y activa en el escenario regional, muy diferente al país enclenque cuya conducción era recién asumida por Vladimir Putin después de la desastrosa y entreguista gestión de Boris Yeltsin. Así mismo, China la otra gran potencia regional, ya no es aquel país marginal que luchaba por su sobrevivencia económica y por ganarse un puesto real entre los grandes poderes del planeta.

Precisamente cuatro meses antes de la invasión estadounidense, en junio de 2001, con visión futurista ambos países junto a Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán crearon la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) como instrumento conjunto para garantizar la seguridad regional, ante las amenazas de terrorismo, separatismo y extremismo. Con posterioridad, se incorporaron a la OCS, Uzbekistán, India y Pakistán como miembros plenos y el propio Afganistán, Bielorrusia, Irán y Mongolia como observadores, de manera tal que el entorno regional de Afganistán está integrado bajo una lógica de seguridad que apenas daba sus primeros pasos cuando el presidente George W. Bush lanzó la operación “Libertad duradera” el 7 de octubre de 2001.

En el ámbito regional, los acontecimientos en Afganistán hacen muy difícil suponer que Estados Unidos logre sostener por mucho más tiempo su presencia en Irak y Siria. Así mismo, la guerra que sostiene su aliado Arabia Saudí en contra de Yemen pareciera tener los días contados. Igualmente, al estar Europa vinculada a través de la OTAN a los planes de guerra de Estados Unidos en todo el mundo, se verá obligada a reconfigurar su lógica bélica injerencista en África ( en particular en Libia) y Asia Occidental. Por supuesto, las causas palestinas y saharaui en contra de la ocupación israelí y marroquí respectivamente, cobrarán nuevos bríos.

En el contexto asiático, donde la integración económica, financiera y comercial se constituye en la más dinámica, efectiva y la que más crece en el planeta, difícilmente tendrá éxito la política estadounidense de aislar a China. Los países del sureste y del centro de Asia no van a arriesgar las trascendentes relaciones que han establecido con la mayor potencia regional, solo para dar felicidad a los inquilinos de la Casa Blanca. En este sentido, lo más probable es que ahora, liberado de la tutela de Estados Unidos que lo impedía, Afganistán se sume a sus vecinos estableciendo vínculos de primer orden con China, Rusia e Irán.

En este sentido, y en lo que pudiera ser una orientación general que podría asumir el nuevo gobierno en materia de política exterior, cuando ya vislumbraban el fin de las operaciones que los llevaron a la captura del poder, se apresuraron a visitar Rusia el 9 de julio y China el 27. En Moscú, anunciaron que el 85% del territorio del país estaba bajo su control, lo que generó incredulidad entre las autoridades y la opinión pública de Occidente. Ahora, los que quieren buscar explicación acerca de la “acelerada” ofensiva que los llevó a Kabul, podrán darse cuenta que no fue tan acelerada. Nótese, más de un mes antes del desenlace ya tenían ocupado el 85% del país.

Es la razón de que Rusia tampoco esté sorprendida por los hechos recientes. Nadie ha visto diplomáticos rusos rescatados en helicópteros ni colaboradores de la embajada colgados del tren de aterrizaje de los aviones. Dos días antes de la llegada de los talibán a Moscú, el canciller Serguei Lavrov de visita en Laos afirmó que su país estaba “observando de cerca lo que está sucediendo en Afganistán, donde la difícil situación tiende a deteriorarse rápidamente, incluso en el contexto de la salida apresurada de las tropas estadounidenses y de la OTAN”. Ojo, dicho, más de un mes antes de la llegada de los talibán a Kabul. A continuación, Lavrov dio la explicación más certera de la causa de los hechos que habrían de sobrevenir: “No pudieron lograr resultados visibles a la hora de estabilizar la situación durante las décadas que pasaron allí”.

En China, dos semanas después, los talibán se reunieron con el canciller Wang Yi a quien dieron garantías de que a su llegada al poder deseaban “tener buenas relaciones con China con la expectativa de su participación en el proceso de reconstrucción y desarrollo de Afganistán” asegurando que no permitirían que “ninguna fuerza use el suelo de Afganistán para dañar a China”. Vale repetirlo, para los que se sorprenden de la “rápida” ofensiva talibán, deben saber que un mes antes de ocupar el palacio presidencial de Kabul, ya estaban haciendo compromisos de Estado con dos de las potencias integrantes del Consejo de Seguridad de la ONU, casualmente las dos que tienen presencia regional directa en el área.

Es verdad que ahora China podría tener preocupaciones porque una situación de inestabilidad en Afganistán pueda extenderse a Xinjiang y generar dificultades en las inversiones relacionadas con la Ruta de la Seda, pero en las condiciones actuales, lo cierto es que la única fuente de inversión y comercio que pueda tener el gobierno talibán para el desarrollo de su país está vinculada a su incorporación plena a dicho magno proyecto.

En el debate sobre los escenarios probables, no se puede obviar que la huída estadounidense de Afganistán, pudiera dar paso a un mayor protagonismo de sus agencias de inteligencia a fin de estimular a fuerzas terroristas que aún subsisten en el país, con el objetivo de que operen contra Irán, China y Rusia. Pero, vale reiterarlo, los talibán necesitan reconstruir el país y el apoyo económico de China es invaluable, sobre todo ahora que –como ya es tradicional- Estados Unidos anunció la apropiación de las reservas de oro de Afganistán que están bajo su control. Habría que agregar que Occidente y las instituciones financieras bajo su control ya informaron de la cancelación de todo tipo de ayuda para el país centroasiático.

En el contexto, el vocero de la cancillería china Hua Chunying afirmó el lunes 16 que su país “respeta los deseos y decisiones del pueblo afgano” y que esperaba que tal como lo han dicho los talibán, hagan una transición bajo un “gobierno islámico abierto e inclusivo”. El funcionario chino agregó que sería deseable que el nuevo gobierno tome “medidas enérgicas contra todo tipo de actividades terroristas y criminales y permita que el pueblo afgano se mantenga alejado de la guerra y reconstruya su hermosa patria”. Para los que no sepan cómo se maneja una diplomacia con seriedad, Hua hizo saber que “China mantuvo contacto y comunicación con los talibán respetando la soberanía del país…”

Una situación muy distinta es la que muestra Europa. Su decisión de actuar como “furgón de cola” de la política guerrerista de Estados Unidos en el mundo los ha llevado a la vergüenza y al ridículo. Podría ser este hecho el detonante de una crisis de identidad en torno a la necesidad de tener política propia en materia internacional y de seguridad.

Nadie lo ha dicho más claro y contundente que las autoridades alemanas. Sin paliativos, la canciller federal Ángela Merkel reconoció su propio fracaso, al mismo tiempo que sin sufrir bochorno alguno dio cuenta de la subordinación de Alemania y Europa a Estados Unidos al afirmar que: «Siempre dijimos que nos quedaríamos si los estadounidenses se quedaban» y puntualizó que la decisión de abandonar Afganistán fue «esencialmente tomada por Estados Unidos» considerando que se debió a «razones de política interna». Muy tarde descubrió Merkel que “las fuerzas armadas afganas no estaban atadas al pueblo [y que] no funcionó como pensábamos”. Sabiendo que abandona el cargo y se retira de la política no tuvo contratiempos para afirmar que la intervención internacional más allá de las operaciones antiterroristas, ha sido «un esfuerzo sin éxito».

Su ministro de relaciones exteriores Heiko Mass fue incluso más preciso, al asegurar que “el gobierno federal, los servicios de inteligencia y la comunidad internacional habíamos juzgado mal la situación en Afganistán”. Por supuesto, cuando habla de comunidad internacional se refiere a la OTAN y sus aliados. Sin mucho sentido del momento, afirmó con amargura que “sin las fuerzas estadounidenses y sin un compromiso más amplio de la OTAN, el despliegue del ejército alemán no tenía mucho sentido”.

Mucho más vergonzoso es el papel jugado por los que solo acuden al llamado para ganar indulgencias del hegemón. En este sentido, el caso de España es patético. En una editorial del diario El País de Madrid del pasado lunes 17 de agosto se expone una queja al referir que los hechos no habían ocurrido como se habían previsto y que le corresponde a Estados Unidos “explicar qué y por qué”, para terminar gimoteando sin sonrojo porque el desastre que ha sobrevenido en Kabul no solo ha puesto en peligro a los soldados estadounidenses: “España tiene que improvisar en horas una repatriación de medio millar de personas”. Es decir, ni siquiera les avisaron que se iban y los dejaron a su libre albedrío después de ser usados como carne de cañón durante 20 años. Así tratan los amos a los esclavos complacientes.

En el plano interno de Estados Unidos, la popularidad de Biden ha llegado al punto más bajo desde el inicio de su mandato, cayendo a menos del 50%. Aunque debe decirse que se vio obligado a hacer lo que sus antecesores no tuvieron el valor político de asumir, es claro que su política está ausente de visión estratégica, lo cual augura un avance más rápido de la decadencia imperial. Su economía no mejora y esta decisión -encaminada a eliminar un gasto innecesario en su presupuesto- es solo un paño tibio para tratar de curar la gangrena política, económica, militar y moral que aqueja al imperio.

 

*Publicado por Politika