Los próximos procesos electorales de la política chilena van a determinar quienes lleguen a La Moneda, definir cuáles serán los nuevos senadores y diputados de la República, además de los centenares de consejeros regionales cuya elección quedó pendiente después de los recientes comicios de gobernadores, alcaldes, concejales u otros. Oportunidad en que se determinaron, también, los 155 integrantes de la Convención Constitucional.
Debemos ser uno de los países con más representantes del “pueblo”, en relación al tamaño de nuestra población de poco menos de 20 millones de habitantes. Asimismo, pocos ciudadanos del mundo deben demostrar tanto interés por constituirse en autoridades políticas, preocupación que en otros estados se limita a los partidos políticos que nunca, por lo demás, suelen ser tantos como aquí, donde fácilmente se pueden contar más de treinta agrupaciones de derecha, centro e izquierda, si es que todos estos pueden ser catalogados de esta manera.
En los últimos días, de todas las primarias, consultas ciudadanas y conciliábulos cupulares terminaron resultando nueve postulantes presidenciales y miles de candidatos al Congreso Nacional, en toda una onerosa faena que se catalogó de “fiesta de la democracia”, pero que en total no comprometió a más de tres o cuatro millones de personas de los de 12 o 13 que estuvieron convocados. En este sentido, la epifanía se concentró en los que están interesados en lograr un cupo electoral, así como en las programaciones televisivas especiales, pero no logró interesar a la inmensa mayoría de chilenos estresados por el desempleo, el trabajo mal remunerado, la pandemia y los peligros de una cotidianeidad en que campean el crimen organizado, los narcodelitos y tensiones sociales cada vez más virulentas en la Araucanía y otros puntos del territorio.
A lo anterior, y sirva también como explicación, hay que sumar que el estado chileno gratifica muy bien a quienes llegan La Moneda, al Poder Legislativo, a los municipios, a las embajadas y a ese conjunto de instituciones y empresas del Estado que disponen de administradores de carácter político que no se derivan necesariamente por sus méritos. Aunque es justo aclarar que en los últimos años se han implementado leyes y prácticas tendientes a que a los altos cargos de la llamada burocracia sean definidos por concursos y procedimientos más serios y formales. Sin embargo, como estamos en Chile, sabemos que con la ley han surgido las trampas para vulnerar lo convenido.
Ser parlamentario, edil, embajador o estar incorporado a la planilla ejecutiva y los directorios del Banco del Estado, de Codelco y otros organismos resulta un enorme beneficio para quienes, además, retienen muchas veces sus cargos por cuatro, ocho o más años. Como ha sido varias veces comprobado, un parlamentario o un ministro en Chile puede ganar más que un colega en Estados Unidos, Alemania y los países más ricos y poderosos de la Tierra, pero además de su sueldo, sabemos que la posesión de las altas funciones facilita a sus titulares aprovechar apetecidas oportunidades de negocios, cuando no acceder a esas coimas que las grandes empresas disponen para cogobernar con el Ejecutivo, el Parlamento e influir en las decisiones judiciales. Las remuneraciones de los altos cargos del Estado sobrepasan por lo menos cinco veces el ingreso promedio de los trabajadores chilenos y mucho más, todavía, cuando se trata del salario mínimo. Brecha que no existe, por supuesto, en las democracias serias y acaso en las mismas dictaduras del mundo.
Cuento aparte es formar parte de las cúpulas uniformadas, donde la malversación de los caudales públicos, sobresueldos y privilegios previsionales y de salud, por ejemplo, son el pan de cada día. Es cosa de sumar cuántos militares, altos policías y otros están imputados actualmente por sus fraudes al fisco y otras prácticas de corrupción en una siniestra realidad que involucra e integra también a muchos civiles que tienen directa relación con nuestros institutos armados, relación que es muy placentera para muchos de los políticos. Ya nadie se atreve a decir que Chile es un país honrado en relación a otros de América Latina y del mundo. Quedaron, ciertamente, muy atrás aquellos años en que hubo gobernantes que abandonaron pobres el palacio gubernamental, renunciaban a su dieta parlamentaria y se demostraban insobornables en relación a las propuestas públicas y la contratación de empresas encargadas de desarrollar obras de infraestructura o viviendas populares. Ha quedado demostrado que construir un hospital o un colegio resulta mucho más caro en Chile que en muchos otros países de la Tierra. Cuando no culminan en puentes, grupos habitacionales, carreteras, líneas férreas y otras que colapsan en muy poco tiempo a causa de la falta de probidad de los constructores nacionales y extranjeros siempre al acecho del erario fiscal.
A todo nivel social existe ansiedad por alcanzar cargos públicos. Incluso ahora no faltan los grandes empresarios como Sebastián Piñera que manifiestan su interés por un ministerio o escaño legislativo. Ello se demuestra en la enorme oferta de candidatos, entre los cuales no pocos se cambian de partido o han creado otros a objeto de obtener cupo en las papeletas. Precisamente entre los propios candidatos presidenciales se puede descubrir tal mutabilidad, lo que se explica también en la consistencia ideológica y falta de proyecto histórico de las colectividades. Si hasta tenemos postulantes sin programa alguno y otros que hasta ofrecen dinero y viajes de resultar electos. Ni qué decir los que quedaron “colgados de la brocha” como dice el dicho, al decidirse militar en algunos referentes que los utilizaron y posteriormente se sacudieron de ellos. Se sabe que dos ex candidatos presidenciales que buscaron nuevo domicilio político para extender sus pretensiones electorales han quedado en la orfandad misma.
Es iluso pensar que ante tanto postulante aumente sustantivamente la concurrencia a las urnas, a no ser que se reestablezca el sufragio obligatorio. Seguramente, se van a mantener o variar muy discretamente los altísimos índices de abstención, en un país que en el pasado hasta podía ufanarse del gran espíritu cívico de su población. Porque hoy son contadas las excepciones de los dirigentes que tienen propuesta y efectiva vocación de servicio público. A lo anterior, consignemos la desvergonzada dispersión de los sectores autodefinidos como izquierdistas o progresistas, lo que hace muy probable que termine favoreciendo la continuidad de la derecha en el Gobierno.