Las derrotas estratégicas nunca son una sorpresa. Vienen determinadas desde el inicio.
Los países que definen el rumbo de la historia son tan fuertes como el más débil de sus líderes. Esto debería ser un axioma a tomar en consideración frente a los resultados catastróficos de la geopolítica de los imperios. De hecho, el rumbo de las acciones intervencionistas fuera de sus territorios suele estar determinado por un poderoso sentimiento de orgullo y la ambición sin límites de un grupo de individuos en un momento determinado, lo cual conduce al peligroso callejón del poder absoluto y la anonimia en la toma de decisiones. Es decir, sus instancias de control han alcanzado dimensiones y complejidades tan extremas, que en ellas se pierde la responsabilidad directa sobre las acciones que afectan de manera directa al presente y futuro de naciones en cualquier punto del globo. Durante siglos, el mundo ha presenciado cómo las grandes potencias se benefician con la miseria, la muerte y las riquezas robadas a pueblos más débiles sin pagar por ello.
De esas confrontaciones, diseñadas y manipuladas desde despachos inaccesibles lejos del terreno, se trazan los destinos de millones de seres humanos, quienes deben hacer frente a las peores amenazas, totalmente ajenos a los planes de dominación económica y política concebidos sobre un tablero. Cuando las cosas se tuercen -como sucede cada vez que se juega a dios- esos pueblos caen en la espiral de la destrucción de sus culturas, sus sueños y sus vidas. Los responsables del desastre solo retiran a sus peones, empacan sus instrumentos de aniquilamiento y, sin perder más que las vidas consideradas “daños colaterales propios”, terminan culpando a sus aliados por el fracaso de sus planes.
En donde reside el mayor peligro de estos juegos peligrosos es en la ruptura del hilo de las responsabilidades directas. La posibilidad de manipular los acontecimientos -gracias a la infinita capacidad económica de estas potencias- está al alcance de personajes poco o nada éticos e incluso intelectualmente mediocres, incapaces en su mayoría de medir las consecuencias de sus decisiones, dado que la vida humana tiene, para ellos, menor importancia que el dominio sobre los recursos estratégicos sobre los cuales se sustenta su hegemonía. Esta manera de controlar la acción política con base en la inmediatez de sus beneficios tiene consecuencias de tan largo plazo que los perpetradores terminarán, de manera inevitable, formando parte de las víctimas.
La reciente caída de Afganistán en manos de los talibanes no es más que otro ejemplo de la cadena de errores cometidos por la prepotencia y falta de perspectiva de una de las grandes potencias. El horror enfrentado hoy por el pueblo afgano es parecido al experimentado por otras naciones, víctimas de decisiones surgidas desde el otro lado del mundo. En esta carrera por el poder intervienen tantos actores, con tan increíbles recursos económicos, bélicos y tecnológicos, que da pavor pensar en la dudosa capacidad de cada uno de ellos para medir los alcances de sus acciones o, simplemente, para reflexionar sobre el impacto en la vida de seres tan ajenos a su entorno.
La restitución de un equilibrio de poderes capaz de impedir el abuso de los países más poderosos, es pura fantasía. Los hechos han demostrado cómo la vida humana es un factor ausente en los planes geopolíticos de naciones con un poder tan ilimitado como sus ambiciones. Lo más preocupante de la ecuación es la certeza de que esas naciones super desarrolladas han creado a sus propios monstruos, sistemas cuya infalibilidad no está garantizada y, como el axioma del inicio, su hegemonía es tan fuerte como el más débil de sus estrategas.
Jugar con el destino de los pueblos es una forma perversa de satisfacer ambiciones.