El presidente mexicano López Obrador (AMLO) ha pronunciado un discurso impactante, de importancia ineludible para nuestros países en la región. En el marco de la reciente XXI reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) y, al mismo tiempo, en el natalicio de Simón Bolívar, ha propuesto conformar un bloque económico y político que integre a toda la región.
La pandemia atroz ha multiplicado las debilidades económicas, sociales y de salud en la región. Se ha puesto en evidencia, al mismo tiempo, la escasa solidaridad entre nuestros países para enfrentar la crisis que vivimos. Los gobiernos autoritarios de Nicaragua, El Salvador y Venezuela se aprovechan de esta dolorosa coyuntura para intensificar la represión contra sus ciudadanos. El actual presidente norteamericano, a diferencia de Obama, y lejano a toda compasión, intensifica el bloqueo contra Cuba y recibe el beneplácito de los gobiernos reaccionarios de Brasil y Colombia.
Es en este contexto que López Obrador propone a la región que el camino para salir de la crisis es la integración económica regional y la independencia política de los poderes internacionales. AMLO sabe que es un camino difícil, que se ha fracasado muchas veces, pero vale la pena insistir en ello. Y nos dice:
“Estoy consciente de que se trata de un asunto complejo, que requiere de una nueva visión política y económica. La propuesta es construir algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, realidad y a nuestras identidades”.
Y. con valentía, agrega, que “…sería conveniente la sustitución de la OEA por un organismo verdaderamente autónomo, no lacayo de nadie, sino mediador a petición y aceptación de las partes en conflicto en asuntos de derechos humanos y democracia”.
En momentos que la izquierda en Chile elabora sus propuestas programáticas es una buena oportunidad de apoyar la iniciativa de AMLO, sobre todo porque nuestro país, durante largos años, se ha colocado al margen de América Latina.
La Concertación redujo la política exterior a tratados de libre comercio, privilegiando los negocios de las empresas globalizadas antes que los intereses nacionales. Chile se ha comprometido con los países del norte industrializado y se obnubiló con el emergente mundo asiático, colocando en un lugar subalterno la integración económica regional. En vez de cooperar con sus vecinos, o al menos respetar sus realidades económicas y políticas, se alejó de ellos. La Concertación primero y Piñera después han aislado a nuestro país de sus vecinos.
Sin embargo, hay que reconocer que no solo Chile lo ha hecho mal, sino también los gobiernos progresistas, que se extendieron por toda Sudamérica en la década del 2000. Éstos tampoco fueron capaces de favorecer la integración regional.
El principal error de los gobiernos progresistas fue mantener el modelo de crecimiento fundado en la explotación de recursos naturales, que es precisamente el fundamento material del neoliberalismo. La expansión económica se basó en la exportación de soja, petróleo, hierro, cobre y alimentos para la industrialización China y otros países del norte. Así las cosas, los vínculos económicos entre países de la región continuaron en segundo plano.
Lula y el gobierno brasileño lideraron, con éxito, el rechazo al ALCA que tanto interesaba a los EE.UU. Pero, su gobierno no se interesó en ejercer liderazgo para favorecer el proceso de integración regional. Por su parte, el gobierno de los Kirchner concentró sus esfuerzos en resolver los problemas internos heredados del periodo Menem; pero, dejó de lado los asuntos de política regional y, más aún, se embarcó en una disputa interminable con el gobierno del Frente Amplio uruguayo por la instalación de unas celulosas en zona limítrofe entre ambos países.
Así las cosas, las disputas comerciales entre Brasil y Argentina y el conflicto entre Argentina y Uruguay colocaron a MERCOSUR en situación difícil. Ahora, con Bolsonaro en el gobierno de Brasil y Fernández en Argentina, las diferencias ideológicas han exacerbado la crisis ese proyecto de integración subregional.
Por otra parte, el retiro de Venezuela de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), consecuencia de disputas políticas del presidente Chávez con Colombia y Perú, debilitó seriamente a este bloque subregional. Paralelamente, Venezuela se embarcó en una nueva iniciativa de integración que, como el ALBA, en vez de apuntar a la conformación de un mercado común regional ha favorecido la dispersión.
Así las cosas, mientras las exportaciones de los países de la región al mundo crecen vigorosamente, al calor de la demanda de minerales, combustibles y alimentos provenientes de China y la India, el comercio intrarregional se ha reducido.
Al mismo tiempo, la institucionalidad para avanzar en la integración económica regional se muestra débil y dispersa. De la Comunidad Sudamericana de Naciones se ha pasado al UNASUR, el que ha terminado en un estancamiento. Ha emergido el ALBA, también fracasado. A la Comunidad Andina de Fomento (CAF) se le ha agregado el Banco del Sur. La ALADI, exitosa en el pasado, ha perdido todo su vigor. Finalmente, Sudamérica se ha olvidado de México y de Centroamérica mientras que, por otra parte, han aparecido diferencias de estrategia comercial entre los países de la Cuenca del Pacífico de Sudamérica y la Cuenca del Atlántico. A final de cuentas, ha predominado la retórica política y las disputas ideológicas entre nuestros gobiernos antes que una decidida voluntad integracionista.
A ello se agrega el hecho que, a partir de los años noventa, los países de la región han privilegiado los tratados de libre comercio con los países desarrollados y, en los últimos años, con el mundo asiático. En vez de construir una fuerza regional propia en lo comercial, empresarial, educacional y tecnológico han competido entre ellos, privilegiado una apertura indiscriminada hacia los países desarrollados y favoreciendo, sin restricciones, la presencia inversionista de sus corporaciones transnacionales.
La irrenunciable integración regional
A pesar de las dificultades que ha tenido la región para integrarse, no sólo en el momento actual sino en sus distintas fases de desarrollo, la unión económica de nuestros países sigue siendo un proyecto irrenunciable. Hoy día más que en el pasado porque los desafíos son mayores. En primer lugar, las particularidades de la actual fase de la globalización hacen más vulnerables nuestras economías frente a los vaivenes de la economía mundial.
En segundo lugar, la emergencia de China y la India como potencias en pleno crecimiento, productoras a bajo costo de manufacturas y servicios, con avances tecnológicos sustantivos, dificultan el posicionamiento competitivo de la región y ello se ha convertido en una presión para continuar exportando recursos naturales. Las nuevas cadenas productivas transnacionales y su reordenamiento a nivel mundial empujan a nuestros países a explotar exclusivamente sus ventajas comparativas geográficas frenando la diversificación del patrón productivo-exportador.
Para salir del subdesarrollo nuestros países no pueden seguir anclados en la producción de bienes primarios y deben diversificarse. Es la única forma sustentable para atacar radicalmente la pobreza y terminar con el empleo precario, lo que exige al mismo tiempo potenciar las pequeñas empresas. Por otra parte, mejorar la productividad, y competir con los países asiáticos exige multiplicar la inversión en ciencia y tecnología y requiere de mayores recursos en educación pública. Para cumplir con esas tareas la integración es insoslayable.
En efecto, con la fuerza conjunta de los talentos de cada uno de los países de la región es que se puede enfrentar los desafíos de la globalización. Pero también ello exige algunos requisitos. En primer lugar, nuestros países deben reconocer y aceptar la diversidad económica y política que recorre la región. En segundo lugar, las economías más potentes tienen la responsabilidad de asumir el liderazgo integracionista, como lo hicieran Alemania y Francia en Europa. En tercer lugar, para hacer integración de verdad hay que ceder soberanía, como sucedió dentro de la Unión Europea, porque sólo así es posible desplegar políticas comunes de beneficio mutuo.
La incapacidad de construir una fuerza propia, como consiguió la Unión Europea, tiene que ver con la fragilidad del empresariado y también de la clase política de nuestros países. Ambos se han subordinado al capital transnacional y han sido complacientes frente a la política norteamericana en la región. Y, en muchos casos, han sido doblegados por la corrupción, como ha sucedido, de forma vergonzante, con ODEBRECH.
En los tiempos que corren, cuando la industria manufacturera se ha trasladado a los países asiáticos ni la derecha, ni los socialdemócratas y tampoco los “socialistas del siglo 21” han sido capaces de promover la industria nacional. Han aceptado, incluso con mayor intensidad que en el pasado, que nuestras economías se dediquen a producir y exportar combustibles, minerales y alimentos. Y, en vez de impulsar la diversificación productiva, han aceptado, servilmente, que las corporaciones transnacionales sobreexploten nuestros recursos naturales, en favor del crecimiento de los países desarrollados y del mundo asiático.
Ello también explica que la institucionalidad integracionista se haya mostrado frágil y dispersa, y se caracterice por una insoportable retórica. Ni gobiernos de derecha ni los progresistas han valorado la importancia de actuar en bloque frente al poder de las empresas transnacionales, a los Estados Unidos y a la emergente economía China.
La propuesta del presidente de México resulta una ventana de esperanza para nuestros países. La conformación efectiva, y no retórica, de un bloque económico regional, junto a la reivindicación de independencia política frente a las potencias internacionales, es un instrumento insoslayable para avanzar hacia el desarrollo económico.