Con retraso en el crecimiento, peso inferior al 60 por ciento del previsto para la edad, escasa o nula grasa subcutánea, extremidades delgadas, diarrea, infección respiratoria, tuberculosis y signos de otras carencias nutricionales como deficiencia de micro nutrientes, se manifiestan algunas características de un cuadro de desnutrición en la infancia. En nuestro continente, un continente rico en recursos pero sometido a un sistema económico y político criminal, discriminatorio y deshumanizante, las grandes mayorías enfrentan la peor de las pandemias: el hambre.
El hambre, definido como el producto de la escasez generalizada de alimentos básicos que padece la población de forma intensa y prolongada, es una violación de un orden jurídico cuya premisa principal es la protección de la persona contra el abuso de autoridades, servidores públicos y particulares. Esta especie de patología política contraviene las garantías de los textos constitucionales y se encuentra presente con diferente intensidad y extensión en todos nuestros países, respondiendo a un sistema de reparto injusto de la riqueza pública y a la acumulación del patrimonio común en manos de una élite explotadora. La paradoja, es que el empobrecimiento resultante provoca un inevitable colapso de las capacidades productivas de la comunidad y, por ende, una disminución progresiva de los atributos intelectuales y físicos del recurso humano que pudiera contribuir al progreso de esa misma élite.
En América Latina, la pobreza impuesta de manera tan implacable a las grandes mayorías podría definirse como una fórmula estratégicamente concebida por los genios del sistema neoliberal: A mayor pobreza, menor poder ciudadano y, por ende, más oportunidades de enriquecimiento y concentración del poder para el sector privilegiado. La aplicación de esta norma perversa alcanza sus mayores cotas en países centroamericanos, en donde la carencia nutricional ha colocado a millones de niñas, niños y adolescentes ante un escenario de privaciones, enfermedad, dolor y muerte precoz por la carencia de algo tan básico como el alimento.
Para las élites en el poder, el hambre no es un problema. Es una realidad supuestamente inevitable reflejada en estadísticas más o menos manipuladas y asépticas, mediante las cuales la tragedia humanitaria se reduce a números. Esto, con el propósito de justificar políticas públicas sesgadas e ineficaces y así, mediante el uso de su poder mediático, endosar la responsabilidad en quienes lo padecen. De ese modo, para las castas políticas se abren nuevas oportunidades de enriquecimiento ilícito a través de donaciones de la comunidad internacional, préstamos cuyos fondos van a caletas y paraísos fiscales y otras argucias estratégicamente creadas con el mismo propósito.
En un escenario ideal, el hambre como tragedia humanitaria no debería existir. El planeta tiene recursos suficientes para satisfacer esa necesidad y, de no imperar los intereses corporativos que obligan a desechar millones de toneladas de alimentos cada año, con el único propósito de mantener los precios de mercado, nadie debería morir por falta de nutrientes. En la realidad, la vida de la niñez condenada al peor de los destinos, tiene menos importancia para las clases privilegiadas que los índices económicos, sólidamente asentados sobre la base de la injusticia y el despojo. Nuestros países necesitan con urgencia un relevo político capaz de construir las bases de un sistema inclusivo y justo para todos, pero sobre todo la actuación de líderes inteligentes, capaces de comprender y asumir el desafío de romper las estructuras y construir auténticas naciones.