20 de julio 2021. El Espectador
Los textos dicen que el 20 de julio de 1810 nos independizamos de los españoles. Lo triste es que han pasado 211 años y todavía no somos un país libre. Ya no se trata de conquistadores, ordenanzas y majestades; nuestro modelo social se encargó de crear cadenas que se convirtieron en condenas, y en una procesión larvada como la bruma, nos esclavizamos a nosotros mismos.
Colombia es un lienzo lleno de pinceladas gruesas tan mezcladas con la textura de la tela, que parecerían haberse vuelto imborrables. Así nos impregnamos de inequidad, nos acostumbramos a ella, la vemos sin verla y la respiramos como partículas de aire; la tenemos ahí, aquí, a la intemperie, como una segunda piel de nuestro país.
Las miserias empezaron a parecernos normales. Millones de colombianos se acuestan con hambre, pero ninguno tiene un rostro visible para nosotros ni nos importa ignorar sus nombres. Ese vicio pasivo de normalizar la inequidad nos sumió en el sopor de la costumbre, y nos aturdió los ojos con una niebla social que no hemos sido capaces de vencer.
Nos volvimos esclavos de la violencia y de la indiferencia que tantas veces la rodea. No importan las armas mientras no apunten a nuestra casa; y si no es uno el NN, bien puedan, sigan los muertos anónimos, quietos, no respiren, llenen los ríos y las fosas comunes… comunes y corrientes, pálidos y solos, así son los cortejos del miedo.
Ya muchos saben que no sirve una independencia auto-mutilada por el egoísmo. Por eso los movimientos sociales, por eso los organismos con más alma que organigrama, las escuelas disruptivas, las entidades solidarias, las expresiones populares, los caminantes que nunca aceptarán el silencio por respuesta. A la hora de enviar esta columna miles de manifestantes vienen hacia Bogotá, y miles de integrantes de la fuerza pública se desplazan por toda Colombia para hacerle frente a este 20 de julio.
El gobierno se explaya en prosa criticando los incendios de otros potreros, y el nuestro se quema desde adentro. Mientras exigimos a otros países que respeten los derechos sociales de su propia gente, aquí las amenazas y la represión se instalaron como las brujas de la casa.
No celebraré el 20 de julio con el humo amarillo, azul y rojo de los aviones militares, sino cuando acabe en Colombia el sobrevuelo de helicópteros que amedrenta a mingas, campesinos y estudiantes; cuando en serio cese la horrible noche y en vez de tanques de guerra desfilen libremente caravanas de paz; y los policías cuelguen sus trajes de robocops y en las calles nadie mate hermanos de nombre, pueblo y bendición. Celebraré la independencia cuando cambiar fusiles por azadones no se castigue con la pena capital, y perdonar sea la palabra más valiente del diccionario; cuando corruptores y sobornados dejen de oxidar la ética pública y la conducta privada, y la justicia no tenga ceguera selectiva ni rodillas flexibles. Celebraré la independencia cuando los niños no sean explotados emocional, sexual ni económicamente, y tengan derecho a ejercer su infancia como único oficio permitido. Aplaudiré el día en que la autoridad se merezca y no se imponga, y en las urnas ganen la verdad y el honor, en lugar del oscurantismo y la alevosía; y celebraré cuando recuperemos la conciencia, y decapitar no sea un verbo sino un horror irrepetible.
No quiero ser aguafiestas, pero mientras la vida y la democracia estén amenazadas por los Maquiavelo de turno, por la indolencia, por los mercenarios y los tiranos, no tengo mucho que celebrar.