Por Adolfo Estrella

Mi imagen de la anarquía, en las actuales circunstancias de rebelión frente al colapso y la extinción civilizatoria en ciernes (acompañada con la profundización de las formas de control y disciplina tecnológicas), es de una sociedad con una organización social austera, autónoma, eficaz y eficiente ecológicamente, saludable psicológicamente, des-jerarquizada y participativa cultural y políticamente. Una sociedad basada en un poder comunitario distribuido y horizontal, creativo y potente. Una sociedad posible pero improbable. Como todas.

No se asuste. No escondo ninguna bomba en la mochila y las capuchas me provocan alergia. Tengo la piel sensible y soy, como tantos, un pequeño burgués, “no vergonzante”, como diría Enrique Lihn. Precarizado y empobrecido como tantos, pero irredento, que prefiere el silencio contemplativo al ruido de las explosiones. Aunque, como muchos, tengo mis indignaciones y rabias acumuladas. Cuando contemplo el atardecer con mi mojito en la mano me vienen a la cabeza las injusticias del mundo, cercanas y lejanas, y me dan ganas quemar o de resetear todo. Y, salvo que Ud. sea un fascista cerril, valga la redundancia, también eso le pasará a veces ¿o no?  Conozco a señores y señoras muy inteligentes y muy educadas, que no matarían ni a una mosca, que también piensan y sienten lo

A qué viene todo esto, se preguntará Ud. Aquí voy. Resulta que la anarquía es la imagen de un mundo diferente al actual, ordenado de una forma distinta. Otro orden de las relaciones sociales, evidentemente, sobre todo otro orden ético, donde se respeten y se promuevan al mismo tiempo la igualdad y la diferencia en la perspectiva de construir comunes. Lejos de cualquier uniformidad estatal y lejos de cualquier particularismo de mercado, la anarquía es una apuesta por formas comunitarias de vida y trabajo desarrollando las solidaridades, las confianzas y las lealtades necesarias entre sujetos iguales y, a la vez, diferentes. No es poco como programa político y ético. Supongo que cualquier hijo de vecino con un mínimo de sentido común y bondad preferiría vivir en una sociedad que responda a este diseño básico. Salvo que aspire a estar siempre en la cima de la cadena trófica y se crea el mito de la “igualdad de oportunidades”, confiando en que será uno de los escasos elegidos para llegar a la cima pisoteando a sus congéneres.

A los anarquistas históricos, obreros, artesanos, trabajadores del campo, maestras y maestros de escuelas pobres, se les deben las primeras formas de apoyo de clase, las primeras formas de socialismo mancomunal, las primeras escuelas autogestionadas, lo primeros ateneos culturales que resistían al capitalismo industrial, en proceso de consolidación, y creaban “aquí y ahora” formas de vida y resistencia de acuerdo al ideal libertario. Un ideal que no distinguía entre lo social y “lo político” y comprendía que la práctica de “la política” no se limitaba a las votaciones, sino que consistía en una labor cotidiana de participación y mutua educación social. Sin embargo, pienso que no hay que tener ninguna nostalgia de formas de vida pretéritas ni esforzarse por recuperar alguna arcadia feliz perdida. Cada época tiene sus tareas y desafíos. Si traigo estos ejemplos es para aportar elementos de razonable relativismo histórico que cuestionen la absolutización de formas de organización social como el Estado-nación. La historia es siempre un conjunto extenso de contingencias y bifurcaciones. El Estado como forma social nació en un momento y desaparecerá en otro, cuando los argumentos y las fuerzas sociales que lo sostienen también desaparezcan.

Eliseo Reclus, geógrafo, uno de los referentes del anarquismo histórico, decía que “la anarquía es la máxima expresión del orden”. ¿Qué tal? Pero se trata de otro orden, no des-orden ni falta de orden sino dis-orden: orden divergente, distinto. No ausencia de norma, no a-nomía, como gustan decir nuestros minúsculos intelectuales locales, desconcertados frente a la anarquía de la Revuelta de Octubre. Se trata de otras nomias, de otros órdenes posibles. Y justamente “la anarquía, tomada como una entidad ontológicamente distinguible, puede ser considerada como una de las múltiples modalidades posibles de la realidad”, dice el ilustre anarco Tomás Ibáñez que nos servirá de orientación en varias partes de este texto.

Las múltiples modalidades posibles de la realidad: me parece también una bellísima definición de democracia y de anarquía, mucho más rica e imaginativa que la cantinela acerca de los tres poderes del Estado o de la representación política de raigambre liberal. “La anarquía es el punto luminoso y lejano hacia donde nos dirigimos por una intrincada serie de curvas descendentes y ascendentes. Aunque el punto luminoso fuese alejándose a medida que avanzáramos, y aunque el establecimiento de una sociedad anárquica se redujera al sueño de un filántropo, nos quedaría la gran satisfacción de haber soñado. ¡Ojalá los hombres tuvieran siempre sueños tan hermosos!”, decía el anarquista Manuel González Prada.

Confieso que soy más escéptico que mi camarada. No es fácil mantener la confianza en un mundo cuyos signos más evidentes muestran una tendencia más bien hacia la oscuridad que hacia un punto luminoso, y donde el colapso ecológico, energético, político y económico es el escenario más probable.  Me siento más cómodo con esta frase del filósofo catalán Santiago Lopez-Petit: “No creo en un horizonte emancipatorio, pero el que no exista no significa que no haya que luchar”. Una hermosa paradoja. Me gustan las paradojas porque ponen nerviosos a los ortodoxos; los sacan de sus casillas y los enfrentan a las realidades múltiples y borrosas, donde tienen que moverse sin mapas y sin recetas de manuales de bolsillo.

Utopías, sueños juveniles, ideas buenas pero irrealizables, ingenuidades, me dirá Ud. ¿Está seguro que somos los únicos? ¿Ha visto en alguna parte realizados, con plenitud, los ideales liberales de libertad, igualdad y fraternidad? ¿Ha visto cumplidas las promesas del “desarrollo sostenible”, del “crecimiento con equidad”, de la “inclusión social”, de la “igualdad de oportunidades…”? Por el otro lado: ¿ha visto cumplirse las leyes del materialismo histórico que nos llevarían al comunismo, según los delirios mesiánicos del socialismo estatal? Y, ojo, que parapetándose detrás de esos ideales han llegado al poder, a través de los votos o de las revoluciones, cientos de gobiernos, políticos y funcionarios en todo el mundo. Desear la anarquía es tan utópico o tan irrealizable o tan posible como el “Estado de derecho” u otras formas de justicia social. Una de las cosas que más irrita de los argumentos contra la anarquía son aquellos que se hacen de un supuesto pragmatismo que, mirando por encima del hombro, tachan de ingenuos los bocetos sociales anárquicos. Pero resulta que el pragmatismo de todos los pragmáticos que en el mundo han sido nos han llevado al colapso civilizatorio en el cual nos encontramos. Toda su técnica y toda su ciencia y toda su racionalidad nos han dejado al borde de la extinción.

La anarquía es un estado de cosas contingente no necesario: otra buena definición de Tomás Ibáñez. Es decir, se trata de entender el ideal anárquico como posible, aunque de probabilidad incierta, y defender la tensión utópica que la sustenta. Sin embargo, aunque los ideales y las imágenes de una sociedad futura anárquica nos permiten salir del asco cotidiano, la anarquía tiene que ver más con el presente que con el futuro. Tiene que ver con la capacidad pre-figurativa del ideal anárquico. “En efecto, para ser coherente con su apuesta por el presente, el anarquismo se ve emplazado a ofrecer, en el marco de la realidad actual, unas realizaciones concretas que permitan vivir ya, aunque sólo sea parcialmente, en otra sociedad, tejer otras relaciones sociales y desarrollar otro modo de vida”, dice Ibáñez, otra vez.  Esta capacidad pre-figurativa, participar del ideal construirlo aquí y ahora, es un gesto de radicalidad.

Distingo perfectamente entre radicalidad y extremismo. El extremismo se mueve en una línea horizontal de superficie, mientras que la radicalidad se desplaza en una línea vertical de profundidad. La radicalidad es arraigo, pertenencia, templanza y parsimonia. El extremismo es desarraigo, ajenidad, imprudencia e impaciencia. Muchos partidarios de la anarquía oponemos la radicalidad de un huerto urbano o escolar al extremismo de la bomba, por ejemplo. Y sabemos que los vociferantes extremistas del pasado son los conservadores de hoy. Mi anarquía es radical y no extremista.

Distingamos también entre anarquía, anarquistas y anarquismos. La primera es la imaginación utópica de un orden social futuro, pero con capacidad de organizar las conductas presentes. Es la legítima imaginación y pre-figuración de órdenes de realidad social distintos al actual. Los contenidos de la imagen anárquica actual se rebelan contra la contra imagen de una biosfera herida y menguada por el productivismo depredador.

Los anarquistas son los sujetos concretos que de manera colectiva o individual han abrazado el ideal anárquico. En general, los anarquistas tienden a ser buena gente, pero los ha habido y los hay de todo tipo: comunitaristas, individualistas, cristianos, ateos, agnósticos, occidentales, orientales (¿sabía Ud. que hubo y hay anarquistas chinos y japoneses?), pacifistas, beligerantes, razonables, imprudentes, dialogantes, sectarios, dogmáticos, adorables, deleznables, insoportables, en fin… como la vida misma. Lo mismo sucede, por cierto, con feministas, ecologistas, marxistas, etcétera, ya que de todo hay en la viña del señor.

El anarquismo incluye las diferentes ideologías y movimientos que han reunido a sujetos tras el ideal anárquico. Alcanzaron su máxima expansión a finales del siglo XIX y principios del XX. Tiene su última gran derrota en la guerra civil española en 1939.  Durante las décadas ha tenido momentos de auge y declive, pero ha influido desde siempre en diferentes movimientos contestatarios (Mayo del 68, movimiento antiglobalización, primaveras árabes y europeas, revueltas latinoamericanas y otras), no a través de la etiqueta anarquista explícita sino a través de los mecanismos horizontales y asamblearios de la democracia directa, la rotación de cargos, la igualdad de género, el reconocimiento de las minorías y muchos otros elementos que han sido parte de las señas de identidad históricas del anarquismo. Y, aunque requiere de profundas revisiones para dejar sus aspectos anacrónicos, que los tiene, frente a las costras de la quietud, el anarquismo toma las formas del agua, inventa su curso frente a los obstáculos, se moviliza y embiste contra las manifestaciones de la dominación (…)  con la solidaridad, la autonomía, con la libertad como divisa, contra el autoritarismo… (Varina Escales).

Mi imagen de la anarquía, en las actuales circunstancias de rebelión frente al colapso y la extinción civilizatoria en ciernes (acompañada con la profundización de las formas de control y disciplina tecnológicas), es de una sociedad con una organización social austera, autónoma, eficaz y eficiente ecológicamente, saludable psicológicamente, des-jerarquizada y participativa cultural y políticamente. Una sociedad basada en un poder comunitario distribuido y horizontal, creativo y potente. Una sociedad posible pero improbable. Como todas.

 

 

 

 

 

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