8 de junio 2021. El Espectador

 

Por Gloria Arias Nieto y Luna Coral

 

Escribimos esta columna a cuatro manos. Mi coautora es una de las madres de la primera línea en el Paro Nacional y, por razones de seguridad cambiamos su nombre: hoy se llamará Luna Coral y voy a darle mis letras para que sus ojos nos cuenten lo que están viendo. Ella vive en Cali y yo en Bogotá. No nos conocemos, pero nos une el dolor por el mismo país.

Cali, Colombia. Esto parece una batalla de guerra; los policías entran a las casas y sacan a la fuerza a los muchachos, se los llevan y los desaparecen. El ESMAD toma fotos de nuestras caras, de nuestras viviendas, saben quiénes somos y dónde encontrarnos.

Yo vivo con mi hijo en el Barrio Calima, entre el Paso del Comercio, llamado Paso Aguante. Él tiene 22 años, estudia para ser técnico de salud ocupacional y con su RAP ayuda a los muchachos a salir de la drogadicción. Ahora mismo, mientras hablamos, el Paso está tremendo… La noche está muy tensa, balaceras, policías y ejército por todos lados.

La policía está muy arremetida, atacando a los muchachos. Pasan avionetas y helicópteros, pero para mí el miedo ya no existe.

Llegué a Cali en mi quinto desplazamiento forzado, y ya ni sé cuál violencia me desplazó. Soy lideresa social, defensora de derechos humanos y de las víctimas del conflicto armado; estudié pedagogía infantil y fui candidata al Concejo de Orito, Putumayo. No tengo casa ni empleo. Me sé defender, pero esto es muy duro. Todas las noches me pongo al frente de los muchachos entre ellos y el ESMAD, y le digo a la policía ¡No disparen!

Si yo tuviera un hijo policía le enseñaría respeto por la comunidad y por los derechos humanos; le inculcaría el valor de la vida, y le diría que, si le dan la orden de matar, no haga caso.

Punto aparte.

Mientras escribo con Luna, recibo la llamada de Vanessa (también cambiamos su nombre). Vanessa nació en Manizales, vive aquí en Bogotá y es una de las mamás de primera línea en el Portal de las Américas. Tiene una voz joven, entrecortada por la tos que le han dejado más de 30 noches de gases lacrimógenos. No se queja; no pide nada para ella; pide que el ESMAD deje de tirar gases vencidos y que no les disparen a los muchachos. “Nosotras no parimos hijos para que nos los mate el Estado”.

Me dice que dos veces han desalojado los campamentos que estaban en el parque. Perdió la cuenta del número de heridos, jóvenes acosadas por la policía y mutilaciones en los rostros de los muchachos, Pero claro –me explica– “no todo el mundo es malo, y creo que las mamás de los policías sienten el mismo dolor que nosotras; finalmente la culpa no la tienen ellos, sino los que dan las órdenes”. Vanessa es bailarina de tango y ahora se dedica a cuidar a los muchachos. “El gobierno no se pone la mano en el corazón; en cambio la gente ha sido muy solidaria… nos llevan agua, comida y nos acompañan”. Vanessa dice que ya no tiene miedo porque hasta el miedo se los han robado. La agobia la impotencia y le angustia pensar qué sería de sus 3 hijos si una noche a ella la matan y nunca más vuelve a casa. “Sigan marchando y verán lo que les pasa” les grita la policía.

¿Qué nos pasará si escribimos? y –peor aún– ¿qué nos pasaría si nos quedáramos calladas?

Llegan 5, 7, 10 fotos de balas disparadas. Veo el dolor. Veo a las mamás de la primera línea cuidando por igual a los hijos propios y ajenos. En las sociedades tan golpeadas se crea un ADN en común: el ADN de la resistencia, ése que perdió el miedo, pero no la esperanza.

El artículo original se puede leer aquí