“Pana, mañana te recojo a las 8 y nos vamos a las Ferias”, me dijo.
Así fue. Alirio pasó por mí y nos fuimos al taller de fundición en el Barrio Las Ferias, de Bogotá. Hasta el perro del taller se alegró al verlo. En su overol salpicado de orgullo y ceniza, el fundidor principal nos ofreció un café con panela y nos mostró en qué iba la tarea. Alirio, el hombre que me enseñó otra cara de Dios, de la amistad y la libertad, estaba feliz.
Cientos de puñaletas, chingones, punzones, cuchillos, manoplas y cachiporras que habían estado en las manos de jóvenes pandilleros de Bogotá, ahora se fundían en moldes que daban forma a los chorros de melcochas de fuego. Ahí quedaba derretida la memoria de la muerte, de la violencia, de los atracos a medianoche y las venganzas de barrio. En el taller se fundían las armas de los muchachos a quienes el padre Alirio López Aguilera, PALA, había rescatado de la violencia callejera.
En ese entonces otro hombre maravilloso, apóstol de la paz y la pedagogía, era alcalde de Bogotá: Antanas Mockus; nuestro colombo lituano, matemático, filósofo de los símbolos, los desagravios y la cultura ciudadana. 2600 metros más cerca de las estrellas Antanas y Alirio fueron la llave de la paz; la llave del desarme de los adolescentes a los que antes (como ahora) casi nadie oía; la llave de unas barras bravas menos bravas, y un futbol que celebrara los goles en paz, no los goles a la paz.
“No, padre, el palo no está pa’ cucharas” había dicho el comandante de la Policía cuando Alirio le planteó la campaña de desarme que tenía en mente. El alto mando estaba equivocado: Los fierros sí estaban para cucharas, y el que a hierro mata, con bondad aprende.
Alirio y Mockus impulsaron a los jóvenes a entregar sus armas y cambiarlas por alimento, escuela y dignidad. Les demostraron que el destino no lo escriben los puñales sino las voluntades, y que es mejor fundir la muerte en un taller, que la vida en un callejón. La vida es sagrada, nos repitieron una y mil veces; 20 años después, Colombia sigue sin comprender.
Los jóvenes entregaron montañas de armas; luego, en los talleres se volvieron pequeñas esculturas de palomas y cucharas infantiles. En la base de las piezas dice: “Arma fui”. ¡Cuántas vidas salvadas, cuántas heridas no causadas, por haber convertido el filo de la navaja en alas de paloma!
Pasaron muchos años, y una Semana Santa el padre Alirio invitó a su parroquia en el centro de Bogotá, a mujeres que ejercían la prostitución. Él se arrodilló en plena ceremonia y con humildad, misericordia y cariño, lavó con esas manos inmensas que tenía, los pies de cada una de ellas. A los pocos días, un diario medieval dirigido por curas taponados por emplastos de terciopelo, mármol y catecismo, publicó un artículo hablando pestes del sacerdote que se había atrevido a llenar la iglesia con las mujeres de mal, que se ganan la vida y la tristeza, humilladas por los hombres de bien.
La última vez que hablamos nos reímos a borbotones y nos prometimos diez abrazos quitapesares y una milhoja entre los dos. Como siempre, le dije que lo quería mucho y –también como siempre– él me dio su bendición.
Pana, tengo tu voz metida en mi alma, tu dulzura, tu euforia y esta triste felicidad de sabernos amigos, sin olvido ni condición.