Estoy buscando varitas de bambú para amarrar los tallos de los girasoles que están creciendo y ya se empiezan a doblar, camino entre las estanterías llenas de macetas de una variedad de verano, colores de flores fuego, amarillos de varias tonalidades y los verdes de las hojas que van desde el verde botella al verde aguacate. Los pitayos y los fucsias, los anaranjados vivos. Adultos mayores son contratados temporalmente para cuidar de las flores en la estación; se les ve regarlas, quitar las hojas secas y colocarlas cuidadosamente en las estanterías. Los jóvenes están en el área de tierra y abonos, cargando las bolsas y colocándolas en los carros de los compradores.
El sol está a todo lo que da, es medio día y el calor de junio es abrasador, todavía no es verano oficialmente pero el clima dejó atrás los días fríos del invierno que hasta los últimas fechas de mayo se resistió a marcharse. Me dirijo al área de los cuencos y maceteros, otro paisaje fascinante, están los baratos que son los plásticos para ir subiendo de precio hasta los hechos a mano que cuestan sueldo y medio. Los tamaños varían para dar paso a la imaginación: un recipiente enorme lleno de flores de muerto, o de flores de las diez, uno azul topado de girasoles. Otro rojo con flores anaranjadas y amarillas. Es un viaje, ir a los viveros es un viaje a otro mundo, al de lo puro, al mundo de la naturaleza que siempre nos enseña que somos tan insignificantes comparados con la inmensidad de su belleza y resistencia.
Encuentro las varitas de bambú, es que son más baratas que las plásticas y se ven tan lindas sosteniendo los tallos de los girasoles. Pero no tienen precio, a mi costado está un señor europeo hablando con otra empleada negra, los interrumpo y les pregunto el precio, el señor inmediatamente saca su aparatito y escanea en la etiqueta y me dice el precio: cuatro dólares con noventa y nueve centavos el paquete de seis varitas. La empleada negra se marcha a otra estantería y el señor se queda conversando conmigo, al escucharme el inglés con acento latinoamericano me habla en español inmediatamente y se presenta: mucho gusto soy fulano de tal.
Asombrada le pregunto que si habla español y me dice que sí que aprendió en sus trabajos anteriores. De dónde es, me pregunta y le digo que de Guatemala, al escuchar el nombre suspira y me dice que tuvo un jefe guatemalteco cuando trabajaba en una empresa de cable, hoy estoy aquí, me dice, en este vivero, pero tengo trabajo. Claro que sí, eso es lo importante, le digo para animarlo. Yo soy asirio, me cuenta inmediatamente, y yo escucho sirio y le digo que he leído de su país, no no, me dice, ahora ya no es país. ¿No?, le pregunto. ¿Siria no es país? Bien, Siria sí pero yo soy asirio, y busca en su celular en internet y me muestra Assyrian.
Lo noto nervioso, buscando con la mirada que no lo estén viendo sus superiores conversando sin hacer nada. Si quiere caminamos entre las estanterías le digo, para que si lo ven piensen que me está mostrando algo. Su cara se ilumina y comienza a caminar. Tengo todavía 15 minutos, estoy en horario de trabajo y debo regresar pronto pero noto su necesidad de expresar y encontró en mí un canal receptor para hacerlo, así que nada me cuesta compartir con él ese tiempo. Assyrian, me vuelve a repetir y se convierte en una madeja de lana deshilándose, me habla del cristianismo, de la antigua Grecia, de lo que vivieron 700 años atrás, de que están regados por el mundo, que ahora el pueblo asirio está regado por el mundo. Como los armenios, le digo, que vivieron el genocidio turco y ahora están regados por el mundo, su cara de sorpresa con alegría le da continuidad a la conversación, así es, me dice, y me habla de la gran Mesopotamia, con la inquietud y fascinación de un historiador. Es un hombre enjuto, extremadamente delgado, como de 160 de estatura, quedándose calvo, apenas con unos cuantos cabellos rubios, vestido con pantalón de lona y camisa a cuadros con las mangas arremangadas.
Seguimos caminando por las estanterías, me encanta hablar con personas como usted, le digo, así de inteligentes, sonríe, a mí también, me contesta. Y sigue la madeja deshilándose y yo lo escucho fascinada, él se desborda, la historia de su pueblo le sale por los poros, cada vez que hablo me lee los labios y yo hablo más lento para que me pueda entender el español, también él lo habla despacio como averiguando las palabras, como buscándolas en su memoria para ordenarlas y poder hablar. Le damos la vuelta al vivero y yo me despido, se han terminado mis 15 minutos de tiempo y tengo ganas de darle mi número de teléfono para que un día nos juntemos a tomar un café y conversar de su pueblo, de las migraciones de los asirios, de los armenios, de la antigua Grecia, del Oriente Medio, de los musulmanes y los cristianos y todas esas guerras de hace siglos que él tiene en la punta de la lengua. Pero, tengo la mala pata que siempre que doy mi número de teléfono a un hombre en situaciones así, piensan que lo que quiero es cama, así que me despido con las ganas de seguir la conversación.
Comienzo a caminar hacia caja para pagar las varitas de bambú, él emocionado me pregunta que si puedo entrar al sitio en internet del vivero y hablar de su trabajo, de cómo me trató, me señala su nombre en su camisa, le digo que sí que con mucho gusto. Aquí estoy, en esta área, siempre, venga, regrese cualquier día y seguimos conversando me grita ya de último. ¡Claro que sí!, le contesto. Pago en caja y me marcho con mis varitas de bambú y un conocimiento nuevo sobre los asirios de quienes no tenía la más mínima idea. Abrir el alma y el corazón ante la necesidad de expresión de quien clama por ser escuchado, es algo que deberíamos practicar todos los seres humanos, nos sorprenderíamos de las cosas que aprenderíamos de los demás.