Quienes quedaron frustrados y hasta aterrados por la composición política y social de la Convención Constituyente argumentan que ésta tiene poca legitimidad al representar solamente a algo más del 40 por ciento de los ciudadanos. Ahora les importa que tan pocos chilenos concurran a las urnas, pero nada dijeron de las precarias votaciones que eligieron a Sebastián Piñera y a los gobiernos de la Concertación o de la Nueva Mayoría. Han transcurrido varias elecciones en que no más de la mitad de los ciudadanos asiste a sufragar, lo que en cada evento electoral se constata pero nada se ha hecho hasta aquí por corregirlo.
En nuestro sistema democrático derrumbado en 1973 uno de sus signos más vitales fue siempre la alta y entusiasta concurrencia a las urnas, cuando el voto era obligatorio y la inscripción electoral era exigida como un documento indispensable para la realización de toda suerte de trámites públicos, incluso en las operaciones bancarias. Pero con la Constitución pinochetista, y las gráciles reformas que se le hicieron en el gobierno de Ricardo Lagos, se consagró el voto voluntario mediante el hipócrita propósito de respetar la libertad de las personas y servir a las convicciones liberales tan en boga dentro de la clase política y algunos sectores intelectuales. Todo ello contribuiría, posteriormente, a la masiva abstención electoral de la cual hoy tantos se lamentan, dejando en evidencia que la clase política lo que en realidad persiguió fue que el pueblo se mantuviera ausente del quehacer público y de la toma de decisiones respecto de su presente y porvenir. Entre paréntesis, llama la atención que los supuestos liberales en lo filosófico concluyeran, como se sabe, en los más entusiastas neoliberales.
Convocados recientemente los electores a elegir un gran número de representantes en todo el país, el ausentismo en los recintos de votación volvió a ser extremo y solo demostró la urgencia de dotarnos de una nueva Constitución, además de un sistema electoral moderno y expedito. Cuando las elecciones favorecían a la derecha o a la autodenominada centro izquierda, los escrutinios se proclamaban convincentes y legítimos, y a todos se nos exigía respetar un estado de derecho tan en entredicho y poco democrático. Y, claro, ante los magros resultados obtenidos ahora por quienes han gobernado por treinta años a Chile abundan las cartas y comentarios en la prensa destinados a desacreditar la representatividad de los elegidos como constituyentes, gobernadores, alcaldes y concejales. Felizmente, en el propio Congreso Nacional ha surgido la tramitación de una iniciativa que busca reponer la obligatoriedad del voto.
Ahora que se va a escribir una nueva Carta Magna, sería conveniente recuperar el sufragio obligatorio que tanto prestigio y solidez le dio a nuestro sistema político hasta el Golpe de Estado. Cabe destacar que en el propósito de limitar la participación ciudadana se llegó a alentar la posibilidad de una “democracia protegida” en que solo votaran los más instruidos e informados. Lo que resultaba muy consecuente con el deterioro programado de nuestro sistema educacional público, haciéndose ostensible, al mismo tiempo, la edificación de un sistema económico destinado a ahondar las brechas de la desigualdad social. En tres décadas se impidió desde el Estado recuperar los derechos laborales y sindicales conculcados por el Régimen Militar, como todo ese rico tejido de organizaciones sociales que tanto enriquecían nuestra vida cultural y le dieron aire a una democracia representativa con altos índices de participación popular.
Desde La Moneda, asimismo, se acometieron acciones para acabar con la diversidad informativa, al grado que actualmente se impone la monotonía, y especialmente en la televisión, esta es tan pavorosa como la de los mismos tiempos de la Dictadura. Pocas veces, pese a los grandes adelantos tecnológicos, el pueblo ha estado privado tan severamente del acontecer internacional, como de la creación artística y cultural, haciéndonos creer que con solo fútbol y farándula se pueden satisfacer las necesidades del pueblo.
Millones de electores en nada se involucran con el presente y el futuro de nuestra nación. Ni cuando vino el Estallido Social y los pobres y los estudiantes se levantaron en todas las calles y pueblos de Chile, se apreció interés mayor por ejercer la soberanía del sufragio y hoy, como se constata, son más los que se quedan en sus hogares que los que concurren a votar, aunque se les haya extendido a dos jornadas el proceso eleccionario.
Creemos perfectamente lícito que nuestro sistema electoral exija la concurrencia de los ciudadanos a las urnas: los chilenos deben ser sujeto de derechos y entre todas las obligaciones que se nos imponen resulta curioso que no se nos exija también elegir a nuestros representantes. De esta forma, lo que se fomenta, además, es la impunidad de quienes se van perpetuando en los altos cargos y se corrompen en su prolongado ejercicio. Aunque algo se ha avanzado al respecto, es preciso limitar aun más el número de reelecciones, castigar severamente el cohecho y restringir al máximo la influencia del dinero en las campañas electorales.
Asimismo, es una vergüenza que un país que presume de moderno y vanguardista mantenga un sistema de conteo manual de votos con engorrosos y dilatados escrutinios, cuando en otros países más rezagados que el nuestro se ha implementado el voto electrónico y, en cosa de minutos, los ciudadanos conocen los resultados de sus procesos electorales. Además, debe ofrecerse facilidades para que los ciudadanos puedan ejercer sus derechos cívicos desde donde se encuentren, garantizando también el voto de los ciudadanos chilenos que viven en el extranjero, los que ahora estuvieron de nuevo impedidos de votar. Por otro lado, quienes han mantenido el sistema electoral vigente, saben que hay cientos de miles de chilenos que viven en lugares aislados y carecen de recursos siquiera para concurrir a los distantes centros de votación. Con lo cual se ha fomentado el acarreo y consolidado en muchos casos una flagrante desproporción entre el número de votantes y habitantes. Se puede demostrar que hay comunas del país en que sufragan más personas de las que allí viven, con lo cual se explica que existan alcaldes y concejales, por ejemplo, que se perpetúan en sus cargos o los van heredando a sus descendientes y amigos.
Será siempre un derecho de los ciudadanos anular su voto o dejarlo en blanco, pero eso se debe manifestar en el secreto de las urnas y no al interior de sus hogares.