Los protocolos bélicos han cambiado. Ahora el arma más poderosa es el hambre.
La pandemia solo ha venido a favorecerlos. Ahí están, como pirañas, los grupos de poder marchando victoriosos hacia la apropiación absoluta y definitiva de los mecanismos creados con el propósito de sostener democracias tan débiles como engañosas. Esos mecanismos –llamémosles “institucionales”- en donde se administran la justicia, los derechos humanos, la riqueza de los pueblos y las oportunidades de desarrollo, han caído uno tras otro en manos de las élites económicas y de los conglomerados industriales ante la complicidad de organismos internacionales, supuestos estos a dar un tinte humanitario a la depredación.
No vemos el bosque porque los árboles ya se yerguen imponentes para ocultar la verdadera naturaleza de la devastación y la miseria a la cual han condenado a los territorios y los pueblos. La persecución de líderes, la violencia represiva contra las protestas populares, las tácticas de amedrentamiento contra todo aquel que se levante para denunciar los abusos; y los inconcebibles actos de traición de los políticos en las asambleas representativas de la voz popular, se multiplican a lo ancho y lo largo de este planeta en proceso de destrucción.
¿En qué momento perdimos de vista la trascendencia del ejercicio ciudadano? ¿Cómo permitimos el ascenso de seres tan nefastos y corruptos como quienes gobiernan aquí, en nuestro continente, y en países aparentemente mucho más desarrollados? Esos vacíos, permitidos por pura negligencia, se han ido rellenando gracias a sobornos producto del robo de nuestro patrimonio. El inmenso poder de los más acaudalados de la lista de Forbes no se reduce a la acumulación de capital; ellos también deciden nuestro destino. La muestra más palpable, en estos tiempos, es la negativa a liberar las patentes de las vacunas contra el Covid para hacerlas llegar a todos los rincones del planeta a precios accesibles y al más corto plazo, porque es una veta comercial que multiplica sus ingresos a un ritmo vertiginoso.
Los indicios del no tan nuevo orden de cosas venían dados desde el siglo pasado, cuando los tratados de libre comercio y los términos de las relaciones comerciales bilaterales pasaban primero por los despachos de los grandes consorcios. Ahí se cocinaban las vidas humanas y el destino de los pueblos, ahí se escogía a los dictadores obedientes al poder económico y ahí también se decidía quién vivía y quién no; cuándo invadir y cómo justificarlo, sin que pareciera otra cosa que una acción inevitable en defensa de los valores democráticos. Y ahí, también, se elaboraban los discursos para justificar las masacres de civiles –como “efecto colateral”- en esa carrera frenética para apoderarse de las materias primas necesarias para seguir dominando al mundo.
Hoy el proceso es casi irreversible y la perspectiva no es otra que más hambre para quienes ya lo han perdido todo, pero también para las capas medias a las que aún les sostiene la esperanza de mejores días. Esta guerra solapada y cruel avanza gracias a la fuerza de las armas esgrimidas sin el menor reparo en contra de pueblos indefensos, en contra de ciudadanos indignados pero incapaces de defender lo suyo sin caer en el intento. La farsa de las dictaduras del nuevo orden mundial: esas que aparentan ser lo que no es, pero actúan como lo que son, y no tienen ni siquiera la decencia de fingir un carácter humanitario. Ante ellas, y sin ninguna protección desde los organismos internacionales creados para defender los derechos de la Humanidad, terminamos por ceder todos los espacios. Para recuperarlos, no bastará con el acto simbólico pero inefectivo de enarbolar banderas.