RELATO Y POEMA
Cuando el árbol de acacia espinosa se despojó de sus hojas y el viento del este sopló con mucha fuerza, mi abuela miró el horizonte en busca del año de mi nacimiento y recordó el sonido del tambor mezclado con el ulular de las mujeres. Había nacido yo entonces, con la primera lluvia de invierno en medio de un valle cubierto de arena y hierba.
Un lejano recuerdo sintió mi abuela, dio unos pasos en medio del viento de arena y me dijo entonces:
̶ Tienes que encontrar las huellas de tu hermano que se marchó detrás de las dromedarias lecheras.
̶ Abuela, no veo nada, el viento de arena ha borrado todas las huellas ̶ le respondí con cierta impotencia.
Seguí delante de la jaima intentando descifrar las huellas en medio de aquella noche oscura. Sabía que las dromedarias lecheras descansaban siempre al sur, cerca del árbol de atil[1]. Coloqué el turbante sobre mi cabeza, me cubrí la cara y me até una cuerda de esparto a la cintura. Con un cuenco en la mano izquierda y una linterna en la mano derecha fui avanzando hacia el sur, mi abuela oraba en voz alta, pedía clemencia a la virulencia del viento de arena.
La jaima se movía de un lado a otro, mi hermana sujetaba el palo que servía de sostén. Mi madre repetía el nombre de Dios en su rosario de color blanco.
Empecé a caminar impulsado por el viento, observaba el movimiento de los arbustos con la luz de la linterna, cubierto con mi túnica azul. Sabía que el viento soplaba sin un rumbo fijo y era el principio de otoño. Caían pequeñas gotas de lluvia envueltas de arena. Parecían lágrimas cuando tocaban la tierra seca.
Pensé en mi abuela, ella cenaba todas las noches un vaso de leche fresca recién ordeñada. Seguí avanzando en busca de las huellas de mi hermano, en busca de las dromedarias lecheras. Con la ayuda de la linterna vi varias boñigas semienterradas. La distancia que recorría todas las noches con el cuenco lleno de leche se me hizo eterna.
Avancé unos pasos, empecé a sentir una extraña soledad. La arena penetraba en mis ojos, en mi nariz y en toda la ropa. Sabía que mi abuela seguía invocando a los santones de aquella tierra, estaría junto con mi madre y hermana agarradas a los palos de la jaima.
De repente, vi una luz rodeada de la intensa arena. ¿Será mi hermano, será el abuelo de la melena blanca, quién será? Impulsado por el viento de arena y las gotas de lluvia, cierta nostalgia se apoderó de mí. Caminé con paso firme hasta que una enorme roca me detuvo. Pequeñas gotas de agua brillaban sobre la pared de piedra. Con la luz de la linterna vi la arena mojada. El viento de arena se iba debilitando.
El cielo se abrió lleno de estrellas y un aire húmedo soplaba desde el norte. Esta vez veía una luz cercana y brillante. Oí el berrido de las dromedarias, su olor inconfundible. Caminé unos pasos, allí estaba el abuelo de la melena ordeñando en el interior de un cuenco que sujetaba mi hermano.
Me saludó con una voz suave que nacía del interior de la noche. Apagué la linterna y entonces estaban las seis dromedarias con los ojos envueltos de arena y sus crías esperando acurrucadas entre los árboles.
Saludé a mi hermano, le di el cuenco vacío y me dio uno lleno de leche recién ordeñada envuelta de espuma. Observé el cuenco varias veces y comprendí que la leche de dromedaria era un alimento nacido de la suerte divina.
El abuelo de la melena dio unos pasos alrededor de las dromedarias, cogió un puñado de arena que estaba mojado y dijo:
̶ Después del viento de arena, ha llegado la primera lluvia de otoño, mañana otearemos este lugar ̶ se despidió y desapareció en la noche poblada de estrellas.
Mi hermano y yo caminamos en dirección norte hacia la jaima de la abuela. Cuando llegamos, ella dejó de invocar a los santones y nosotros nos alegramos al ver que los palos de la jaima habían resistido a la furia del viento de otoño.
Entonces yo recordé la lluvia de invierno, las costas del Sahara Occidental, cierta lágrima impregnada de arena saltó de mis ojos. Mi abuela bebió su vaso de leche y yo me quedé despierto, mientras mi corazón latía en el silencio de la noche.
Un turbante cubre la mirada
en una noche oscura,
la abuela llama a los santones.
El abuelo de la melena
busca el agua
bajo la luz de las estrellas,
las dromedarias
observan la arena
huelen el pasto
la estación de otoño
saben que la libertad
nace en el cielo
en el mar de dunas
cuando florece
en el paisaje desnudo.
[1] Árbol común en el Sahara Occidental, muy importante para los nómadas por sus propiedades medicinales y por las propiedades de su madera para hacer utensilios y carbón. Los saharauis restriegan sus dientes con palitos de atil, mesuak, para limpiarlos y fortalecerlos.