Para cuando los tierreros se elevaban en polvaredas en las calles recién hechas en Ciudad Peronia, llegó una familia que puso una tortillería y también alquiler de bicicletas. Para tener esos dos negocios en un arrabal lleno de gente empobrecida, esa gente tenía dinero, tres empleadas (indígenas) que torteaban los tres tiempos y los hombres de la casa encargados del negocio de la renta de bicicletas que se contaban por docenas, eso para inicios de la década del noventa.
En el arrabal nadie tenía dinero para alquilar una bicicleta por sí mismo, entonces lo que hacíamos era una coperacha entre todos los patojos, para juntar cinco centavos era de buscar hasta debajo de las piedras y el trabajo común era ir a recoger basura: pasar de casa en casa recogiendo costales de basura e ir a tirarlos al barranco que siempre ha sido el basurero oficial de la colonia. Ahí dependiendo el tamaño así pagaban, nadie pagaba más de diez centavos. El alquiler de las bicicletas costaba cincuenta centavos la media hora. En esa media hora tocábamos el cielo con las manos, éramos 16, colazo cada uno en la calle. La media hora medida puntual, se pasaba uno un minuto y lo cobraban. Siempre rentábamos las BMX con tarugos o tacos, para que en el colazo fueran dos de una vez, uno majeando y otro encaramado atrás.
Sin canchas deportivas, sin parques recreacionales, los distractores los tuvimos que inventar nosotros mismos y los barrancos fueron nuestros espacios de expedición y la bicicleta y el fútbol nuestros catalizadores. Lo que anhelábamos una bicicleta, era el sueño imposible en aquella pobreza. La única niña del grupo era yo, como todos los patojos que en manada hacíamos uno, todos para una y una para todos. En la casa al ver mi ilusión por la bicicleta me decían que si ganaba el año escolar me comprarían una y al finalizar el año no sucedía, así me pasé la primaria, la bicicleta nunca llegó y mi corazón de niña se rompía cada final de ciclo escolar. Un día llegó un tío con una bicicleta destartalada, inservible por completo, era una californiana a la que yo le puse “la cuernos de chivo” porque el timón era así, con sus cuernos de cabro. Me la llevó a regalar y con un amigo que pintaba carros la pintamos, le arreglamos los frenos y las llantas y quedó nítida, como nueva. En la cuernos de chivo nos colacéabamos los 16, le pusimos los tacos y entonces íbamos 3 en cada colazo. La ilusión me duró un año porque el siguiente llegó mi tío y al verla tan arreglada se la llevó sin decirme nada y cuando regresé de la escuela ya no estaba mi californiana, nuevamente se me volvió a romper el corazón. Dos cosas anhelé en la vida: una bicicleta y una cámara fotográfica.
Para cuando me gradué de maestra de Educación Física cumplí mi promesa y desde el primer sueldo me fui a comprar por pagos una bicicleta montañesa, no hombre era la de lujo, con sus dos amortiguadores, yo misma había hecho realidad mi sueño de niña y ese día que salí con mi bicicleta de la tienda fui tan feliz. Me fui a celebrar solita a una pastelería, me compré una taza de café y un pedazo de pastel y le quité las curitas que le había puesto a mi corazón para que sintiera de nuevo la adrenalina de montar en bicicleta. No era la bicicleta en sí, era curar mi corazón de las promesas fallidas, era demostrarme que si quería algo en la vida yo misma tenía que luchar por ello sin esperar nada de nadie. Era cumplir mi promesa de niña que yo misma me compraría mi bicicleta. Desde niña aprendí a no ilusionarme y a no creer en las promesas de nadie y supe también que estaba sola y que sola debía salir adelante. Lo de la bicicleta fue una lección de vida a una edad muy corta.
Cuando emigré dejar mi bicicleta fue como dejar una parte de mí, porque no la consideraba un objeto sino una extensión mía. Llegué al extranjero para finales de otoño y para el invierno sin automóvil compré una bicicleta de las más baratas, que me sirviera para ir y regresar del trabajo y me tocó manejar bajo la nieve, el frío no importaba porque yo iba en mi bicicleta como cuando era niña. Con esa bicicleta descubrí los montes en mi reserva forestal rentada, poco me duró la alegría porque al poco tiempo me la robaron. No era un objeto, era de mis grandes amores. Dejé que pasara el tiempo y ahorré, moneda tras moneda, dólar tras dólar hasta que ajusté para comprar la bicicleta de mis sueños, una que fuera mitad montañesa y mitad de carrera, con la que podía ir al monte y tomar calle.
Y hasta hoy es la bicicleta que me acompaña, cada primavera le doy mantenimiento yo misma, y al menor aviso de desajuste me da taquicardia, la cuido como a una extensión de mi cuerpo, porque somos una sola mi bicicleta y yo. Porque me acompaña a recorrer caminos lejanos, desconocidos, porque es parte de mis alegrías, de mis descubrimientos, de los latidos de mi corazón. De mi emancipación como mujer. Muchas veces creemos que es un libro el que emancipa a las mujeres, yo digo que la verdadera emancipadora es una bicicleta porque nos permite movilidad, conocer lugares, estar con nosotras mismas, descubrir destinos, consolidar la confianza en nosotras mismas, en nuestros instintos porque nos da la libertad de elegir: hoy quiero tomar este camino, mañana aquel extravío y así vamos conociendo lugares mientras cae la lluvia sobre nuestros cuerpos, la niebla acaricia nuestros rostros o el sol abraza nuestras ilusiones.
Yo le diría a cualquier persona pero más a las mujeres, que si hay un sueño de niña, una herida emocional que se pueda restaurar (porque hay otras que se quedan con nosotros de por vida y no tienen cura) comprando ese objeto que tanto anhelaron en sus años de infancia, háganlo. Tal vez no será la misma emoción, ni la misma necesidad de cuando fueron niñas, pero ayudará a curar la herida. Pero para eso hay que desearlo con todas las fuerzas del corazón, sé que es difícil cuando uno es obrero y no se tienen los medios económicos, pero no importa el tiempo que tome, ahorren centavo por centavo y el día de comprar ese objeto que tanto anhelaron va a llegar. Como una reparación, como una caricia al alma y como una forma de demostrarnos a nosotras mismas que aunque las mujeres estamos solas, solas podemos, nadie más lo hará por nosotras, es algo que tenemos que hacer como un reparación histórica, con nuestras ancestras, con nosotras mismas y por las generaciones que vendrán: el pase habitual de estafeta para reparar el hilar generacional de nuestro género. Nuestra emancipación que es una lucha diaria.
Otro día les contaré de cómo hice realidad el sueño de comprar mi cámara fotográfica, otro de los imposibles en mi vida por mi economía pero que hice una prioridad. Y es la pregunta que debemos hacernos, ¿por qué es una prioridad?