Por Vicenç Navarro

Profesor de Health and Public Policy en The School of Public Health, The Johns Hopkins University; Catedrático Emérito de Ciencias Políticas y Sociales, Universitat Pompeu Fabra.

Si miramos el porcentaje de la población que vive en los países de la Unión Europea que está hoy vacunada contra la COVID-19, vemos que es sorprendentemente bajo, muy por debajo de la capacidad real de producir tales vacunas que tienen el colectivo de países que constituyen esta unión. En realidad, es mucho más bajo (7,5% de media con la primera dosis a 8 de marzo) que el país que había sido miembro de la UE hasta hace muy poco, el Reino Unido (33,6% con la primera dosis a 7 de marzo), el cual decidió salirse de ella mediante el proceso conocido como BREXIT, e incluso más bajo que EEUU, donde los porcentajes ya son muy superiores a los de la UE (18,3% con la primera dosis a 8 de marzo); si tomamos como indicador la población completamente vacunada (con dos dosis), los porcentajes son todavía más bajos (3% en la UE, 1,7% en el Reino Unido y un 9,4% en EEUU, a 8 de marzo). En realidad, un número creciente de países europeos, sobre todo de la Europa Oriental, se han ido saliendo del marco desarrollado por la UE para abastecerse de vacunas, comprando vacunas procedentes de Rusia, como la Sputnik V (en el caso de Hungría o Eslovaquia) o de China, como la desarrollada por Sinopharm (en el caso también de Hungría).

La capacidad de producción farmacéutica es de las más elevadas del mundo
Esta situación de gran escasez de vacunas es paradójica, pues los países de la UE tienen en su conjunto un gran tejido empresarial farmacéutico. Y sus máximas autoridades (como, por ejemplo, la Comisión Europea), así como gobiernos dentro de ella (como el alemán), habían manifestado, desde el principio de la pandemia, su interés en facilitar vacunas contra la COVID-19, proveyendo amplios fondos públicos para financiar la investigación
que permitió más tarde el desarrollo y la producción de tales vacunas. La UE ha sido el segundo grupo de países en volumen, después de EEUU, en proveer fondos públicos para estimular dicha investigación y producción. La Comisión Europea (junto con la OMS) movilizó el 4 de mayo de 2020 casi 8.000 millones de dólares en apoyo a la investigación en la producción de vacunas contra la COVID-19 y material relacionado, como jeringuillas. Pocos días después, el 15 de mayo, el gobierno federal de EEUU invirtió 10.000 millones de dólares en facilitar tal producción. Posteriormente, ya a mediados de septiembre, BioNTech (la empresa alemana que se había aliado con la compañía estadounidense Pfizer) recibió 375 millones de euros del gobierno alemán y Oxford-AstraZeneca recibió 1.000 millones de dólares de fondos públicos (datos extraídos del informe “How Europe fell behind on vaccines”, Politico, 27.01.21). Los fondos públicos fueron, pues, determinantes para la producción de las tres vacunas más conocidas en la UE: Pfizer-BioNTech, Moderna y Oxford-AstraZeneca. La evidencia de ello es abrumadora. Y los compradores de las vacunas han sido autoridades estatales. La producción, sin embargo, ha sido un negocio privado.
Las conocidas y discutidas causas de este retraso. La lentitud de la burocracia europea
Una de las mayores causas que han sido señaladas como responsables de tal retraso es la lentitud de la agencia europea encargada de la regulación de la seguridad y eficacia de los productos de la industria farmacéutica, la European Medicines Agency (EMA), una agencia que, como ocurre también con una semejante en EEUU, la Food and Drug Administration (FDA), tiene la
responsabilidad de garantizar que los productos farmacéuticos pueden distribuirse, exigiéndose su previa aprobación para poder ser comercializados en la UE. Esta crítica se hace predominantemente por parte de voces liberales, quejosas de la burocracia europea, conocida por su lentitud. Y, a la luz de los datos, tal crítica parece ser merecida, pues, por regla general, la EMA tarda más tiempo (unas tres semanas más, como promedio) en aprobar una vacuna contra la COVID-19 que lo que tarda su homóloga en EEUU, la FDA. El coste de este retraso es de casi 50.000 muertes por COVID-19 en tres semanas, el número de vidas que podrían haberse salvado si estas vacunas hubieran estado disponibles. Dicha agencia no ha aprobado todavía las vacunas rusas o chinas.

Otra causa citada: la exportación de las vacunas a otros países de la UE
Otro argumento que se ha utilizado para explicar la escasez de vacunas contra la COVID-19 es la exportación de dichas vacunas producidas en la UE a otros países no pertenecientes a ella, situación que ha forzado a Italia (a la que se ha sumado Francia) a prohibir que las empresas productoras las exporten a países ajenos a la UE. No hay duda de que, en la situación actual de gran escasez de vacunas en la UE, esa exportación contribuye a agravarla. Pero este problema dista mucho de ser la principal causa de la escasez, que es el excesivo poder de las empresas farmacéuticas productoras de tales vacunas y su comportamiento monopolístico en busca de la maximización de sus beneficios a costa del bien común. Veamos los datos.
Quién se beneficia más de esta escasez de vacunas: cómo funcionan las empresas privadas productoras
La industria farmacéutica tiene como objetivo el incremento de sus beneficios empresariales, que repercuten primordialmente en sus accionistas. Este es un objetivo muy legítimo en las economías de mercado, pero que puede entrar en conflicto (y lo hace frecuentemente en áreas sanitarias y de salud pública) con el bien común de la mayoría de la ciudadanía. Hay múltiples ejemplos de ello. Soy consciente de que últimamente se está hablando mucho de la responsabilidad social del mundo empresarial, intentando relativizar la importancia del primer objetivo, es decir, la optimización de los beneficios. Ahora bien, sin negar la posibilidad de que esta responsabilidad pueda darse, el hecho es que es una dimensión secundaria, como muestra el comportamiento de las tres empresas que producen las tres vacunas más utilizadas en la UE. Tales compañías (Pfizer, Moderna y AstraZeneca) tienen grupos de accionistas bien conocidos en el mundo del capital financiero. Pfizer es una de las mayores empresas (n.o 49) del mundo, con un capital de 194.000 millones de dólares. Entre sus accionistas predominan intereses financieros, incluyendo especulativos, como Black Rock y bancos internacionales. Moderna, estadounidense, establecida en 2010, tiene previsto alcanzar un capital en 2021 de 20.000 millones de dólares. AstraZeneca, británica, espera alcanzar 2.000 millones de dólares. Johnson and Johnson, estadounidense, 10.000 millones de euros. Y así un largo etcétera. Sus beneficios son enormes. Nunca se habían alcanzado unos beneficios tan elevados.

¿Por qué se alcanzan unos beneficios tan altos?
Estos beneficios de empresas privadas no se alcanzarían si no fuera porque los Estados y las organizaciones internacionales que estos establecen no solo lo permiten, sino que facilitan que así ocurra. Les han garantizado que, por un período largo, que puede durar hasta 20 años, ninguna otra empresa podrá producir y comercializar tales vacunas. Solo estas empresas podrán hacerlo, dándoles la exclusividad y el monopolio de venta de tales productos, vitales y esenciales para salvar vidas. Y la justificación para mantener este derecho de propiedad (el famoso copyright) es que hay que compensar a las empresas privadas por el coste de haber desarrollado y producido tales vacunas y haberse arriesgado a hacerlas (cuando, en realidad, gran parte de este coste fue cubierto con fondos públicos, además de tener asegurada de antemano la colocación del producto). Dean Baker, el economista que ha estudiado con mayor detalle el comportamiento de la industria farmacéutica, ha documentado extensamente la falta de credibilidad del argumento (ampliamente extendido entre economistas liberales) que afirma que la industria necesita que se le garanticen tales derechos de propiedad durante períodos tan largos para compensar los costes de la producción.
La realidad es que ese copyright es consecuencia del enorme poder político y mediático de dichas empresas. De hecho, el poder político está claramente influenciado por estas empresas, como fue el caso de la Administración Trump (cuyas campañas electorales estuvieron financiadas, en parte, por la industria farmacéutica) o de la Comisión Europea (dirigida por partidos conservadores-liberales de gran sensibilidad hacia el mundo empresarial, el gran benefactor y sostenedor de las sacrosantas leyes del mercado, siempre muy favorables a las tesis de optimización de los beneficios empresariales). Este poder político es el mayor responsable de que este copyright se mantenga, incluso a costa de sacrificar el bien común, como lo son las vidas de las personas que mueren, unas muertes que se hubieran evitado si se hubiera tenido la vacuna.
Es más, su monopolización del mercado ha creado unas situaciones que deberían denunciarse, como el elevadísimo precio que exigen a los países pobres, muchas veces superior al precio que exigen a los países ricos. Según un informe de UNICEF, la compañía Oxford-AstraZeneca, que pide 3,5 dólares por vacuna a la UE y 4 dólares a EEUU, exige 8,5 dólares a Uganda. Es más, a países en los que se llevó a cabo la fase experimental de las vacunas, como Argentina y Brasil, no se los tuvo en cuenta en el cálculo del coste del producto. Y en la UE, las farmacéuticas han ido modificando los precios pactados inicialmente a medida que la demanda internacional ha ido aumentando, según la ley del mercado.
¿Todo esto es evitable?
Está claro que en una situación tan dramática como la actual, en la que están muriendo casi 10.000 personas cada día en el mundo por COVID-19, no puede (o no debería) darse una situación como esta. Hoy esta enfermedad ha causado ya más muertos en el mundo que cualquier conflicto global anterior.
El número de muertes, y el enorme coste en el bienestar y calidad de vida de las poblaciones en todas las partes del mundo exigen un cambio sustancial en la dinámica productiva y distributiva de las vacunas y otros elementos necesarios (que van desde jeringuillas a personal de vacunación) a nivel europeo y a nivel mundial. Como ocurre en la otra gran crisis mundial que hoy sufre la humanidad, la crisis climática, la supervivencia y bienestar de las poblaciones está en cuestionamiento como consecuencia de la pandemia.
Y la medida más urgente es intentar movilizar masivamente a la industria farmacéutica a nivel local y mundial (así como a todos los servicios y empresas productoras de tales materiales) para, como se hizo para erradicar la poliomielitis en el mundo, se fabriquen estos productos poniendo, al menos provisionalmente (mientras dure la pandemia), el copyright en suspenso, de manera que cualquier país o grupo de países puedan producirlos. Y a unos precios asequibles, definidos política y democráticamente, que aseguran su universalidad.
En una supuesta guerra contra el virus es erróneo, inhumano y cruel en extremo que se permita anteponer el derecho de unos pocos al derecho de todos. Y ello trasciende la clásica división de países ricos versus países pobres, pues en los países ricos hay también gran escasez de vacunas, aunque no tanta como en los países pobres. Perpetuar esta situación sería equiparable a que en la II Guerra Mundial se hubiera permitido a la industria militar dictar los términos y precios de los productos bélicos necesarios.
Por fin estamos viendo que comienza a haber un cambio. Como consecuencia de una agitación social que se está expandiendo a los dos lados del Atlántico Norte, hoy hay manifestaciones populares en protesta por la falta de vacunas, lo que ha llevado en EEUU al presidente Biden a utilizar las leyes aprobadas durante la II Guerra Mundial para estimular y/o forzar la producción de vacunas en muchos puntos del país. ¿Por qué no lo hace la UE?

 

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