Por Mariela Jara
– La covid ha precarizado tremendamente la vida de las mujeres en los países de América Latina y El Caribe. Se estima que unas 118 millones de ellas se hundieron en la pobreza en la región a consecuencia de la crisis económica y social generada por las medidas destinadas a enfrentar la pandemia.
Pero no es el único impacto, también se han incrementado los índices de violencia machista, la caída específica del empleo y la desigual distribución en el uso del tiempo por el incremento de las responsabilidades de cuidado, tal como han documentado diversos estudios de organismos regionales de las Naciones Unidas, haciendo más urgente el desafío de alcanzar la igualdad de género.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) detalla en un documento publicado en febrero que el desempleo femenino alcanzó 22,2 % en 2020 en la región, en un contexto de recesión económica y disminución de los ingresos en los hogares. Este panorama, se precisa, marca un retroceso de 10 años de la participación femenina en el mercado laboral.
Por ejemplo Colombia registró al primer semestre del año pasado, tras las medidas de confinamiento dispuestas por el gobierno, una tasa de 24,6 % de desocupación femenina. “La mayor parte del trabajo perdido en el país ha sido el de las mujeres”, informó Beatriz Quintero, de la no gubermental Red Nacional de Promoción de la Mujer.
El gubernamental Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane) de ese país reconoce que la crisis originada por la pandemia ha tenido mayor costo para las mujeres en relación a los hombres. Solo en el trimestre abril-junio de 2020 se produjo una pérdida cercana al millón de empleos femeninos.
Un efecto de esta masiva salida de las mujeres del mercado laboral es su desplazamiento a las ocupaciones de cuidado en sus hogares, las que antes eran probablemente parte de servicios contratados.
“El aumento de trabajo de cuidados, que es trabajo no remunerado, es uno de los impactos que más está golpeando a las mujeres. Ellas están confinadas al igual que las demás personas, pero la diferencia es que esta responsabilidad siempre ha recaído sobre ellas por la división sexual del trabajo”, explicó Quintero a IPS por una videollamada por WhatsApp desde Bogotá.
Efectivamente, una encuesta del Dane de agosto último arrojó que 39,6 % de las mujeres estaban más sobrecargadas con las tareas del hogar respecto a 20,0 % de los hombres.
La Cepal reporta que la respuesta de los Estados para contener la covid-19 ha erosionado actividades económicas con alta participación de mujeres como la industria de manufactura, el comercio, el turismo y el trabajo doméstico remunerado, que representan casi 60 % del empleo femenino regional.
A ello se suma que algunos de estos sectores económicos están caracterizados por la informalidad, lo que se traduce en precarias e inestables condiciones laborales para las mujeres, como le tocó experimentar a María del Milagro Campos, una joven peruana que perdió su empleo como guía turística durante la pandemia.
“Yo vivía sola, con mi empleo de guía oficial de turistas podía pagar mi universidad y ser independiente. Con la pandemia me quedé sin trabajo, dejé la universidad y regresé a vivir con mis padres”, contó.
“Pero lo más doloroso de todo ha sido la muerte de mi papá por covid”, explicó. El deceso se produjo cuatro días antes de su diálogo con IPS por WhatsApp desde Chiclayo, la ciudad del noreste del país donde vive su familia y está desde que su padre enfermó.
Violencia, la otra pandemia
La violencia de género se retroalimentó con la pandemia y las cifras que exhibe la región son alarmantes al punto que del conjunto de 25 países con mayor número de feminicidios, 14 se ubican en esta parte del planeta según refiere el Banco Mundial.
Mientras el confinamiento avivó la violencia doméstica, en la mayoría de países las mujeres se enfrentaron al problema del cierre de los servicios de protección frente a la violencia durante los meses de cuarentena, quedando las mujeres completamente desprotegidas con sus agresores bajo el mismo techo.
En Perú, por ejemplo, las líneas y oficinas estatales atendieron más de 98 000 denuncias entre enero y noviembre del año pasado.
Es una cifra menor en 40 % respecto de la registrada en el mismo lapso de 2019, pero muy engañosa, porque obedece a que las oficinas públicas donde denunciar permanecieron cerrada los primeros meses de cuarentena radical, así que solo se podía hacer por internet y además, las mujeres maltratadas estaban siempre junto al agresor, lo que les impedía pedir auxilio.
En el mismo periodo, se registraron también 120 feminicidios y 204 tentativas, la gran mayoría durante las medidas de emergencia para contener la expansión del coronavirus.
Cuando la covid saca el espíritu emprendedor
En este contexto en que el desafío de la igualdad de género cobra mayor urgencia ante evidentes retrocesos por la crisis económica, social y sanitaria, las mujeres dan la lucha frente a la adversidad. Y lo hacen también en las zonas rurales donde realizan contribuciones a la seguridad alimentaria pese a las discriminaciones que enfrentan.
La Comisión Interamericana de Mujeres (CIM) estima en 58 millones la población femenina rural en América Latina. Solo 30 % tiene tierras agrícolas, apenas 5,0 % accede a capacitación y asistencia técnica y según ONU Mujeres, 25 % carece de fuentes de agua mejoradas y padece la brecha digital de género.
La peruana Maribel Palomino, de 41 años, es una de las mujeres rurales de la región, cuya realidad ejemplifica la de otras muchas.
Al declararse la pandemia, tuvo que regresar al hogar familiar ubicado en la comunidad campesina de Muñapata, en la zona altoandina del departamento de Cusco, en Perú. Lo hizo desde Urcos, la ciudad capital del distrito donde se ubica la aldea familiar, llevando de la mano a su hijo de siete años, Jared Rodríguez.
También lo hicieron su hermana y su hermano y de esa forma unieron sus recursos y fuerza de trabajo para incrementar los cultivos de la pequeña granja familiar, alejar el riesgo de hambruna y cuidar de sus padres, ambos adultos mayores.
“Al inicio de todo, fue horrible, teníamos tanto miedo de salir, no queríamos ni acercarnos al pueblo, pero debíamos abastecernos de azúcar, aceite, lejía, alcohol, jabón… así que yo me iba caminando por la trocha carrozable (camino de tierra)… me demoraba 45 minutos de ida y otros 45 de vuelta”, relató a IPS por teléfono desde Muñapata.
Además, su jornada de trabajo era agotadora. Estaba de pie a las cinco de la mañana para limpiar las heces de los animales y las casitas de los cuyes (Cavia porcellus), para luego buscar las hojas con que darles de comer. Mientras tanto su hermana ayudaba a su papá a sacar los carneros a pastar.
“El tiempo se va volando, hay que limpiar a cada momento y ahora será peor porque empieza el colegio y yo acompaño a mi hijo en sus clases por el teléfono celular, soy como otra alumna más…», explicó.
Las cosas comenzaron a cambiar cuando Palomino decidió ampliar la siembra con un biohuerto que instaló gracias a su participación en un proyecto del no gubernamental Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán, que cuenta con el impulso de la Agencia Vasca de Cooperación al Desarrollo y de Mugen Gainetik, otra organización del País Vasco, en España.
“Al principio solo producía para nuestro consumo, para compartir con la familia, pero con la pandemia y ante la necesidad, no podía quedarme sin hacer más”, recordó sobre cómo tomó impulso para lanzarse a vender sus hortalizas y generar ingresos para los estudios de su hijo.
“Nunca había vendido en el mercado, pero me atreví, sabía de una feria en Cusco, la ciudad, y llevé 20 lechugas mantis (Lactuca sativa), bien bonitas y frondosas. ¡Pesaban cada una un kilo! A la gente le encantó y me compraron todas. Y desde entonces voy dos veces por semana llevando también mis acelgas y mis repollos”, explicó esta emprendedora surgida de la pandemia.
Además, ahora tiene cinco clientas a las que lleva las hortalizas a sus casas. “¡Hago delivery (entrega a domicilio)!”, dijo medio incrédula.
“No es fácil pero me siento agradecida de que esta pandemia sacó la emprendedora que había en mí, no sabía que sería capaz de vender, de decirles ‘ven caserita (compradora), ven caserito, mira mi lechuga, bonita y sanita, sin químicos para tu buena salud, te va a gustar’… Y les gusta porque yo siembro agroecológico y regresan a pedirme más”, afirmó con un orgullo que traspasaba la línea telefónica.
Palomino lo tiene claro. Cuando la pandemia acabe, ella no volverá a la ciudad, seguirá ampliando y mejorando su empredimiento de horticultura ecológica y ya avanza en crear una alianza con otras productoras de su comunidad y otras cercanas, para comerciar sus productos en forma colectiva y «mejorar nuestros cultivos, las ventas y la vida de nuestras familias».