Decidir sobre la propia salud es un acto de libertad y debe ser respetado.
Desde los centros de poder político, económico y mediático nos intentan convencer de que las medidas de contención para frenar la pandemia, son las adecuadas. No dan razones, pero la ciudadanía observa con justificada desconfianza cómo estas estrategias se aplican de manera aleatoria y muchas veces en contradicción con el más elemental sentido común. Algo parecido sucede con la efectividad de las vacunas las cuales, todavía en proceso de investigación, ya se distribuyen masivamente.
Cuando alguien expresa dudas a partir de información divulgada por medios de comunicación y redes sociales –algunas veces desde fuentes no confiables, pero también desde la opinión calificada de científicos reconocidos por su trayectoria- de inmediato surge la reacción adversa para calificar estas reflexiones como “teorías conspiracionistas” de quienes no aceptan como válidas las explicaciones sobre la seguridad de estos recursos inmunitarios. A lo largo de la historia, ha sido innegable la efectividad y aporte de las vacunas que han pasado por procesos de investigación profundos y de larga data, cuyos resultados han constituido un aporte esencial a la salud pública desde cuando fueron descubiertas. Pero durante esta pandemia, también es una realidad que el proceso de elaboración ha sido demasiado breve y todavía sujeto a ensayos. De ahí la resistencia de personal sanitario, sobre todo en países de primer mundo, presumiblemente bien informados y con experiencia en su campo, a aceptar las nuevas vacunas y su inoculación masiva.
La vida y la salud de la población mundial están en juego y, desde su escaso conocimiento sobre el tema sanitario, esta observa cómo a pesar de las medidas de confinamiento que van y vienen sin razones explícitas, los casos aumentan y también los decesos. Los gobiernos, especialmente de nuestros países tercermundistas, han convertido el tema de vacunas en una herramienta de negociación política y privilegios, dejando por un lado su enorme responsabilidad hacia la población a la cual están obligados a servir y responder. A eso se suma la falta de campañas de información para explicar de manera sencilla cuáles son las características, riesgos y condiciones de las vacunas, con el objetivo de facilitar una toma de decisión consciente por parte de la ciudadanía.
En este sentido, las grandes multinacionales farmacéuticas tienen la obligación de compartir información confiable –a pesar de su dudosa reputación como gigantes industriales de ética flexible- y abstenerse de participar en actos de corrupción con algunos gobiernos cuyas claras intenciones van hacia convertir las vacunas en un negocio próspero y privado, condenando a los más pobres a un destino incierto. Si la vacunación es la respuesta más razonable para consolidar la inmunidad de rebaño y detener esta emergencia sanitaria que ya dura más de un año, entonces debe ejecutarse bajo la consigna del derecho a la salud, suscrita en todos los textos constitucionales, así como a la información responsable sobre riesgos y beneficios.
Para imponer este derecho sin excepciones, será necesaria la participación activa de las organizaciones ciudadanas y del ámbito sanitario, con el propósito de evitar lo que ya se perpetra, que es una grotesca manipulación en la información, distribución y aplicación de las vacunas, transformadas en instrumentos de proselitismo y discriminación. Oponerse a ello no es conspiración, sino un elemental ejercicio ciudadano.