No es cuestión de que la prensa magnifique los acontecimientos para obtener audiencia, rating y lectores. La vida cotidiana en Chile se ha hecho francamente peligrosa y los delitos comunes se demuestran cada vez más frecuentes y brutales. Se mata para robar un auto, para despojar a los ancianos de sus modestas pensiones como a los niños de sus bicicletas. Se trata ahora de bandas constituidas por adolescentes e inimputables, cuyas armas las obtienen de los narcotraficantes, de las propias policías y de las redes de contrabando. Los pobres les roban a los propios pobres y también a los ricos. Y hasta han surgido mujeres que se organizan, delinquen e incluso inducen a sus hijos a practicar asaltos y un sinnúmero de acciones criminales.
En tiempos de pandemia a veces no existe más remedio que violar la ley y atentar contra el prójimo frente a un gobierno extremadamente cicatero, que se ufana de estar ganando más dinero que nunca por el alto precio internacional del cobre. Piñera y sus afines ciertamente celebran las “oportunidades de negocios” que han surgido de la crisis sanitaria; para ello es cosa de observar las ganancias de los bancos, las ventas de automóviles lujosos y toda esa suerte de emprendimientos que también nos sirven para jactarnos frente a nuestros vecinos.
En este sentido, ha sido bienvenida la inmigración que está salvando nuestra agricultura y los servicios básicos. Desde hace años, requeríamos de más mano de obra barata, según concluyen muchos. Los servicios domésticos hasta se nutren de peruanas, bolivianas que, además de sus servicios propios, les enseñan a hablar mejor a los niños pudientes y de paso enriquecer nuestras prácticas gastronómicas.
Por todas las calles del país se aprecian distintos colores, idiomas, vestimentas y diversas otras curiosidades. Nos estamos convirtiendo en un país cosmopolita y los trabajadores chilenos ya aprendieron que es un pésimo negocio mostrar su descontento y deseo de ser justamente remunerado. La brecha entre los ingresos de pobres y ricos se ha extendido aún más y amenaza, por supuesto, con hacerse muy explosiva.
La Moneda sabe que la pandemia es su mejor aliado, mientras haya dinero para pagarle bien a los uniformados. Porque mientras se pasen por alto sus consabidos privilegios y asaltos al erario nacional se puede conjurar cualquier amenaza contra el “orden constituido”.
De esta forma, derechos tan fundamentales como el de la educación y la diversidad informativa sucumben ante la posibilidad de que la prensa tenga “material” diario para sus informativos teñidos de sangre. La terrible noticia de un niño desaparecido en el sur desaparecido y luego encontrado muerto, ha servido para incrementar el morbo de los telespectadores y extenderle sus contratos a los más frívolos rostros de la farándula informativa nacional que empezaban a ser exonerados a falta de hechos atroces y publicidad comercial. Porque se sabe que ahora lo que importa es solo lo que sucede en Chile, aunque el mundo sea un hervidero de noticias.
Fútbol virtual, crímenes y bulladas corrupciones de la política es lo que más importa mientras la vida se hace agua especialmente allí, donde viven los más pobres y discriminados, cuya cotidianidad no existe para la mayor parte de los medios de comunicación. Porque solo alcanzan especial notoriedad los delitos que se prodigan en los barrios pudientes y, aunque el crimen se intensifica, se soslayan las estadísticas que nos señalan cuántos chilenos mueren a diario por el cáncer y las otras pestes que se han dejado de atender ante el Coronavirus. Tampoco importan los cesantes que se prodigan aún más durante las cuarentenas que, según muchos, contribuirían mucho más a los contagios del Covid 19 en las zonas más hacinadas del país, donde vive la enorme mayoría de nuestra población. Pueblos y ciudades que la Televisión solo consigna cuando se ve forzada a reportar las cacerías policiales en los barrios pobres y las poblaciones indígenas. Las que recién son reconocidas por la autoridad como “macrozonas”, a las que ahora busca imponerles el estado de sitio y el rigor militar, al igual que en tiempos de dictadura, y cuyos muertos todavía no se terminan de encontrar y contar.
Realmente, parece tarde ganarle ya a la delincuencia, cuando la corrupción, para colmo, está tan entronizada en los tribunales de justicia, las policías y las clases dirigentes. Cuando los fiscales y jueces compiten mediáticamente entre ellos y aun no se terminen de contar los desfalcos de todas las ramas de nuestra “Defensa” Nacional. Cuando los grandes empresarios ya hicieron un balance favorable entre sus asaltos a los consumidores como al Fisco y las módicas sumas que pagaron en multas solo en aquellos casos en que el escándalo se hizo indisimulable.
¡Vaya como han retornado rápido a la política los legisladores y jefes de partido sobornados! Preparémonos para que muchos malhechores se reelijan en los municipios, levanten sus candidaturas para el Parlamento y alcancen incluso un cupo en lo que muchos quieren ver como un nuevo coto de caza de la política competitiva y bien remunerada: la “Convención constituyente”.
Todo esto explica que el país no se dé leyes más estrictas para combatir el crimen organizado. Si los atroces episodios de tortura, desapariciones forzadas y juicios sumarios siguen impunes o reciben una sanción nimia y hasta ridícula. Curiosamente, los mismos que exigen el “máximo rigor de la ley” para los delincuentes comunes son los que buscan el indulto para los más tenebrosos agentes del estado, los banqueros, los políticos corruptos y los llamados criminales de cuello y corbata.
Pese a las restricciones a la libertad de movimiento, a los confinamientos y estados de sitio, el pueblo sale cada vez más resuelto a las calles para clamar por justicia y exigir un NO a la Impunidad. Los delincuentes comunes se han hecho igualmente repudiables que los carabineros, los políticos y los tribunales. La desconfianza se ha generalizado y la línea que separaba el bien y el mal está completamente desdibujada. Como completamente nublados, además, los referentes morales y liderazgos espirituales. Ya no hay quien pueda describir con alguna certeza lo que ocurre. Todos parecemos desconfiar de todo: La existencia se nos hace cada vez más frágil e incierta. Donde “la vida ya no vale nada”.