Hay que reconocer que el decano cada siglo nos trae alguna sorpresa respecto del reconocimiento de los derechos humanos. No todo lo que publica es necesariamente a favor de la violación de los derechos humanos de nuestro pueblo. Aunque claro, las excepciones son extremadamente difíciles de encontrar. Pero aquí van tres, partiendo por una ¡del sábado pasado! En efecto, en la Revista “Vivienda y Decoración” del 13 del corriente, aparece en un reportaje sobre el destacado arquitecto de la Escuela de la UCV de Valparaíso, Francisco Mendez Labbé -recientemente fallecido- una fotografía de sus murales del puerto, con una nota que dice: “La idea de murales en Valparaíso nació a fines de los 60, cuando pintó 60 que luego fueron borrados en la dictadura (sic)” (VD; p. 11). Pareciera ser el primer reconocimiento –de un texto propio de “El Mercurio”- de que ¡en Chile tuvimos una feroz dictadura, que conmovió al mundo, por diecisiete años! Luego de treinta años…
Pero en el siglo pasado tenemos al menos dos textos particularmente notables. Uno de ellos en que se refiere condenatoriamente a la detención seguida de desaparición (¡sí!) de Manuel Anabalón Aedo. Este era un joven profesor comunista de Antofagasta, llevado detenido en barco a Valparaíso (con otros detenidos) por la dictadura de Carlos Dávila en 1932 (mal llamada “República Socialista”) y separado por el joven prefecto de la Sección de Investigaciones de Carabineros del puerto (todavía no existía el Servicio de Investigaciones, como policía civil), Alberto Rencoret Donoso. Este último fue condenado por el juez militar Juan Segundo Contreras por el “homicidio calificado” (se encontraron meses después -caído Dávila- sus restos mortales fondeados en la bahía de Valparaíso) de Anabalón a 12 años de presidio en su calidad de autor, junto con los agentes Clodomiro Gormaz y Luis Encina a 10 años como coautores del mismo delito. Sin embargo, mientras se veía su apelación ante la Corte Marcial los tres se vieron beneficiados por una ley de amnistía aprobada el 15 de septiembre de 1934, a instancias del gobierno de Arturo Alessandri.
Sorprendentemente, Alberto Rencoret entró luego al Seminario siendo ordenado sacerdote en 1939, y como obispo en 1958, terminando su carrera eclesiástica como arzobispo de Puerto Montt. Curiosamente, abandonó su arzobispado en 1969, a los 62 años y sin causa aparente, retirándose a vivir solitariamente en Constitución, localidad de sus ancestros. Y, más impactante aún, luego del golpe de 1973 se convirtió en ferviente partidario de Pinochet, hasta que falleció en 1978. Además, nunca reconoció sus crímenes; ni tampoco los ha reconocido la jerarquía de la Iglesia Católica, hasta la fecha.
A su vez, “El Mercurio” –que había apoyado las diversas Juntas de Gobierno de 1924 y 1925, y luego las dictaduras de Ibáñez y de Dávila- se mostró sensibilizado posteriormente con el caso Anabalón, en un texto de antología –que dados “los 17 años”- desafía a la imaginación más desbordante: “De las investigaciones practicadas se deduce que todo lo ocurrido al profesor Anabalón se ordenó y cumplió por medio de instrucciones verbales. No hay constancia escrita ni de la detención en Antofagasta, ni de la orden de remitirlo al sur del país, ni de su embarque, ni de su libertad en Valparaíso, donde la pista se pierde hasta la fecha (…) Todo esto es de una gravedad tal que exige un pleno esclarecimiento para establecer con precisión qué ha ocurrido y quiénes son los responsables de los delitos que en torno a Anabalón pueden haberse cometido (no se habían encontrado aún sus restos mortales). Desde luego, el procedimiento que ha sido clásico en todos nuestros regímenes dictatoriales, ya sea el del señor Ibáñez, ya de los señores Grove (que estuvo 12 días al mando de la fugaz “República Socialista”) y Dávila, ya de las innúmeras Juntas de Gobierno que se han apropiado en ocasiones que todos recuerdan, del poder público, es funesto y envuelve una falta absoluta de respeto hacia los más sagrados y elementales derechos del individuo. Los servicios de investigaciones (…) han procedido por simples órdenes verbales, en algunos casos telefónicas, de las que han resultado deportaciones, relegaciones y ahora, en el caso Anabalón, su desaparecimiento. La sola enunciación de lo ocurrido mueve a todos los ánimos a formular la más enérgica protesta y la más severa condenación por la perpetración de tales atentados que no es posible que queden impunes ni mucho menos en la penumbra” (“El Mercurio”; 26-10 -1932)…
Pero, además, meses después es posible encontrar otra “joya” del decano. En el descubrimiento de los restos mortales de Anabalón cumplió un papel crucial el joven director de la Revista “Wikén”, Luis Mesa Bell, quien, además, hizo repetidas denuncias culpando con nombre y apellido a Rencoret de su desaparición. Semanalmente publicaba artículos con títulos como “Anabalón debe aparecer vivo o muerto”; “El retiro de Rencoret facilitaría la investigación” y “Anabalón no aparece y Rencoret sigue en su puesto”. Por ello, Mesa y la revista fueron objeto de crecientes amenazas, asaltos y agresiones callejeras. Incluso, su dueño, el argentino residente en Chile, Roque Blaya Alende, fue expulsado del país (en aplicación de la Ley de Residencia de 1918, en su calidad de extranjero “indeseable”), por el ministro del Interior de la época, Javier Angel Figueroa Larraín. Y finalmente el martes 20 de diciembre en la tarde, Mesa Bell fue detenido en calle Moneda, entre Amunátegui y Teatinos, por agentes de la Sección de Investigaciones de Carabineros, de acuerdo a un amigo (Héctor Pedreros Jáuregui) que se encontraba conversando con él; y fue asesinado a golpes esa misma noche, siendo su cadáver abandonado en calle Carrascal. A los funerales de Mesa Bell asistieron “no menos de 50 mil personas”, y hablaron Eugenio Matte, Marmaduke Grove, Elías Lafertte y Marcos Chamudes (Ver “Wiken”; 24-12-1932).
A su vez, en el caso de Mesa Bell se logró identificar a los autores, los agentes Leandro Bravo Marín y Carlos Vergara Rodríguez, y al colaborador, Eugenio Trullenque Viñau, los que fueron detenidos; así como sus jefes, el subprefecto Fernando Calvo Barros; el prefecto de Santiago, Calos Alba Facheaux; y el Director de la Sección de Investigaciones, el coronel de Carabineros, Armando Valdés Vásquez. Además, a la reunión del 17 de diciembre de varios jefes policiales, en que se acordó dar muerte a Mesa Bell, asistió –de acuerdo a declaraciones de los inculpados- Alberto Rencoret.
Así, el subprefecto Calvo declaró ante el juez que “el asesinato de Mesa Bell estaba ordenado por mis jefes y yo no hice más que acatar aquellas disposiciones superiores” (“La Opinión”; 6-1-1933). Y Leandro Bravo dijo: “Fui instigado al crimen, mejor dicho a golpear al periodista Mesa Bell” (“La Opinión”; 10-1-1933). Además, dos días después del crimen el general director de Carabineros, Humberto Arriagada Valdivieso (¡el mismo que en 1934 dirigiría la masacre de Ranquil; y en 1938, la del Seguro Obrero!), había comisionado al prefecto Carlos Alba en una misión especial al sur del país para ocuparse del recrudecimiento del “cuatrerismo”; y al director de la Sección de Investigaciones, Armando Valdés, a inspeccionar las unidades de todo el país (Ver “La Opinión”; 9-1-1933).
Finalmente la Corte Marcial, en sentencia confirmada por la Corte Suprema en agosto de 1936, dejó completamente impunes a los autores intelectuales del asesinato de Mesa –incluyendo a Rencoret- condenando solo a sus autores materiales (Bravo, Vergara y Trullenque). Pero lo notable e impactante es el interés que mostró “El Mercurio” (¡sólo inicialmente, por cierto!) en el esclarecimiento del crimen de Mesa Bell y, sobre todo, ¡su temor de que su investigación fuese traspasada a la justicia militar!: “Sería lamentable que esto (el traspaso) ocurriera. Los procedimientos de la justicia militar son particularmente engorrosos, y en la práctica se ha visto que ninguna de las causas invocadas ante este tribunal especial llega a un término concreto y definido (…) Entregar, en fin, la terminación de este asunto a la justicia militar significa lisa y llanamente dejar insatisfecha a la opinión del país entero que pide justicia inflexible y rápida, para cuantos resulten culpables del injustificable crimen, por altamente colocados que estén” (“El Mercurio”; 1-1-1933).
Obviamente este excelente comienzo de año quedó allí. “El Mercurio” se entusiasmó rápidamente con el gobierno fuertemente represivo de Alessandri, que no sólo se expresó en las grandes masacres de Ranquil y del Seguro Obrero; sino que se constituyó en una virtual dictadura con mayoría parlamentaria. Gobernó con leyes inconstitucionales de facultades extraordinarias; con estados de sitio; aplicando leyes represivas precedentes; generando otras nuevas; empleando frecuentes detenciones y relegaciones administrativas, censuras de prensa y prohibición de reuniones. En suma, como lo señaló el investigador estadounidense John Reese Stevenson (“The Chilean Popular Front”; University of Pennsylvania Press, Philadelphia, 1942; p. 58):
“Para evitar la imposición de otra “República Socialista” en Chile, Alessandri, una vez en el gobierno, adoptó una política de aguda represión dirigida contra todos los posibles revolucionarios. Logrando poderes de emergencia del Congreso; censuró, encarceló y relegó a tal grado que la izquierda revolucionaria debe haberse sentido nuevamente como en la dictadura de Ibáñez”.