Ayer vi un animal
En la inmundicia del patio,
Recogiendo comida entre los desechos.
Cuando encontraba algo,
No lo revisaba ni lo olía:
Se lo tragaba vorazmente.
El animal no era un perro,
No era un gato,
No era un ratón.
El animal, Dios mío, era un hombre.
(El animal, de Manuel Bandeira)
Con una mascarilla en el rostro y un mazo en la mano. El anciano padre no lo duda, sabe bien qué debe hacer. Un golpe, dos. El anciano padre sabe que no va a lograrlo, pero igual continúa. El gesto en sí, mil veces superior que el resultado concreto alcanzado, conlleva la humillación de un pueblo entero, compartiendo el sufrimiento, el cansancio, el dolor.
Como regalo a las exigencias de los patrones, el alcalde de la ciudad más rica y más grande de las Américas continúa la obra en la cual es especialista: producir exclusión, “gentrificar” personas. La venganza, la rabia de clase, esta vez se dirige a la población más débil, la más desamparada, aquellas personas que por mil razones se encuentran viviendo a la intemperie, en situación de abandono y miseria. Los llaman “personas de la calle”. Más de veinticinco mil, dicen los datos recabados un año antes de la pandemia. Desde entonces y hasta ahora, hemos tenido un desastre social y un desempleo masivo.
La precaria estructura ofrecida obliga a quien pide ayuda en los albergues a alejarse en busca de solidaridad y amparo debajo de las marquesinas, los puentes, los hoyos cavados entre la tierra y el concreto. Las humillaciones constantes, las amenazas, la violencia y la arbitrariedad de la policía y de la guardia municipal se unen a la política institucional de los barrios centrales de la ciudad que, a través de una organización específicamente creada para esto, denuncia la presencia de todo individuo indeseable a las autoridades, con la finalidad de apartar a las personas en situación de vulnerabilidad social.
No importa dónde vayan mientras sea lejos de allí. Esto provoca el típico fenómeno urbano de desplazamiento sin rumbo, una trashumancia de personas, grupos pequeños, familias, arrastrando consigo sus escasas pertenencias en busca de un nuevo refugio. Con el cierre de los baños públicos a las afueras de las estaciones del metro, quienes más los necesitan se encuentran totalmente privados de cualquier acceso a las prácticas de higiene personal. La calle, además de una casa, se convierte en baño.
La basura, el suelo, el perro, el olor… El alcalde obedece. Sus dueños ordenaron desalojar a estas personas. Para que nadie más duerma en ese piso, bajo aquel viaducto que atraviesa la avenida más grande de la ciudad, la piedra incrustada en el cemento del suelo impedirá que alguien pueda recostarse, que alguien transforme la intemperie en una vivienda, que alguien haga de la calle su hogar.
El proceso de gentrificación, liderado por la especulación inmobiliaria y ejecutado por los políticos de turno, busca reformar el espacio público para atraer la inversión empresarial. Quienes viven en los barrios “recalificados”, incapaces de cubrir los gastos de alquiler cada vez más altos, se ven obligados a marcharse. Muchos no tienen otro lugar donde ir. La crisis de vivienda lleva a miles de personas a las calles a ocupar las aceras y marquesinas con su inacabable equipaje de miedo y desamparo.
El anciano padre, con una mascarilla en el rostro y un mazo en la mano, golpea con fuerza. La piedra incrustada en el cemento del suelo bajo el viaducto va cediendo. Cede una más. Otra. La última. El anciano padre consigue retirar cuatro. Su gesto de indignación contra la violencia del poder que solo sabe humillar se transforma en un abrazo a los desamparados de la ciudad. Su gesto grita la necesidad de todo ser humano: una casa, un techo. Aunque sea el techo de un viaducto. El gesto del anciano padre revela las contradicciones. Pone de cabeza las certezas de la ciudad que dice que no puede parar. El anciano padre obliga a todo el mundo a mirar la realidad que queremos ignorar.
Con una mascarilla en el rostro y un mazo en la mano, allí está el padre Julio Lancellotti: del lado correcto de la historia.
Traducción del portugués de Kimberly Alarcón