En Colombia los números no alcanzan; nunca son suficientes para contar nuestros muertos. Y ninguno de los hombres y mujeres asesinados debería estar ahí, en la estadística de la violencia. Si fuéramos más racionales, más lógicos y humanos, si la inteligencia nos hubiera dado para evitar las guerras y el ejercicio del poder empezara por respetar la vida, la gente debería morirse de vieja, cuando se le cansa el corazón, ni un día antes; ni una bala después.
Inscribir a las víctimas de la violencia en un desfile de números está bien para dimensionar la magnitud de la infamia. Pero, ¡ojo!, que las sábanas blancas cubran sus cuerpos, no que oculten sus historias; que las dos NN en mayúsculas en la etiqueta fatal no minimicen lo que fue la vida de cada uno; que los números no se devoren el dolor, los ojos negros, los hijos, las manos tibias, la sopita caliente que cada uno dejó en ese hogar al que nunca volverá.
Todo lo que implique reconstrucción de la memoria histórica será doloroso y difícil pero es indispensable. Por eso el respaldo a la JEP y a la Comisión de la Verdad.
Víctimas, victimarios, los supuestos inocentes de turno, los cómplices evidentes y los disfrazados, los políticos sucios, los limpios pero cobardes, la sociedad que les cerró las puertas a los pobres y se la abrió a los narcotraficantes, los terratenientes patrocinadores del horror, los acaparadores, los que esquivaron las voces de auxilio, todos tenemos un pedazo de verdad para aportar y un silencio para romper.
Los excomandantes de las Farc empezaron a contar parte de la historia y están comprometidos a entregar verdades sinceras y contrastables.
Viene ahora, contra victimarios estatales, el caso 03 sobre los 6.402 campesinos, muchachos con discapacidades, con vulnerabilidades de toda índole, asesinados por miembros de la Fuerza Pública para cumplir las cuotas de “los muerticos” de la semana; “los muerticos” que debían presentar como bajas, como golpes propinados a la guerrilla; “los muerticos” (así los llamaban) que nadie reclamaría. Pero se equivocaron los asesinos y los que dieron la orden y los que la vieron dar y se quedaron callados. Nadie olvida los cadáveres con las botas puestas al revés, los zurdos con las armas en la mano derecha, los desaparecidos encontrados a 500 kilómetros en las morgues de bombillo y baldosín. Fue criminal ofrecer y dar recompensas, premios y aplausos por “los muerticos” exhibidos como guerrilleros.
Bajo la presidencia de Álvaro Uribe “se presentó el 78% de la victimización histórica”. El país se llenó de sangre en el Caribe, en Antioquia, los llanos, Huila, Santander del Norte, Arauca, Guainía, Guaviare, Putumayo, Sucre y Caquetá. Y no, no fueron coincidencias. No se asesina por casualidad a 6.402 personas, todas con el mismo perfil de indefensión y pobreza. Ojalá lean el impecable hilo escrito el sábado en el Twitter de @JMVivancoHRW.
No es raro que ahora el exsenador y entonces presidente quiera desviar la atención y eludir una responsabilidad insoslayable, pero no insulten la inteligencia de los colombianos y de la comunidad internacional: ya aprendimos a reconocer las cortinas de humo.
La verdad se abrirá paso y nos encontrará listos para acompañar a quienes se han atrevido a denunciar la maldad que sigue atornillada a las sombras y al poder. Respaldamos la independencia de la justicia y exigimos respeto para las instancias nacidas del Acuerdo de Paz.
La muerte sistemática nos ha dado muy duro, pero la conciencia… la conciencia no claudica.