Es siempre más fácil, más rápido y con mejores réditos políticos de corto plazo cuando se legisla para la galería que cuando se abordan las materias de manera integral y sistémicas buscando el bien común. Tal es el caso de la ley que legalizó el control preventivo de identidad.
Si bien la crisis de Carabineros de Chile ha estado en la opinión pública a partir del caso de corrupción conocido como “pacogate”, de los montajes y muertes de mapuches en la Araucanía y de las violaciones de los derechos humanos en la represión del estallido social, es por todos sabido que la institución requiere, desde hace muchos años, de una profunda reforma desde sus cimientos. En vez de establecer una política de combate a la delincuencia moderna y eficiente se optó, por aprobar medidas puntuales y efectistas como por ejemplo la ley de control preventivo de identidad, tramitada y promulgada en 2016, bajo el gobierno de la presidenta Bachelet.
Obviamente, los resultados de la aplicación de esta ley no han sido los esperados. En el año 2020 se realizaron 5,6 millones según datos recopilados por el Monitor de Seguridad, una iniciativa del centro de pensamiento Chile21. De estos, menos de 2% de ellos resultó en una detención. No sabemos cuántos de ellos responden a delincuentes buscados por la justicia y cuántos por otros delitos, como por ejemplo pensiones alimenticias. Esto, sumado a que el instrumento legal ha tenido una aplicación discriminatoria en cuanto a condición socioeconómico, territorial, edad y origen étnico nos permite concluir su ineficacia en el combate a la delincuencia.
En cuanto al tiempo que Carabineros de Chile ocupa en el control de identidad preventivo podemos concluir que también es ineficiente. Fueron 5,6 millones de controles en 2020 que, a razón de 12 minutos por cada uno (una estimación baja), la institución dedicó más de un millón de horas de su personal para estos fines; es decir más de 500 funcionarios dedicada única y exclusivamente a este fin representando aproximadamente un 10% de la dotación de la policía uniformada.
La discriminación no es intencional, sino que responde a una cultura institucional de desconfianza hacia grupos vulnerables que lleva a niveles de violencia y abuso como los disparos de un suboficial de Carabineros que dieron muerte a Francisco Martínez en Panguipulli. Si bien el carabinero puede ser culpable por este hecho, y lo debe determinar la justicia, la responsabilidad es institucional por cuanto no se hace cargo y replica la cultura de ensimismamiento de las élites de nuestro país.
Conscientes de esta realidad, en Fundación Semilla trabajamos para y con jóvenes, así como con profesionales de la educación en convivencia y prevención de violencia. Uno de los puntos centrales de nuestra tarea es educar para que, con pensamiento crítico y búsqueda de bien común, seamos capaces de mirar más allá de nuestros propios intereses o de búsqueda de popularidad en nuestro accionar diario. La receptividad de estudiantes y comunidades escolares es muy alta, sin embargo, no encontramos la misma acogida en los grupos de poder, públicos y privados, que prefieren seguir promoviendo políticas populistas y legislando para la galería.