RELATO
El anciano reconoció en la pose de aquella mujer el desasosiego de los suicidas en potencia. Caminaba por el acantilado con el andar aturullado, como extrañada del propio cuerpo. Y es que para los suicidas, antes o después, el cuerpo termina por convertirse en un engorro.
―Cinco minutos para las cuatro ―dijo el anciano mientras consultaba el reloj de bolsillo, un auténtico reloj inglés con caja de plata―. Se acerca la hora crepuscular.
A esa hora, el paseo junto al acantilado se encontraba desierto por la fuerza de la canícula, y los suicidas elegían la discreción del momento para lanzarse al vacío por el mirador. Él lo observaba todo desde los ventanales del salón que daban al acantilado. Llevaba muchos años con la rutina de la vigía, así que guardó los prismáticos, se dirigió a la cocina, llenó un cazo con agua y ajustó la potencia del fuego. Solo entonces salió en busca de la mujer.
La encontró sentada en el borde mismo del mirador.
―Impresiona lo que puede hacer la fuerza del mar, ¿no cree? ―dijo sentándose junto a ella―. Este acantilado es como una profunda herida en la roca, un desgarro que algún día sanará.
Ella ladeó la mirada y observó al desconocido que la importunaba. Un hombre con acento extranjero, el típico jubilado inglés aburrido y entrometido.
―Hay heridas que nunca sanan ―le rebatió ella―. ¿Acaso cree que este cañón terminará cerrándose?
El anciano se sonrió y contestó que sí, que los tiempos humanos son muy cortos, que la naturaleza tiene otros ritmos más largos y que también ella sabe sanar sus heridas.
―Todo está en proceso. Transitamos de un lado hacia otro. Siempre es así. ―El anciano recorrió con la mirada la inmensidad del acantilado―. Algunas veces la vida parece detenerse. Entonces el futuro deja de importar. Cuando eso le sucede a alguien en este lugar, aparezco yo.
Al acabar la frase, el anciano soltó una fuerte carcajada. La acústica del lugar amplificó la carcajada y la mujer sintió que le robaban la intimidad del momento.
―Me gustaría estar sola.
El anciano se tomó el atrevimiento de posar la mano sobre su hombro.
―Acabo de poner el agua a hervir. Según mis cálculos, dentro de dos minutos romperá. Venga conmigo y probará el mejor té inglés de su vida. Es ahí mismo, en esa casita.
Ella giró la vista hacia donde le señalaba el anciano, un grupito de casas levantadas a tan solo unos pocos metros del acantilado.
―Después podrá regresar y concluir con lo que le trajo hasta aquí, si ese es su deseo. Le doy mi palabra de honor de que la dejaré marchar.
El motivo por el que aceptó la invitación superaba la certeza de que aquel hombre seguiría allí sentado todo el tiempo que hiciese falta. Más bien fue una sensación difusa de hermandad, como si las almas maltratadas por la vida se reconociesen entre ellas por aspectos tangenciales. Solo eso podría justificar que alguien eligiese vivir junto a un precipicio.
El salón de la casa atesoraba los recuerdos de una vida en pareja. Ella reconoció al anciano en varias fotografías, siempre junto a la misma mujer. En todas se repetía un gesto inusual por parte de él, que desatendía a la cámara y se giraba con deleite hacia su compañera.
―Hace ya once años. Un tumor ―explicó. Llevaba una tetera en la mano.
Dejó la tetera sobre la mesa situada junto al balcón que daba al acantilado. Desde allí se podía observar, en toda su grandeza, el cañón horadado por el mar.
― ¿Esperaba usted visita? ―preguntó ella al tomar asiento.
La pregunta hacía referencia a la exquisitez en la preparación que evidenciaban los platos con pastas y mermeladas de distintos sabores, una fuente de salados y otra de galletas, los cuchillos untadores y la jarrita de porcelana con leche. Tampoco faltaban las rodaduras de limón, dos azucareras ―una para la azúcar blanca y otra para la morena―, pan tostado y una fuente de varios pisos con muffins, scones y bombones de diversas texturas.
―El té de las cinco es toda una ceremonia en mi país ―explicó. Tomó asiento.
―Pero ahora son las cuatro.
― ¡Ah!, claro. Ustedes me obligan a adelantar una hora la ceremonia del té.
Ella desvió la mirada hacia los ventanales y recordó la brecha que cortaba la tierra.
―Al poco de fallecer mi mujer me vine a vivir aquí. Pensé en instalarme cerca de la playa, al igual que muchos de mis compatriotas, pero cuando descubrí esta casa colgada de las rocas como si fuese un nido de águila, entendí que había encontrado mi sitio en el mundo. ¿Conocía usted este lugar?
La mujer respiró hondo. Le hubiese gustado decir que sí, que años atrás visitó la zona tratando de serenar la mente, que le habían hablado de las propiedades terapéuticas de un balneario cercano, de los revitalizantes paseos junto a la playa, que ya por entonces la medicación empezaba a fallar, que nunca tuvo un motivo concreto para la melancolía, como tampoco lo tuvo su madre hasta el día que la encontraron ahorcada. Le hubiese gustado explicar lo que sucede cuando la tristeza te atenaza el alma, y cuando piensas que la llevas en los genes como se lleva el color de los ojos. Pero a esas alturas de su vida las explicaciones le sonaban baldías.
―No ―mintió.
― ¿Quiere el té con leche o con limón? Si lo prefiere con leche debe servírsela primero. Luego se vierte el té y se mezclan en la taza sin necesidad de remover. Hay que seguir el ritual.
―Ustedes los ingleses, lo complican todo ―dijo ella mientras se servía un poco de leche.
―Los preparativos me llevan cerca de una hora. Durante todo ese tiempo me concentro en lo que hago. Con el paso de los años uno alcanza la pulcritud y la armonía necesaria para preparar un buen té. ¿Sabe usted que los actos ceremoniosos ordenan nuestro convulso mundo interior? Es como una disciplina. Debería usted probarlo.
Ella desvió una vez más la mirada hacia el acantilado. Entonces tuvo una intuición.
―Esto ya lo ha hecho usted más veces. ―Se giró hacia el anciano―. ¿A cuánta gente ha salvado?
El hombre levantó el plato con las pastas.
―Yo solo ofrezco mi té. Pruebe estas pastas, son exquisitas. Pero no se le ocurra mojarlas en la taza. Para los ingleses, esto sería una falta de educación imperdonable.
La mujer se sirvió una pasta. Mientras la masticaba, el anciano le hizo un gesto para que le diese un pequeño sorbo a la infusión.
―La mezcla es exquisita. ¿Desea probar la mermelada de cereza? Casera, por supuesto.
―Me imagino que después de todo esto vendrá la consabida charlita ―dijo ella con amargura―. ¿Qué le dice usted a la gente? ¿Cree que existe algo que no haya escuchado?
―Yo solo ofrezco mi té. Ya se lo he dicho. ¿Quiere probar la mermelada agria?
Al final se animó a probar los distintos tipos de mermeladas. Él le explicó la forma de utilizar el cuchillo de unte. Lo correcto pasaba por colocar en la galleta una nube de mermelada y otra de mantequilla y dejar que la mezcla estallase en el interior de la boca.
Luego la conversación giró sobre las propiedades que se atribuían a los buenos tés, el origen de los mismos ―él aseguraba que los mejores se cultivaban en las montañas húmedas del norte de la India, la joya de la corona―, y los inconvenientes para encontrar comensales por estas tierras que renunciasen a la siesta para compartir el té.
―Para ustedes, la siesta también es una ceremonia irrenunciable.
En ese momento, el acantilado empezaba a recobrar la algarabía de las tardes veraniegas.
―Gracias por todo ―dijo ella. Se levantó de la mesa, en un gesto que daba por concluida la velada.
Se despidieron en la puerta. Ella le recordó la palabra de honor comprometida.
― ¿De verdad no le importa lo que yo pueda hacer ahora? ¿También dejo marchar a los otros?
El anciano endureció un poco el semblante.
―Al poco de comprar esta casa una mujer se despeñó por el acantilado, justo donde la encontré hoy a usted. Son ochenta metros de caída libre, algo muy goloso para los que quieren acabar con su vida. Desde entonces hago guardia durante la hora crepuscular, como yo la llamo, y reconozco que son varias las personas que han aceptado compartir un té conmigo. A lo primero me esforcé por comprender las razones que les llevaban a tomar una decisión tan drástica. Luego traté de encontrar los motivos por los que esas personas debían seguir en este mundo. Pero un día comprendí que a mis motivos y a sus razones les movían los mismos miedos. Desde ese día, solo ofrezco mi té.
La mujer se alejó de la casa con el sopor de los atracones. Nunca fue de mucho comer, y ahora sentía que se había excedido con las pastas. Se acercó el precipicio y contempló «la gran herida en la roca». Una herida que, según el anciano, algún día se cerraría. Aprovechó para mirar de reojo hacia los ventanales de la casa y confirmar que su anfitrión, del que desconocía hasta el nombre, cumplía con su palabra. Al cabo de un rato se sintió agobiada por los paseantes y abandonó el lugar.
Por su parte, el anciano se esmeraba en recoger la mesa. Le asaltaba cierta añoranza por su vida pasada, cuando el té se tomaba a las cinco y no a las cuatro.
―Una concesión ―se dijo―. Podré vivir con ello.
La mujer regresó al cabo de un año. Había reservado estancia en el balneario para una semana, pero prefirió dirigirse directamente hacia el acantilado. Llevaba consigo una caja con pastas caseras y dos cuadernos artesanales de tapa dura. Los cuadernos se habían convertido en un elemento indispensable de su particular ceremonia. Después de la conversación con el anciano, una frase le acompañó en el viaje de vuelta. «Los actos ceremoniosos ordenan nuestro convulso mundo interior», dijo aquel hombre, y ella encontró en la reflexión nocturna, a la luz de un humilde diario en el que anotaba lo bueno y lo malo de la jornada, el sosiego que su mente necesitaba.
A lo primero, le bastaron unas pocas líneas, casi escritas al descuido, con pensamientos desordenados y caóticos. Pero el anciano estaba en lo cierto y la rutina de la ceremonia terminó por imponerse. Empezó a preparar el ámbito y a tomar conciencia de ello: restauró una pequeña cómoda de su madre y la colocó junto a la ventana; distribuyó las luces de la estancia creando un ambiente propicio para la reflexión; encargó un cuaderno artesanal de tapa dura y hojas de pergamino. Se permitió un toque de romanticismo agenciándose una pluma de pato con tintero. La caligrafía, algo que siempre le agradó, se convertiría en su disciplina salvadora.
Pronto sintió que la correcta caligrafía ayudaba al correcto pensar. Empezó a ordenar sus vivencias y a calibrar los pesares en su justa medida. Y aunque hubo altos y bajos, sintió que su alma se aligeraba con el paso de los días. Fue entonces cuando incorporó una nueva rutina. Decidió acabar la reflexión nocturna anotando una razón, solo una por día, por la que mereciese la pena seguir viviendo. Encontró y anotó las banales junto a otras de mayor calado, y ahora se disponía a compartirlas con el anciano. Quizá le sirviesen para ayudar a las almas en pena que visitaban el acantilado.
Llegó a la casa del anciano a las cuatro en punto, la hora crepuscular. Le llamó la atención el cartel de una inmobiliaria que colgaba de los ventanales. Pulsó el timbre de la puerta y lo sintió desconectado. Golpeó con los nudillos. La vecina de la casa contigua abrió su puerta:
―La casa se encuentra deshabitada. Si está interesada en su compra debe llamar a la inmobiliaria.
La mujer sintió una punzada en el corazón.
―El anciano que vivía aquí, ¿sabe usted dónde puedo encontrarlo?
― ¡Oh!, el pobre George. Falleció hace unos meses. Una gran desgracia para todos nosotros.
La mujer apretó contra su pecho los cuadernos que llevaba. Levantó la vista hacia los ventanales y sintió que el espíritu del anciano seguía allí de guardia, con sus prismáticos y su mesa de té dispuesta. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por evitar las lágrimas. No le gustaba llorar ante desconocidos.
―Le dejo esta caja con pastas. Tómeselas en su recuerdo. Me tengo que marchar.
Fue al darse la vuelta y contemplar el abismo que se abría a tan solo unos metros cuando sintió, una vez más, esa extraña correntada que une a las almas maltratadas por la vida.
―Se lanzó al precipicio, ¿no es cierto? ―preguntó sin girarse. Escondió las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
―Bueno, las autoridades lo han catalogado como un accidente. ¡Quién sabe! Se encontraba muy solo desde que falleció su esposa.
La mujer caminó hasta el mirador y se sentó junto al precipicio. Le maravilló la disciplina del mar, batiéndose perenne contra las rocas y horadando su dureza.
―Todo es cuestión de disciplina ―susurró mientras se limpiaba las lágrimas del rostro.
Una fuerte brisa aligeraba los rigores del verano. Permaneció allí casi una hora, disfrutando de la brisa, sin importarle la certeza de saberse espiada por la vecina. Antes de marchar anotó en su cuaderno el teléfono de la inmobiliaria. Aunque ella nunca sabría preparar un correcto té inglés con el que agasajar a los suicidas, en sus cuadernos, correctamente ordenadas y en perfecta caligrafía, aguardaban doscientas razones para seguir viviendo.