El 3 de febrero de 2021, se conmemora el centenario de la matanza de obreros mineros de San Gregorio (oficina salitrera cercana a Antofagasta, Chile) que fue la primera masacre de nuestra historia realizada por un gobierno pretendidamente anti-oligárquico como el de Arturo Alessandri, y cuya elección había movilizado efectivamente a sectores medios y populares bajo banderas de profundos cambios sociales en beneficio de las grandes mayorías nacionales.
Además, no constituyó un episodio aislado. El nuevo gobierno no terminó con el “proceso de los subversivos” que había culminado la represión popular de la fase final del gobierno de Juan Luis Sanfuentes (1915-1920). De este modo, su ministro del Interior, Pedro Aguirre Cerda, confirmó el mismo febrero en el Senado la política represiva que se había llevado a cabo con la rama chilena anarco-sindicalista de la International Workers of the World (IWW): “Se me dijo por el señor prefecto de policía (de Valparaíso) que la institución denominada la IWW pretendía reunirse y que tenía instrucciones precisas y terminantes de los Tribunales de Justicia para proceder en contra de ella. Pregunté qué individuos pertenecían a esa institución y se me señalaron tres, a los cuales les hice la advertencia de que, aunque los Tribunales de Justicia nada habían resuelto sobre el particular, el Gobierno había considerado a la IWW como una institución peligrosa por su actuación y por sus estatutos, y que, por lo tanto, si procedían a reunirse, no obstante de que algunos de ellos estaban en libertad bajo fianza, la policía ejercitaría sobre ellos las facultades a que estaba obligada, deteniendo a los que estuviesen libres o cancelando su libertad bajo fianza a los que la tuvieran, según las órdenes de los Tribunales” (Boletín de Sesiones del Senado; 8-2-1921).
Pero además, Aguirre Cerda le manifestó al Senado que el Gobierno había delineado una política represiva en última instancia con los trabajadores: “Esta es la fórmula que el Gobierno ha adoptado sin vacilación; se presenta ante los obreros para decirles la vinculación estrecha que deben tener con el capitalista y sus obligaciones para con él y para con el Gobierno en cuanto al mantenimiento del orden y al respeto que deben a las autoridades. Les hace presente los perjuicios que ellos reciben por estas huelgas y ejercita su influencia ante los patrones para que cedan en aquello que pueda significar un beneficio legítimo para la clase trabajadora. Si esta armonía no se produce, si la mediación del Gobierno es insuficiente para evitar las dificultades, en todo caso amparará a los obreros que deseen trabajar, pertenezcan o no a las instituciones en huelga, empleando la fuerza pública si fuere necesario” (Boletín citado).
Fue en este contexto que se dio a comienzos de mes la masacre de San Gregorio, oficina salitrera cercana a Antofagasta; y en el marco de una grave crisis de desempleo de la actividad minera, y de la inhumana actitud de las compañías de expulsar a los obreros sin darles siquiera un desahucio. Pero las mayores expectativas provocadas por el triunfo de Alessandri generaron una reacción más resuelta de aquellos, procediendo a resistir el inminente desalojo.
La masacre pudo ser perfectamente evitada por el Gobierno. Esto lo prueba el hecho que Alessandri envió el 26 de enero un telegrama al Intendente de Antofagasta (el radical Luciano Hiriart Corvalán) ordenándole priorizar la persuasión, pero sin descartar los medios represivos. Y tampoco le dio ningún margen de maniobra para hacerles ofertas concretas paliativas de la angustiosa situación de los trabajadores. A lo anterior hay que agregar la extrema negligencia del intendente al enviar a San Gregorio un cuerpo armado de solo 26 hombres a cargo de un teniente de 24 años, Buenaventura Argandoña Iglesias; mientras que allí se congregaban más de dos mil personas entre obreros y familiares –incluyendo de oficinas cercanas- en gran estado de indignación.
El 3 de febrero, y luego de un frustrado intento de embarcar a los trabajadores en tren hacia Antofagasta, se realizó una “concentración para escuchar a los dirigentes, los que reclamaron la cancelación del desahucio y reafirmaron la decisión de no abandonar la oficina mientras la Casa Gibbs (propietaria de las compañías) no se comprometiera a pagar” (Floreal Recabarren Rojas.- La matanza de San Gregorio, 1921: Crisis y tragedia; LOM, 2003; p. 69).
Acto seguido –cerca de las 17 horas- la multitud se dirigió a encarar al administrador Daniel Jones y al reducido grupo de soldados. El teniente Argandoña le ordenó a la multitud que se detuviera en un punto y como esta no le hizo caso, los efectivos empezaron a dispararle. Como resultado final se calcula que entre 60 y 80 trabajadores fueron ultimados; y, por otro lado, el teniente Argandoña, el administrador Jones y un suboficial fueron muertos por la multitud. Las diversas estimaciones de víctimas de los trabajadores son de 68 personas, de Fernando Pinto Lagarrigue (ver Leopoldo Castedo.- Chile: Vida y Muerte de la República Parlamentaria; Sudamericana, 1999; p. 280); 70, de Peter DeShazo (Urban Workers and Labor Unions in Chile. 1902-1927; The University of Wisconsin Press, Madison, 1983; p. 186); 60 de Luis Emilio Recabarren (ver Floreal Recabarren; p. 82); y de más de 70 por parte de la comisión de la FOCH que fue posteriormente al lugar (Ibid.).
La reacción posterior a la masacre fue también exactamente igual a la de los gobiernos anteriores. Se culpó de todo a los trabajadores. Se mintió de manera grosera, señalándose en el comunicado oficial del intendente Hiriart que “se tiene conocimiento de que toda la tropa fue asesinada alevosamente con armas de fuego, dinamita y cuchillo” (Ibid.; p. 83). Se torturó a varios de los trabajadores posteriormente encarcelados (ver Ibid.; p. 85). El Gobierno decretó estado de sitio y censura de comunicaciones para la provincia (ver Ibid.; p. 88). Se condenó con largas penas de cárcel a varios de los líderes del movimiento. Y, por último, se libró de todo juicio a los soldados y carabineros que participaron en la masacre.
Del mismo modo, tanto El Diario Ilustrado, El Mercurio y La Nación aprobaron automáticamente la actuación de las autoridades y la matanza de obreros, culpando a estos últimos de todo lo sucedido. El primero señaló: “Junto con condenar y lamentar los sucesos, nos creemos en el deber de aplaudir la actitud que, frente a ellos, asumieron S.E. el Presidente de la República y sus Secretarios de Estado. La firmeza y energía, dolorosas pero necesarias, que han gastado, serán útiles para la tranquilidad social. Hubo elementos perniciosos de agitación y de revuelta que se imaginaron que con la subida del nuevo gobierno iban a tener carta blanca para cometer todo desmán y para entregarse a todo desenfreno. Ahora tendrán que convencerse que, si bien la actual administración, lo mismo que las anteriores, está pronta para hacer justicia y atender a las necesidades obreras, en cambio, lo mismo que las administraciones anteriores, está resuelta a ser enérgica para amparar el orden y el derecho de propiedad y para refrenar con vigor los desmanes subversivos” (El Diario Ilustrado; 5-2-1921). Es notable ver cómo el diario conservador que se había opuesto tan duramente el año anterior a la candidatura de Alessandri, enfatizaba insistentemente la continuidad del nuevo gobierno con los anteriores…
A su vez, El Mercurio sostenía: “Los hechos ocurridos en una de las oficinas salitreras de la provincia de Antofagasta han causado en el país una sensación de estupor e indignación. No creemos que haya un solo chileno que no los condene con la mayor energía. Nada hay en ellos que se pueda confundir con los conflictos entre el capital y el trabajo. Se trata simplemente de un atentado contra la propiedad y las vidas. Debemos esperar que lo sucedido en la oficina de San Gregorio quede como un hecho aislado y sirva de lección a las autoridades para adoptar medidas que prevengan su repetición y a los obreros honrados de todo Chile para que rehúsen entrar por el camino del desorden y del crimen a que los invitan elementos de agitación que en su mayoría son ajenos a nuestra clase obrera chilena” (5-2-1921).
E incluso La Nación decía: “Elementos extraños a la oficina San Gregorio han provocado esta asonada (…) Sería necesario proceder con el máximum de la severidad contra los instigadores de esos sangrientos desmanes” (5-2-1921).
Posteriormente la represión se llevó al campo. Dado que la Federación Obrera de Chile (FOCH) comenzó a promover reivindicaciones y huelgas campesinas para que se sacudieran de su atávica servidumbre; la Sociedad Nacional de Agricultura (SNA) le envió a Alessandri una carta para que tomase medidas represivas. El presidente acogió su demanda, señalando que “no es recomendable que se federen bajo unas mismas reglas y dirección (los trabajadores de los campos) con los obreros de las ciudades. Las condiciones de unos y otros son diversas y diversas sus necesidades e intereses”. Y respecto de la promoción organizativa de la FOCH, Alessandri no pudo ser más lapidario: “Habré ante todo y sobre todo, de mantener el orden y la seguridad de la vida y de los bienes en la ciudad y en los campos; porque el respeto a la propiedad y el derecho al trabajo son el fundamento de la prosperidad de las naciones. Condeno en la forma más categórica la obra de los agitadores y perturbadores del orden y del trabajo y los considero enemigos del pueblo y enemigos del progreso de la República. Son sembradores de odios que entorpecen la campaña de concordia, de armonía y de amor que vengo predicando para cimentar sobre estas bases la grandeza del país” (El Agricultor; mayo de 1921; p. 89).
Luego, en julio el Gobierno le ayudó a la compañía de tranvías a quebrar una huelga, terminando centenares de trabajadores despedidos (ver DeShazo; p. 188). En agosto, los empresarios de Valparaíso efectuaron un lockout que, con la anuencia gubernamental, liquidó a la IWW porteña y al sistema de “redondilla” que le permitía a la central obrera tener poder de negociación, al reclutar ellos mismos los trabajadores portuarios (ver Ibid.; pp. 188-92). El sistema de redondillas fue también liquidado en Iquique en 1923. Posteriormente, “durante la huelga del carbón de enero-marzo de 1922, Alessandri envió tropas a la zona de Lota y Coronel, y permitió que los empleadores formaran comités de vigilancia armados. Su respuesta a la huelga general del 10 de febrero (convocada por la FOCH) fue básicamente la misma que la de sus predecesores: Santiago se convirtió en un campamento armado. El 11 de febrero, un joven fue muerto por la policía mientras trataba de parar un tranvía en Santiago. Otra manifestación de residentes de albergues en mayo resultó en la muerte de un trabajador y en la herida de varios otros por la policía. Carabineros fue puesto crecientemente al servicio de los empleadores para labores de rompehuelgas en Santiago durante 1923” (Ibid.; p. 194).
En este sentido es particularmente ilustrativa una nota confidencial que envió el propio Arturo Alessandri al Intendente de Tarapacá cuando en 1923 arreciaron los conflictos laborales en el salitre: “Tienen el perfecto derecho los salitreros de no permitir a (Luis Emilio) Recabarren (¡diputado en ese entonces!) que dé conferencias dentro de sus oficinas ni dentro de sus pertenencias, como puede cualquier habitante del país arrojarlo a puntapiés si contra su voluntad pretende introducirse por cualquier motivo a su casa particular (…) La solución propuesta por US. parece la mejor anticipándole que hay conveniencia en evitar por todos los medios posibles que Recabarren dé conferencias (…) Recabarren es el tipo más cobarde y malo que yo jamás haya conocido. Agita a los obreros y se esconde como ocurrió en San Gregorio (…) A mí me dijo que deseaba que los obreros sufrieran y que no se les mejorara su condición para preparar y provocar la revolución social en que ni siquiera cree y lo hace sólo por lucrar con los obreros (…) No tenga consideración de ningún género con Recabarren, trátelo con especial y efectivo rigor y cuente con mi apoyo incondicional” (Julio Pinto y Verónica Valdivia.- ¿Revolución proletaria o querida chusma? Socialismo y Alessandrismo en la pugna por la politización pampina (1911-1932); LOM, 2001; p. 91).
También son muy ilustrativas e impactantes por su crudeza las públicas expresiones de su entonces secretario político y futuro ministro del Interior y de Agricultura de Aguirre Cerda, Arturo Olavarría Bravo: “El Gobierno, que tiene el deber fundamental de mantener el orden público, se ve en la dolorosa y cruel necesidad de contener con mano de fierro los abusos de la política obrera. Las masacres que por esta causa se producen, sirven de doloroso escarmiento a los exaltados y el número de éstos empieza a disminuir considerablemente” (La Cuestión Social en Chile; Impr. Fiscal de la Penitenciaría, 1923; p. 23).
Pero quizá la expresión más reveladora de los objetivos últimos profundamente conservadores de las políticas de Alessandri, la tenemos a propósito de su justificación de porqué le daba tanta importancia a la separación de la Iglesia y el Estado, meta que logró con la Constitución de 1925. Así, “en una carta de 1923 a Miguel Cruchaga (connotado conservador y canciller de su segundo gobierno), su embajador en Brasil, Alessandri le planteó que una pronta y amistosa resolución de las querellas religiosas podía despejar el camino para un frente unido del centro y la derecha chilenas contra los marxistas, el día en que estos llegaran a constituirse en serios contendores por el poder en el país” (Brian H. Smith.- The Church and Politics in Chile. Challenges to Modern Catholicism; Princeton University Press, New Jersey, 1982; p. 73). ¿No prefiguró esta carta el carácter fundamentalmente derechista y represivo de su segunda presidencia?…