Por Roberto Savio*
¿Personas, planeta y prosperidad?
Para el año 2021, Italia ha recibido la presidencia del Grupo de los 20, que reúne a los 20 países más importantes del mundo. En teoría, representan el 60% de la población mundial y el 80% de su Producto Interno Bruto (PIB). Si bien el inestable gobierno italiano llevará a cabo esta tarea de una u otra manera (en medio de la indiferencia general del sistema político), el hecho es que esta posición, aparentemente prestigiosa, es en realidad muy engañosa: el G20 es ahora una institución muy débil que no aporta ningún prestigio al presidente de turno. Además, es en realidad la institución que carga la mayor parte de la responsabilidad por el declive de las Naciones Unidas como órgano responsable de la gobernanza mundial, una función que el G20 ha podido afrontar muy rara vez.
Tratemos de reconstruir cómo surgió el G20. Se trata de una larga historia que data de 1975, cuando Francia invitó a los representantes de Alemania, Italia, Japón, el Reino Unido y los Estados Unidos a convertirse en el Grupo de los Seis o G6. La idea era crear un espacio de debate sobre la situación internacional, no para tomar decisiones. Posteriormente, se convirtió en el Grupo de los Siete, con la incorporación de Canadá en 1997. Rusia se sumó en 1998, por lo que la cumbre se conoció como el G8. Y luego, en 1980, la Unión Europea fue invitada como «participante no numerado». En 2005, el gobierno del Reino Unido inició la práctica de invitar a sus reuniones a los cinco principales mercados emergentes: Brasil, China, India, México y Sudáfrica. Ese mismo año, en Washington, los líderes del G8 reconocieron el crecimiento de la mayoría de los países emergentes y decidieron que una reunión de los 20 países más importantes del mundo reemplazaría al G8 y se convertiría en el G20.
Naciones Unidas, la Unión Europea y las principales instituciones monetarias y financieras internacionales fueron también invitadas. España es un invitado permanente, junto con los líderes de la ASEAN, la Unión Africana, la Nueva Alianza para el Desarrollo de África, el Consejo de Estabilidad Financiera, la Organización Internacional del Trabajo, el Fondo Monetario Internacional, la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos, el Grupo del Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio. Además, en el año de su presidencia, el país anfitrión puede invitar a algunos países con los que se siente particularmente asociado en su política exterior. Hasta ahora, se ha invitado a 38 países, desde Azerbaiyán hasta el Chad, desde Dinamarca hasta Laos, desde Suecia hasta Zimbabue. Para completar la historia, es importante mencionar que Rusia fue suspendida por el G8 en 2014, debido a la anexión de Crimea y nunca fue readmitida. En una inexplicable deferencia con el presidente ruso Vladimir Putin, el estadounidense Donald Trump pidió su readmisión en el G8, propuesta rechazada por los demás países. Mientras el G7 sigue reuniéndose como «un grupo directivo de Occidente», el G20 se reúne regularmente, con Rusia como uno de sus miembros.
Entonces, Italia tiene la tarea de invitar a toda esta diversidad de actores, establecer la agenda, así como planificar y acoger una serie de reuniones de nivel ministerial, previas a la Cumbre de Jefes de Gobierno. Para su agenda, Italia ha establecido las «Tres P»: Personas, Planeta y Prosperidad. Esta imaginativa y original propuesta se estructurará en 10 reuniones especializadas, como Finanzas (Venecia, 9-10 de julio), Innovación e Investigación (Trieste, 5-8 de agosto) y Medio Ambiente, Clima, Energía (Nápoles, 22 de julio), para poner solo algunos ejemplos. Además de estas 10 reuniones especializadas, habrá ocho «grupos de compromiso», que irán desde el mundo de los negocios hasta la sociedad civil y la juventud, entre otros.
El G20 está formado por países que participan en grupos diferentes y, a menudo, contradictorios. Por ejemplo, después de que Trump eliminara la Asociación del Pacífico Transatlántico (TPP), que Barack Obama había sido capaz de armar excluyendo a China —con una amplia gama de países desde Australia hasta México y desde Canadá hasta Malasia—, China pudo reciprocar con la creación de la Asociación Económica Regional Integral (RCEP), que reúne a los mismos países y a algunos más, dejando completamente fuera a los Estados Unidos. Este bloque comercial es el más grande que se haya creado jamás, representando el 30% de la población del mundo y el 30% del PIB mundial.
Pero la Unión Europea (a la que pertenece Italia) ha tomado explícitamente el camino del nacionalismo europeo para poder sobrevivir en medio de la competencia que se avecina entre China y los Estados Unidos. La Unión Europea (y por lo tanto Italia) son también miembros de la OTAN, donde los Estados Unidos constituyen el socio indispensable y fundamental. Y en el G20 China se sienta junto a la India, único país que se ha negado a unirse al RCEP y está claramente tomando un camino alternativo a la expansión china en Asia. Pero esta es también la política de Japón, que es muy activo en el G7 y en el G20; ha entrado en el RCEP y, como Corea del Sur, considera una prioridad limitar el expansionismo chino.
Por supuesto, hay una serie de otros pactos, acuerdos, tratados y alianzas que sería aburrido e inútil enumerar aquí. Así, cualquier país, como Italia, usa varios sombreros al mismo tiempo. Pero debe quedar claro que, desde la llegada de Ronald Reagan como presidente de los Estados Unidos en 1981, el sistema multilateral comenzó a ser atacado. En la Cumbre Norte-Sur, celebrada en Cancún unos meses después de su elección, Reagan cuestionó la idea de la democracia y la participación como bases de las relaciones internacionales. Hasta entonces, las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas se habían considerado la base de la gobernanza global. En 1973, la Asamblea General aprobó por unanimidad una resolución que pedía la reducción de la brecha económica entre el Norte y el Sur del mundo, considerando como un deber de los países ricos el establecimiento de un Nuevo Orden Económico Internacional más justo, basado en el desarrollo acelerado de los países más pobres. Reagan denunció el llamado de la ONU como una maniobra antiamericana: «los EE. UU. no son lo mismo que Montecarlo», afirmó en una famosa frase (probablemente, refiriéndose a Mónaco, ya que Montecarlo no es un estado) y, sin embargo, tienen un voto cada uno. Así pues, argumentó, esta democracia procedente de las Naciones Unidas era en realidad una camisa de fuerza, los Estados Unidos procederían sobre la base de las relaciones bilaterales y no se verían así limitados por los mecanismos multilaterales.
Reagan fue el primero en hablar de «América primero». Él, junto con Margaret Thatcher en Europa, desmanteló todo el progreso social realizado en el mundo tras el final de la Segunda Guerra Mundial. El mercado, con su mano invisible, sería el único motor de la sociedad (que según Thatcher no existe, solo los individuos). El Estado, al que Reagan llamó «la bestia», era el primer enemigo del ciudadano. Declaró que las palabras más aterradoras en inglés son: «soy del gobierno y estoy aquí para ayudar». Cualquier costo público o social era solo un freno en el mercado. Reagan quería privatizar incluso el Ministerio de Educación: tanto él como Thatcher dejaron la UNESCO como símbolo de su separación de la ONU. Tanto él como Thatcher redujeron los sindicatos, privatizaron todo lo posible y comenzaron la era de la globalización neoliberal, cuyos efectos son ahora ampliamente evidentes, y que Trump, Jair Bolsonaro y compañía bendicen cada día, porque crearon una gran franja de ciudadanos descontentos, que creen en ellos para reencauzar su destino.
Es importante destacar que Reagan no se encontró con una oposición real de los otros países ricos. Por lo tanto, toda esta fragmentación del mundo, con la creación del G7, G8, G20 y otros clubes exclusivos, no fue solo responsabilidad de Reagan y Thatcher. Durante cuarenta años continuó el proceso de despojar a la ONU de su responsabilidad por la paz, el desarrollo y la democracia del mundo. La globalización neoliberal se basó en las finanzas y el comercio. Incluso antes del final de la guerra, las finanzas fueron delegadas al sistema de Bretton Woods, que tomó su nombre de su sitio de fundación. Expongamos los hechos: el sistema financiero se estableció de tal manera que las finanzas son el único sector de la actividad humana que no tiene un organismo regulador. Hoy en día, está claramente separado de la economía general, cuando su función original era estar a su servicio, y las instituciones políticas son incapaces de controlar su estructura global.
El otro motor de la globalización fue el comercio. La ONU tenía la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), que veía el comercio como un instrumento de desarrollo. La creación, en 1995, de la Organización Mundial del Comercio como una organización independiente, que asumía el intercambio comercial como un motor económico, también despojó a la ONU del comercio. Y en cuanto más se debilita la ONU, más fácil resulta criticar sus deficiencias.
El golpe de gracia para el multilateralismo ha sido la llegada de Trump, la versión heredada y actualizada de Ronald Reagan, pero con una agenda y visión totalmente diferentes. Su idea básica no es «América primero» sino «América sola». Llevó la idea de Reagan de bilateralismo versus multilateralismo al extremo de ignorar el concepto de las alianzas. Así, declaró, Europa es aún peor que China. Pero hay una diferencia fundamental entre ellos: Trump nunca pretendió ser el presidente de todos los americanos. Por el contrario, trató de dividir y polarizar inmediatamente a los Estados Unidos, y deja como legado un EE. UU. que tardará mucho tiempo en volver a ser un país unido y pacificado. Y su estrategia ha sido retomada por varios otros líderes, desde Jair Bolsonaro a Viktor Orban, desde Recep Erdogan a Matteo Salvini.
Por lo tanto, será difícil que las Naciones Unidas recuperen su función de espacio de encuentro, para plantear planes de gobernanza mundial, basados en la democracia y la participación. Esta fue una visión basada en las lecciones aprendidas en la Segunda Guerra Mundial: evitar millones de muertes, una terrible destrucción y, para lograrlo la necesidad de trabajar juntos. Esa lección ha sido olvidada. Basta con comparar el tipo de líderes políticos de esa época y los de ahora para apreciar el enorme cambio. La expresión de los egoísmos nacionales continuará, con los países más ricos en clubes exclusivos, como la OCDE o el G20.
Pero hay un problema: esos clubes no son eficientes porque reúnen a países con agendas y prioridades muy diferentes. Tomemos como un buen ejemplo el último G20, celebrado en noviembre de 2020 bajo la muy desacreditada presidencia de Arabia Saudita. Uno de los puntos fue la cancelación de la deuda de los países pobres que, evidentemente, resulta urgente por el daño desproporcionado que provocará la carga adicional de la pandemia. El Papa Francisco y el Secretario General de la ONU, António Guterres, presionaron para que se tomara esa decisión. Todo lo que el G20 estuvo dispuesto a hacer fue congelar el pago de los intereses de la deuda durante seis meses. Y aquí, permítannos divagar, como parte de un útil ejercicio de aprendizaje sobre la deuda del Tercer Mundo y la nobleza de los países ricos.
Si ustedes toman un préstamo o una hipoteca de 100, que pagan en 20 años al 5%, al final habrán pagado 200. Y, durante los primeros diez años, todo lo que pagarán son los intereses y solo en la segunda década empezarán a devolver, progresivamente, el capital. El resultado es que los países pobres han renegociado su deuda varias veces y, cada vez, lo que pagaron fueron los intereses, antes de empezar todo de nuevo, y ese interés era acumulativo. Durante ese proceso, pagaron varias veces el monto del capital que recibieron, pero todo lo que hicieron fue pagar intereses. En las universidades se aprende un buen ejemplo de la perversidad del interés acumulativo. La vieja historia dice que un colono holandés, Peter Minuit, compró la isla de Manhattan a la tribu Algoquin. El precio pagado fue de 24 dólares en cuentas, baratijas, un frasco de mayonesa, dos pares de zuecos de madera, una barra de pan y un paquete de avena cuáquera. Si esa cantidad se pusiera en un préstamo al 5% con interés compuesto, sería ahora más que el valor estimado de todo Manhattan, que supera los tres millones de millones de dólares. Así que la decisión del G20 de congelar los intereses durante seis meses es insignificante.
Es interesante escuchar las voces internas. Los préstamos de los países ricos se computan en el Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD), establecido por la OCDE (la organización que reúne a todos los países ricos). En los buenos tiempos del multilateralismo, la OCDE se comprometió a dedicar el 1% del PIB de sus miembros al desarrollo de los países subdesarrollados. Este compromiso nunca se cumplió, excepto por los países nórdicos y los Países Bajos. Los EE. UU. nunca superaron el 0.3%. De todos modos, cualquier remisión de la deuda va a las estadísticas oficiales del CAD. Pero los nuevos préstamos son hechos por países que no están en el ese comité, como es el caso de China que ha hecho un número muy extenso de préstamos, sobre todo en Asia y África, bajo condiciones no precisamente transparentes. Para los países de la OCDE (básicamente Occidente), la cancelación de sus préstamos podría significar el desbloqueo de recursos que podrían usarse para la devolución de los préstamos chinos, convirtiéndose así en los financiadores de China. Este es un buen ejemplo de cómo los intereses contrapuestos bloquean las acciones concertadas del G20.
Ahora se espera una decisión sobre este tema en la próxima cumbre del G20 en Roma, en noviembre. Pero antes de eso, en mayo, la Cumbre de Salud Global, convocada por el G20 junto con la UE, será la ocasión para verificar qué sucederá con las vacunas. Sin embargo, en el mismo mes, Portugal ha convocado la muy importante Cumbre Social de la Unión Europea. Portugal ha asumido la más relevante presidencia de la UE y esta es una contribución significativa para un 2021 positivo. Portugal es hoy, probablemente, el país más civilizado de Europa, un lugar de tolerancia, armonía y compromiso cívico, muy parecido a Suecia en los 80. Y es el único país creíble en el tema de la inmigración. En la Cumbre Social, Lisboa impulsará el fortalecimiento de la Europa social, después de tantas décadas de una Europa exclusivamente económica. La presidencia alemana saliente fue fundamental para abandonar el dogma de austeridad y pasar a un plan sin precedentes de solidaridad y fortalecimiento institucional, también posible gracias a la bendita salida de Gran Bretaña y su histórico sesgo antieuropeo. El hecho de que la vacunación sea un plan europeo y no un entramado de intentos nacionales, marca un gran avance en esta materia. Y si Europa continúa por el mismo camino en los temas de control climático y desarrollo tecnológico, recuperará mucha confianza de los ciudadanos que llegaron a sentir a Bruselas como una institución que no rendía cuentas y estaba lejos de sus prioridades. Ahora la UE se enfrenta al desempleo, al desastre económico y social provocado por el virus de la COVID-19. Estamos ante un homenaje a las virtudes del multilateralismo, la solidaridad y el desarrollo. Y Portugal tratará de completar lo que la presidencia alemana no pudo concluir.
Pero si miramos la obvia necesidad de una vacuna mundial, la realidad es mucho más sombría. Hasta ahora, los países ricos han comprado la mayor cantidad de vacunas posibles. Europa, con el 13% de la población mundial, ha comprado el 51% de la producción total. Israel es un caso de estudio. Con una población de 9 millones de personas, altamente registrada y organizada en el sistema de salud, el Primer Ministro Benjamín Netanyahu (que hará todo lo posible por mantenerse en el poder), ha comprado las vacunas a un costo adicional, pero está llegando rápidamente a toda la población israelí. Esto, ciertamente. no puede ser el caso de la India, con casi 1,400 millones de personas, y un sistema de salud muy primitivo. Hasta el Papa ha lanzado un llamamiento para distribuir una vacuna gratuita en los países pobres, y la India y Sudáfrica (que son miembros del G20) han pedido a la Asamblea General de la Organización Mundial de la Salud que se distribuya gratuitamente en los países pobres. Ha habido una fuerte oposición de los países ricos, que financiaron el desarrollo de las vacunas Pfizer y Moderna por un valor de 10,000 millones de dólares y que ahora las compran a precios de mercado, varias veces superiores a los de la vacuna de AstraZeneca.
Y sucede, además, que esas dos vacunas utilizan una nueva tecnología, cuyos efectos secundarios aún se desconocen, a diferencia de AstraZeneca, que utiliza una técnica bien experimentada. Pero, incluso, si tomamos las vacunas más baratas, hay una cuestión muy básica: ¿bajo qué lógica ética y humana se pueden hacer patentes y dinero sobre bienes públicos, como ha preguntado el Papa reiteradamente? La industria de las patentes ha patentado semillas, arroz, plantas, etc., que existen desde hace cientos de años y que los campesinos ya no pueden utilizarlas sin pagar a la empresa que las ha patentado. Y luego las compañías farmacéuticas también han tratado de patentar partes del cuerpo humano. Ciudadanos de varios lugares del mundo han creado asociaciones como Ágora para la Humanidad, que lleva a cabo una campaña para la eliminación de las patentes y los beneficios sobre los bienes públicos, dado que pertenecen a la humanidad. También se ha creado una alianza internacional entre el sector público y el privado, la Alianza para la Vacuna de Gavi, que se encarga de financiar la vacunación en 93 países de ingreso medio y pobres. Pero la financiación está todavía lejos de llegar. Tal y como están las cosas, a finales de 2021, solo el 30% de la humanidad habrá sido vacunada, básicamente en los países ricos.
Sin embargo, si hay algo que debería hacernos a todos conscientes de que estamos en el mismo barco, es esta pandemia. Hasta que al menos el 70% de todos los seres humanos sean vacunados, el virus seguirá atacando y matando. La mutación británica, mucho más contagiosa, es un buen ejemplo. El país con más casos es ahora España, que no tiene contacto físico con el Reino Unido. Pero el virus fue a Gibraltar, la colonia británica desde 1713 en el sur de España, y desde allí se extendió a los pueblos y ciudades españolas de los alrededores. ¿La constatación de que el virus no conoce fronteras ayudó a lograr un nuevo tratado sobre las relaciones entre Gibraltar y España? La respuesta, realmente, es no: fue el comercio. Sin embargo, no se necesita un virólogo para asumir que el comercio propaga el virus.
Así que, después de este largo viaje a través de diferentes temas, el hilo conductor debería estar claro. Hemos pasado de una época en la que las lecciones de la Segunda Guerra Mundial crearon una generación de políticos que hicieron de la paz y el desarrollo el terreno común de las relaciones internacionales, incluso durante una muy peligrosa Guerra Fría. Si Trump, Johnson y Putin hubieran estado en Yalta, en lugar de Roosevelt, Churchill y Stalin, el resultado habría sido muy diferente. Lo más probable es que no hubiéramos tenido Naciones Unidas, ni organizaciones internacionales. Solo piense que, en su impulso por la creación de la ONU, los EE. UU. acordaron en su compromiso fundacional pagar el 25% de sus costos.
Luego, comenzando con Reagan y Thatcher, vino un cambio profundo. Los intereses de mi país son más importantes que la cooperación internacional, y cuanto más fuerte soy, lo son más aún. El multilateralismo y la cooperación fueron atacados, así como el papel del Estado, su función de garante del progreso social, la equidad y la participación. Comenzaron a brotar otras organizaciones que debilitaron a la ONU y a los instrumentos del pacto social, como los sindicatos. Desde el espíritu de la caída del Muro de Berlín en 1989, una serie de clubes de países ricos, como el G7, el G8 y el G20, empezaron a sustituir a la ONU, y los clubes privados, como el Foro Económico Mundial de Davos, atrajeron a más personalidades importantes que la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Estamos ahora en una tercera fase, cuyos símbolos son muy variados: el nacionalismo, la xenofobia y la ilusión de que la soberanía es más importante que la cooperación. Brexit es un ejemplo notable. Pero Trump establece un nivel de legitimidad sin precedentes para lo que antes se consideraba una traición al civismo y la democracia: explota y exacerba las divisiones raciales, culturales y de género de un país, y lo hace sin el menor respeto por las normas y tradiciones. Está acompañado por un abigarrado surtido de tipos autocráticos, populistas y narcisistas de una nueva generación política: Jair Bolsonaro, Viktor Orban, Jaroslaw Kacynski, Vladimir Putin, Narendra Modi, Abdel Al-Sisi, Benjamin Netanyahu, Rodrigo Duterte, por citar solo a los más conocidos, mientras que otros, como Matteo Salvini, están a punto de tomar el poder. El virus, en lugar de unir a los ciudadanos, los ha dividido aún más. Llevar la cara cubierta es una declaración de izquierda, como preocuparse por el clima, que es una cuestión de supervivencia. Los gastos militares están en continuo aumento. En 2019 alcanzaron la cantidad sin precedentes de 1,917 mil millones de dólares —suficiente para resolver todos los problemas de alimentación, salud y educación en todo el mundo. En tanto, la ONU sigue siendo la única organización capaz de proporcionar al mundo propuestas de relevancia global. Su Agenda 2030 ofrece un plan para la solución de nuestros problemas más significativos. Cuesta una fracción de los gastos militares. El G20 ha hablado de labios para afuera de la Agenda 2030, pero nunca algo significativo. La nueva generación de políticos está bajo el escrutinio general, y el panorama no es para nada positivo.
Yo diría que lo representativo de nuestra crisis es que se están publicando libros sobre un mundo de conspiración, como aquel del virus que está siendo utilizado por Bill Gates para introducir nanopartículas que permitirán controlar todos los cuerpos humanos, o el mito del Club Bilderberg, uno de los clubes privados de reunión, como el lugar donde una pequeña élite toma las decisiones sobre cómo dirigir el mundo… las explosiones de las conspiraciones es una buena señal del declive de la democracia. Esto sucede cuando, como nunca, se ha vuelto claro que el sistema ha perdido su brújula, e incluso la tragedia climática y los próximos dos millones de muertos por covid no tienen la capacidad de traer de vuelta la cooperación y el multilateralismo.
Así que Italia comienza ahora su presidencia del G20. Es una posición sin peso significativo e Italia tiene la tarea de organizar una cumbre de jefes de Estado, de la que nadie espera mucho. Si la derrota de Trump tiene algún significado relevante, para noviembre la situación política podría haber mejorado, pero tendremos una Alemania sin Merkel, probablemente más nacionalista, y el milagroso compromiso social de la Unión Europea podría frenarse. Italia tiene un gobierno muy frágil y la dudosa distinción de tener un Ministro de Asuntos Exteriores muy joven, cuya única experiencia laboral fue ser vendedor de bebidas en el estadio de fútbol de Nápoles. Para la Cumbre de la Salud no pareciera como si inspirara respeto o autoridad. Esta será la primera prueba de Italia. En mayo, quedará claro que, sin la vacunación en el mundo, los países ricos no estarán fuera de peligro. Debería ser fácil reunir a los 20 países más importantes del mundo, incluyendo India y Sudáfrica, para acciones tan obvias. Pero en estos tiempos, en los que los intereses y el egoísmo son la realidad, es legítimo alimentar muchas dudas. De todos modos, si 2021 no va a ser un año de renovación y creación, estaremos en una pendiente irreversible… el tiempo se está acabando.
Pero parece que ahora la solución de los problemas está más allá del límite del sistema…