A más de alguien puede llamarle todavía la atención el título de este artículo. Pero desgraciadamente la realidad política, económica y social de los últimos 30 años nos demuestra, más allá de toda duda, que nos enfrentamos a dos derechas que han cogobernado en la práctica –más allá de sus discursos- consensualmente a Chile. En efecto, han legitimado, consolidado y perfeccionado el modelo neoliberal impuesto a sangre y fuego por la dictadura con sus AFP; Isapres; Plan Laboral; legislación sindical; sistema tributario; ley minera; privatizaciones y concesiones leoninas de servicios públicos; gran inequidad de los ingresos; monopolización u oligopolización de importantes ramas de la economía nacional; universidades privadas con fines de lucro; concentración de la propiedad de los medios de comunicación masivos, especialmente de canales de TV y de diarios nacionales; etc. De este modo, la Concertación y la derecha tradicional han consensuado TODAS las leyes y reformas constitucionales aprobadas en estos 30 años, independientemente del hecho de que durante muchos de aquellos años los gobiernos de la Concertación (y de la “Nueva Mayoría”) tuvieron mayorías parlamentarias propias, suficientes para cumplir gran parte de los programas de sustitución del modelo neoliberal a que se comprometieron en su período de oposición a la dictadura, y que después olvidaron completamente. ¡Y que cuando no la tuvieron -en la década de los 90- lo fue porque el liderazgo de la Concertación le regaló solapadamente a la futura oposición de derecha la mayoría parlamentaria, a través de las Reformas Constitucionales concordadas en 1989!
Y ya tenemos una colección de declaraciones de connotados líderes concertacionistas ensalzando la obra económico-social de Pinochet, en que por cierto se “lleva las palmas” Alejandro Foxley, con su panegírico a Pinochet en la Revista “Cosas” del 5 de mayo de 2000. Y a su vez, una recíproca admiración de una pléyade de políticos, economistas y empresarios de derecha a la obra de la Concertación, donde resaltan las alabanzas de César Barros a Ricardo Lagos (lo calificó como “el mejor presidente de derecha de todos los tiempos”, en “La Tercera”, el día que dejó el Gobierno); las “declaraciones de amor” que le hizo Hernán Somerville, a nombre de los empresarios chilenos y de la APEC, al mismo Lagos a fines de 2005; o las expresiones de Herman Chadwick en 2006 de que “Lagos nos devolvió el orgullo de ser chilenos”.
Pues bien, la culminación de dicho proceso lo vivimos en 2005, cuando ambas derechas se pusieron de acuerdo en consagrar conjuntamente la Constitución de Pinochet con algunas reformas, de tal modo que ¡la actual Constitución está suscrita por Ricardo Lagos y por todos sus ministros de la época, incluyendo a Francisco Vidal, Nicolás Eyzaguirre, Ignacio Walker y Sergio Bitar! Y que fue suscrita en una ceremonia, el 17 de septiembre de ese año, en la que Lagos dijo de modo exultante que “este es un día muy grande para Chile. Tenemos hoy por fin una Constitución democrática, acorde con el espíritu de Chile (…) Esto es un logro de todos los chilenos (…) Chile cuenta con una Constitución que ya no nos divide, sino que es un piso institucional compartido, desde el cual podemos continuar avanzando por el camino del perfeccionamiento de nuestra democracia” (El Mercurio; 18-9-2005).
Lo anterior explica también porque la demanda de Asamblea Constituyente que surgió en torno al movimiento estudiantil-ciudadano de 2011 tuvo entre sus más feroces críticos al mismo Lagos y a dirigentes del PS como Camilo Escalona (la calificó como “fumar opio”); José Miguel Insulza (“es confrontacional”; y “se sabe cómo empieza, pero no como termina”) y Osvaldo Andrade (que se mofó de ella declarándole a El Mercurio que “la nueva Constitución va a ser para los tataranietos”). Pero como la demanda igual adquirió mucha fuerza, Michelle Bachelet prometió para su segundo gobierno la realización de un “proceso constituyente” (sic) destinado a generar una “nueva Constitución”, el cual dio pie a innumerables “cabildos” donde muchos ciudadanos participaron creyendo que estaban en un proceso serio, para terminar todo en un proyecto de nueva Constitución entregado a fines de su Gobierno por Bachelet… a los archivos.
Y luego las dos derechas se olvidaron del tema hasta que vino el “estallido”, “revuelta” o “rebelión social” de octubre de 2019 que expresó un completo hartazgo de las grandes mayorías ciudadanas con el “modelo chileno”, extremadamente neoliberal, individualista, injusto y excluyente; modelo denominado tanto por Ricarte Soto como por José Maza, “la Corea del Norte del capitalismo”. Entonces, ambas derechas idearon un ardid magistralmente concebido para, no sólo neutralizar la rebelión, sino para aprovecharla para hacer creer al pueblo que éste, ¡ahora sí!, se convertiría en el actor fundamental de la creación de una Constitución democrática, olvidándose -de paso- de la exultante aprobación que las dos derechas habían hecho de la Constitución de 2005 como plenamente democrática.
Así, convocaron a un proceso supuestamente democrático –el 15 de noviembre de 2019- en que todos los chilenos decidiríamos si queríamos o no una nueva Constitución (“Apruebo” o “Rechazo”); y si preferíamos, en caso de que sí, si se produciría a través de una “Convención Mixta Constitucional” (la mitad electos popularmente y la otra por los parlamentarios actuales); o simplemente a través de una “Convención Constitucional” en que todos fuesen electos directamente por la base. Pero el elemento crucial del proceso de definiciones se mantuvo virtualmente oculto y en el engaño. Este es, que tanto la Convención Mixta, como la íntegramente electa, tendrían una igual característica que, por cierto, no se explicó en sus funestos alcances a los ciudadanos electores. Esta es, de que ¡en ambos casos! se establecía un quórum antidemocrático de dos tercios para que el texto de nueva Constitución no pudiese ser aprobado por la mayoría de los convencionales electos. Es decir, ¡no se estipuló la regla democrática de la mayoría para estipular la decisión de qué Constitución se va a aprobar! Y esto significa que se le está regalando a la futura derecha tradicional minoritaria –dadas las condiciones electorales y políticas existentes en Chile desde 1990- un seguro poder antidemocrático de veto en la aprobación de la “nueva” Constitución, como el mismo Longueira lo reconoció en el Consejo Ampliado de la UDI previamente al plebiscito de octubre.
Y, por otro lado, todo esto le permitirá a los líderes de la derecha concertacionista disfrazarse ante sus bases –muchas que todavía no quieren creer que se haya producido tal viraje en sus líderes- y justificar políticamente el que se vean “obligados” a consensuar nuevamente un texto constitucional con la derecha tradicional. Por cierto, los líderes concertacionistas obtendrán también –por conveniencia mutua- que la derecha tradicional acepte incorporar fórmulas efectistas de nuevas disposiciones constitucionales que dejen al menos parcialmente satisfechas a las increíblemente sometidas y crédulas bases concertacionistas. Pero todo esto, ciertamente no sentará las bases para la construcción de la demanda mayoritaria de la sociedad chilena: un nuevo modelo de sociedad que promueva la justicia social. No representará una cabal solución al hartazgo de la mayoría del pueblo chileno con el modelo. Pero le proporcionará a las dos derechas un espacio bastante mayor de tiempo –una “zona de confort”- antes de que el largo proceso constituyente termine y antes de que quede a la luz que todo este proceso ha sido un nuevo y monumental engaño al pueblo chileno.