por Víctor Báez Mosqueira*
La “marcha” sobre Washington propiciada por Donald Trump en enero de 2021, se produjo 98 años después de que Mussolini marchara sobre Roma, con el slogan de “si no nos dan el poder, lo vamos a tomar”. Cualquier parecido entre ambas situaciones no es pura casualidad.
Desde diversos sectores gubernamentales, empresariales y sindicales se habla de la necesidad de un nuevo contrato social, lo que hace que algunos supongan que con la firma de tal contrato se resolverán automáticamente los problemas y que todo el proceso se dará sin conflictos.
Nada más alejado de la realidad. En la historia, la idea del contrato social no es nueva. Nos remonta como mínimo a la época de Thomas Hobbes, filósofo político cuyo pensamiento en su “Leviatán”. Este se puede resumir en dos citas: “Guerra de todos contra todos” y “El hombre es el lobo del hombre”. En esa obra, publicada en 1651, su teoría del Estado se basa en el contractualismo para superar ese estado de naturaleza donde no hay derechos ni juicios morales, en el cual los individuos obtienen y conservan lo que pueden y por cualquier medio.
Por su parte, Juan Jacobo Rousseau, en su “Contrato Social”, publicado en 1762, afirma que el ser humano nace libre pero renuncia a una parte de la libertad de la que dispondría en estado de naturaleza a cambio de derechos.
Desde su inicio, el concepto de “contrato social” emerge de la idea del conflicto de intereses y es propuesto como la vía para que la especie humana viva en paz, respetando los derechos de sus semejantes, es decir, conviviendo.
El devenir de la historia enseña que un “Contrato Social” no se acuerda de un día para el otro, por el contrario, tiene una evolución gradual, con avances lentos y a veces bruscos retrocesos, lo cual no evita que lo reivindiquemos.
¿Acaso la Revolución Francesa no propugnaba la igualdad? Sin embargo, “Los Miserables” de Victor Hugo, novela que transcurre después de 1789, registra magistralmente la injusticia social que perduraba y las insurrecciones sucesivas.
¿Acaso la Constitución de la República de Weimar, en Alemania, primer ejemplo de Constitucionalismo Social en Europa, sancionada en 1919, no fue hecha pedazos por los nazis a partir de 1933, a pesar de que teóricamente estuvo vigente hasta 1945?
Este ejemplo nos lleva a afirmar que uno de los peores obstáculos para el contrato social es el fascismo y que no puede haber un verdadero contrato social sin una verdadera democracia.
Hablando de fascismo es bueno puntualizar que la “marcha” sobre Washington propiciada por Donald Trump en enero de 2021, se produjo 98 años después de que Mussolini marchara sobre Roma, con el slogan de “si no nos dan el poder, lo vamos a tomar”. Cualquier parecido entre ambas situaciones no es pura casualidad.
En la realidad política y social latinoamericana los casos de frustración de contratos o acuerdos sociales de magnitud para poner fin a situaciones de violencia e inequidad son notorios y permanentes en el tiempo.
Por lo tanto, si decimos que un contrato social puede tener por objeto un acuerdo de paz para acabar con una guerra civil a nivel nacional, podemos traer el ejemplo del fallido contrato de Guatemala. Después de 36 años de un conflicto que costó 200 mil muertos, 45 mil desaparecidos y 100 mil desplazados, se firmó la paz en 1996 y hasta hoy no fueron superadas las causas que la originaron.
Si no prestamos especial atención al acuerdo de paz en Colombia, ese país puede seguir el camino de Guatemala. Los miembros de la guerrilla firmantes, los activistas sociales y de derechos humanos y los sindicalistas, siguen siendo asesinados en forma impune y el gobierno se niega a implementar las políticas de diálogo y de inclusión contempladas en el acuerdo.
En Chile existe la posibilidad de un nuevo contrato con la nueva Constitución que se redactará. Esta surgió de las movilizaciones que estallaron en octubre de 2019, siguiendo los pasos de “la calle, las urnas y los procesos institucionales” magistralmente resumidos por un ilustre chileno, lo que nuevamente demuestra que el proceso no está exento de conflictos y que dichos conflictos son fuente de progreso social y transformación democrática.
La incertidumbre creciente
Debemos convenir que, además del fascismo, el neoliberalismo es el otro gran obstáculo para el contrato social. Es el responsable de la creciente incertidumbre que padece la mayoría de la población mundial, porque va imponiendo desregulaciones sociales y laborales, según el humor de los inversionistas, anulando los diferentes roles que competen a los Estados. La única certeza que va creciendo es que nuestros descendientes vivirán peor que la actual generación de seres humanos.
Antonio Baylos, profesor de Derecho Laboral de la Universidad Castilla La Mancha, sostiene acertadamente que “la inseguridad tiene un claro sesgo de clase. Con la crisis, son fundamentalmente las personas que trabajan las que pierden el empleo, quienes se ven forzadas a trabajar por debajo de los estándares laborales, con un aumento de la insalubridad y de la exposición al riesgo”. A esto agregaríamos a las crecientes masas de personas que pertenecen al sector informal, que nunca llegaron a tener un empleo en la economía formal.
Hugo Barretto, uruguayo, también profesor de Derecho Laboral, afirma que el siglo XX de la segunda post guerra hizo de la seguridad y previsibilidad unos valores casi absolutos, merced a la creación de una normativa internacional y a la cobertura de los riesgos que podían amenazar la vida humana mediante sistemas de seguridad social de gestión pública. Agrega: “La formulación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos es el ejemplo paradigmático del ideal de certeza que albergaba el sistema internacional” y que la labor de la OIT, dirigida en el mismo sentido, tendió a dotar del ideal de certeza de un conjunto de normas internacionales sobre derechos laborales. En su obra “La Era de los Derechos”. Norberto Bobbio cuenta la forma en que esa Declaración de Derechos Humanos fue universalizándose a través de las declaraciones de derechos por sectores. Todo esto ocurrió principalmente en la segunda parte del siglo XX y está siendo corroído por la excepción destituyente que tiene como centro el mercado y la competencia internacional.
Un nuevo contrato social es necesario y no hay que temer al conflicto. Hay una diferencia fundamental entre conflicto y violencia. El primero tiene como fin la evolución (calle, urnas, procesos institucionales), mientras que la segunda es accionada generalmente por las minorías para defender sus privilegios. Es más, un nuevo contrato social puede frenar la violencia. Esto ya se veía claramente al final de la segunda guerra mundial.
Pero, repetimos, si las grandes empresas, los gobiernos y las organizaciones sindicales y de otros sectores queremos un contrato social, es casi seguro que estemos imaginando cosas diferentes, por lo cual debemos tener nuestro propio proyecto de sociedad y de planeta, porque como dice un documento de miles de académicos: “Bajo el régimen actual, el compromiso capital/trabajo/planeta resulta siempre desfavorable al trabajo y al planeta”.
En resumidas cuentas, el mundo se debate hoy entre dos grandes proyectos políticos. El primero es el de “vamos a ganar dinero hoy, no importa lo que vaya a pasar con el mundo mañana” y el segundo es el de quienes se proponen construir un futuro de sostenibilidad, donde las futuras generaciones tengan una vida mejor. Para ello, uno de los objetivos centrales del nuevo contrato social debe ser el de acabar con la diversidad de legislaciones desreguladoras que restan protección social y laboral. Para eso debemos perfeccionar el sistema internacional y regional de Derechos Humanos de forma que permita “desmercantilizar el trabajo” y “asegurar la paz universal permanente mediante la justicia social”, dos objetivos todavía pendientes de realización desde la fundación misma de la OIT (Organización Internacional del Trabajo).
*Secretario General Adjunto de la Confederación Sindical Internacional (CSI)