El cambio de mando en la capital del imperio tuvo lugar sin mayores incidentes que lamentar. La expectativa estaba dada por la ausencia del presidente saliente, quien no halló nada mejor que irse a uno de sus campos a jugar al golf no sin antes anunciar que volverá a la Casa Blanca.

Se fue mordiendo el polvo de la derrota, pero con casi la mitad de los votos, con la mayor cantidad de votos obtenida por candidato republicano alguno. Se fue mascullando una y otra vez que no perdió, que ganó, que le robaron la elección, que hubo fraude. Afirmaciones realizadas sin respaldo ni evidencia alguna. Todas las tratativas por revertir los resultados de la votación fueron estériles, incluso ante tribunales comandados por jueces republicanos, pero no por ello ha desistido por denunciar una y otra vez la existencia de fraude.

Sus seguidores le creen a pies juntillas. Los conquistó con un discurso nacionalista, populista representado por su lema de volver a hacer grande al imperio. Sus cuatro años gobernando a punta de tuits no fueron suficientes para repetirse el plato. Sospecho que COVID19 lo dejó fuera de combate; sin COVID19 lo más probable que habríamos tenido cuatro años más con Trump.

El partido republicano está en la encrucijada. La relación entre ambos tuvo un carácter especial dado que en términos de ideas no existe mayor afinidad, pero se necesitaban. Trump se apoyó en el partido sabiendo que corriendo por fuera sus posibilidades eran nulas. No pocos dentro del partido lo rechazaban, pero finalmente el partido entero, desde el sector del Tea Party hasta los más moderados, se subieron al carro trumpista olfateando la posibilidad de ganar la elección de año 2016 y derrotar a Hillary que se vislumbraba como favorita. La elección la planteó como si se tratara de una pugna entre el pueblo y la élite, entre el nacionalismo y el globalismo, entre el proteccionismo y el libre comercio. Tocó bien las teclas musicales que la mayoría de los norteamericanos querían escuchar: recuperar el poderío de un imperio en decadencia.

Trump se fue dejando una estela de tradiciones rotas, partiendo por su ausencia en el cambio de mando, su participación en la arenga a sus seguidores que culminó con el asalto y toma del Capitolio, su adhesión al supremacismo blanco, y su rechazo a la decisión de su propio vicepresidente, Mike Pence, de ungir como presidente a Biden. Por hacerlo, Trump no encontró nada mejor que afirmar que “le faltó coraje”, en circunstancias que no hizo otra cosa que cumplir con un mandato constitucional.

Los escenarios que se avizoran son múltiples: que esté involucrado en múltiples litigios judiciales; que sea impedido de postular a la presidencia en el año 2024; que procure formar su propio partido aprovechando la legión de fanáticos que lo respaldan. Como si de una telenovela se tratara, lo que viene está por verse.

 

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