Este es un artículo de opinión de Joaquín Roy, catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
Cuando ya se ha rebasado el final del “año en que vivíamos peligrosamente”, conviene hacer balance y preguntarnos acerca de las perspectivas de la “nueva era”, una vez se ha confirmado constitucionalmente la derrota de Donald Trump.
Domina el nuevo ambiente una incomodidad que está presidida por una pesada losa de incertidumbre. Este sentimiento está causado por la enormidad del daño causado por la presidencia de Trump. La única duda que rellena el ambiente es acerca de la permanencia del desastre causado por el cuatrienio que ahora termina.
Insertado en el contexto de la satisfacción por el cese de la pesadilla se detecta una predicción de cierta nostalgia. Se basaba en la comparativamente bien instalada estrategia de confrontación ante lo que se etiquetaba como la formación de una dictadura en el seno de la más antigua de las democracias de la historia documentada. Nos preguntábamos qué haríamos al despertar, obsesionados por una agenda repleta de un solo “issue (asunto)”.
Algunos temíamos que en el supremo momento de expectación del éxito de una estrategia de confrontación se nos recordara que en el panorama de importancia y soledad del cuestionamiento de la irracional política del presidente se nos acusara injustamente.
Insólitamente, habíamos tenido un cómplice no deseado y al mismo tiempo crucial en la consecución del desalojo del incómodo inquilino de la Casa Blanca.
No sabíamos cómo podríamos agradecer, por así decirlo, la asistencia de la pandemia que todavía atenaza el planeta. La irracional conducta del presidente en las sucesivas etapas de la aparición de la covid-19, su desarrollo, expansión e implantación en todo el planeta, se había convertido en el peor enemigo de Trump y en el mejor aliado de la conducta de la oposición.
Se transpiraba un inconfesable sentimiento consistente en que la implantación del virus y el consiguiente negacionismo de Trump se unieran a los esfuerzos de la oposición política en conseguir la defenestración, aunque fuera al límite de su administración.
Cada ser humano infectado, especialmente en Estados Unidos, y cada defunción certificada, respondidos por la errática política sanitaria de Trump, se registraban como “votos” en el recuento de la elección del 3 de noviembre.
La esperanza de que la covid se esfumara mágicamente una noche, como surrealistamente predijo el propio Trump en la temprana primavera del 2020, representaría la defunción del imponente enemigo que se había cernido sobre la Casa Blanca.
Mientras tanto, la oposición al presidente en el aparente seno mayoritario de Estados Unidos y en una proporción universal en el exterior dedicaban sus esfuerzos en una agenda exclusivamente repleta de reacción a cada una de las tropelías del presidente. Pero se notaba la ausencia de una estrategia múltiple compuesta por un programa para “el día después”.
En el campo demócrata se notaba la ausencia de un plan para el futuro. Se alargaba la discusión acerca del mejor candidato y su colega de ticket. Ese detalle no se dilucidó hasta la decisión en favor de Joe Biden y luego con la adición de Kamala Harris como candidata a la vicepresidencia.
En un ambiente reticente a la formación de “gabinetes en la cocina”, como ha sido la costumbre inmemorial en Reino Unido, se notaba la ausencia de un programa de gobierno para ser puesto en práctica después del 3 de noviembre.
A la vista del mal disimulado sentimiento de inseguridad, en este ambiente se temía que algún día se llegara a exclamar con mal disimulada nostalgia: “contra Trump vivíamos mejor”.
Esta ocurrencia tiene su origen en la meditación que el Partido Comunista de España expresó en el momento de la reinstalación de la democracia en España tras la desaparición del régimen franquista, en 1975.
Su precedente fue el reclamo que los restos del régimen expusieron: “con Franco vivíamos mejor”. Los comunistas, al ver que su espacio reservado era ocupado por los neodemócratas, confesaron que cuando estaban en la oposición enterrada tenían más poder efectivo que en la democracia parlamentaria.
La oposición a Trump puede verse forzada a expresarse de la misma manera en cuanto el sistema se abra totalmente a final de enero. Habrá basado toda su conducta en la crítica de todas y cada una de las “políticas” del gobierno.
En realidad, eran meramente caprichos expresados en altas horas de la madrugada mediante chasquidos en el móvil.
El monumental vacío dejado por el desgobierno de Trump estará todavía ocupado por la atención en la aplicación de la vacuna apropiada y la comprobación de su excelencia, tarea que se extenderá a lo largo del resto de 2021.
Dependerá de la eficacia de la puesta en marcha de las urgentes medidas del nuevo gobierno que el electorado no se sienta tentado a escuchar de nuevo los cantos de sirena de 2016.
La reconstrucción de la economía, la reducción del daño causado a los sectores más necesitados, la mejor integración de la inmigración, y la lucha decidida para eliminar el racismo son algunas de las asignaturas más urgentes del nuevo gobierno.
Solamente con su razonable resolución se evitará que parte de los 70 millones que votaron al saliente presidente se sientan tentados a exclamar: “con Trump vivíamos mejor”.
Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami. jroy@miami.edu