Aunque el golpe o mascarada haya fracasado, la última provocación trumpiana ha sumido de lleno a toda la institucionalidad estadounidense en un dilema radical y traumático: o bien dejar pasar esto y esperar que la llegada de Biden calme las aguas, o hacer caer con ánimo ejemplarizante todo su peso sobre el todavía inquilino de la Casa Blanca.
El miércoles 6 enero, Estados Unidos asistió estupefacto a un espectáculo inédito, si no en su historia (su imperio ha estado detrás de muchos momentos similares en numerosos países en el pasado), sí en su territorio. Masas de manifestantes, convocados por el presidente Trump, irrumpieron en el Capitolio ─la policía prácticamente les abrió las puertas─ obligando a evacuar el edificio e interrumpiendo la sesión en la que se iba a certificar la validez de los resultados electorales de noviembre (a los que se sumaban los de Georgia, celebrados el martes).
¿Un intento de golpe? Seguramente algo más simple y menos peligroso (de momento) pero igualmente confuso. En cierto modo, lo ocurrido en el Capitolio no es sino el cierre más perfecto y adecuado a estos cuatro años, a todo lo que ha hecho y representado Trump y su gobierno.
Creo que nos vienen a la cabeza todos esos famosos fragmentos del 18 de Brumario de Marx. El gobierno de Trump empezó como una farsa, con su descenso de las escaleras mecánicas de su Trump Tower. Siguió como tragedia, mediante la represión y asesinato de ciudadanos afroamericanos, la persecución de migrantes, el enjaulamiento de niños, la criminalizacion de manifestantes, el cotidiano toque de un tambor de angustia. Trump termina ahora en un tercer acto, que vuelve a la farsa (espero que no nos aguarde un último giro trágico).
Se habla de que este asalto pueda haber sido tan solo un ensayo, que podría proseguir en los próximos días, hasta llegar al 20, cuando se celebre la inauguración de Biden
Las imágenes de la entrada trumpista en el Capitolio son un testimonio de paranoia, estupidez, de puro miedo, sin máscaras ni barbijos, pero ataviados con confusos tatuajes, parafernalia militar, camisetas nazis, simbología vikinga. E incluso pieles de lobo, como la que portaba un manifestante subido al estrado del Senado, en una foto que quedará para la historia (bufa). Banderas confederadas se paseaban por los pasillos del Capitolio. Horcas y cruces, al mas puro estilo Ku Klux Klan, se levantaban en las calles. Disfraces ─de nuevo Marx─ prestados del pasado. El inconsciente, el ‘ello’ brutal de un país, que aflora y se pasea, entre todo el ruido y furia de cabezas de idiotas corriendo por pasillos desiertos, vociferando ¿Dónde están?
Quizás esas imágenes entre ridículas y dramáticas han servido para revelarnos algo del trumpismo: su carácter de fondo del caldero del neoliberalismo, las heces ideológicas acumuladas tras décadas de una hegemonía solitaria que, cansada de monologar consigo misma, ha acabado atrapada en sus propios fantasmas. Y que a la vez convoca los propios fantasmas de la historia del país. A un nivel simbólico, esta jornada ha sido una humillación a la institucionalidad estadounidense.
El mazazo (¿final?) de la era Trump o, como apuntaba en twitter Keeanga-Yamahtta Taylor, el final absoluto del excepcionalismo americano. “It can’t happen here” (Eso no puede ocurrir aquí) era el título de la famosa novela de Sinclair Lewis que advertía, mediante una narración distópica, de la posibilidad del ascenso de un líder fascista en los Estados Unidos de los años cuarenta. Esta jornada ha desmentido esa incredulidad que el título de Lewis criticaba: eso puede ocurrir aquí, eso ha ocurrido aquí, y de hecho, eso ha venido ocurriendo y larvándose aquí, desde mucho antes de Trump.
La simpatía con los cuerpos policiales enmascara una identificación profunda con el racismo estructural, que se identifica con la “americanidad” misma
Como apuntaba la politóloga Laleh Khalili, el asalto, a pesar de su apariencia caótica y chusca, no debe entenderse como una acción espontánea, sino como parte de un intento coordinado: el ataque se ha replicado, con menores y variados efectos, en los capitolios de diez Estados que, como explica Khalili, podría tener un efecto reclutador y ─observando la notable presencia de banderas de muchos otros países─ contiene asimismo una dimensión internacional.
A esto hay que sumar la actuación de la policía que, como demuestran numerosos vídeos, ha dejado pasar a los manifestantes. Un impulso biempensante podría explicarnos que se trata de una cuestión de mera actitud individual de los agentes. Sin embargo, es un gesto amable con los manifestantes trumpistas que 1) no es ni mucho menos aislado, como se ha demostrado ya en numerosas ocasiones, y 2) esta en línea con una tendencia emergente en el trumpismo, lo que el escritor Jeff Sharlet ha denominado “nacionalismo policial”, acentuado sobre todo este verano con las protestas de Black Lives Matter: la simpatía con los cuerpos policiales enmascara una identificación profunda con el racismo estructural, que se identifica con la “americanidad” misma.
Este proto- o pseudo-golpe puede tener una dramaturgia grotesca e incompetente. Pero esa incompetencia no lo hace menos fascista
En definitiva, este proto- o pseudo-golpe puede tener una dramaturgia grotesca e incompetente. Pero como señala Richard Seymour, esa incompetencia no lo hace menos fascista, y la jornada del miércoles puede entenderse como uno más de una larga serie de progresivos experimentos, pruebas de vestuario y procesos de radicalización mutua entre calle y aparatos del Estado que sectores de la extrema derecha han venido desarrollando, y que podrían conducir a la emergencia, ya totalmente desplegada, de una extrema derecha extraparlamentaria, sí, pero ya abiertamente golpista y, sobre todo, de una consistencia organizativa más sólida. Como apuntábamos en un artículo anterior, la paulatina cristalización de corrientes, sensibilidades y actitudes individuales, en una forma más coherente y, por eso mismo, mucho más peligrosa.
El último escenario es el político. Despejado el asalto ─los manifestantes salieron tranquilamente, algunos gritando “vamos a por una cerveza” y hubo tan solo 52 detenciones─ se reanudaba la deliberación para certificar los votos del Electoral College. Los apoyos a Trump se reducían, y solo siete senadores mantenían su oposición a los resultados, entre ellos Ted Cruz. Pero en la Casa de Representantes, hasta 121 congresistas republicanos rechazaban todavía los resultados de Arizona. En otros Estados, el voto llegaba a números entre 70 y 80. Los resultados quedaban aceptados y certificados. Pero aún en minoría, ese rechazo es sin duda políticamente muy significativo.
Mientras tanto, el aun vicepresidente Mike Pence operaba un enfático distanciamiento de Trump. Parece que durante la noche y la madrugada altos funcionarios y miembros del gabinete de Trump han estado discutiendo la posibilidad de invocar la vigésimo quinta enmienda, el único mecanismo previsto en la constitución para forzar la salida de un presidente. ¿Se atreverán esos miembros de la administración Trump? ¿Y que hará el Partido Demócrata? El mensaje de Biden en la tarde del miércoles denunciaba sin duda los hechos, pero concluía apenas con una vaga interpelación a Trump a reaccionar, ejercer liderazgo y llamar a los asaltantes a retirarse, algo hasta cierto punto comprensible como último gesto para no cargar mas la situación y dejar una vía de intervención a Trump, sin amenazar con posibles consecuencias.
Trump efectivamente llamó a la retirada en un mensaje grabado, pero ─en su característico y falsamente espontáneo fraseo, siempre calculadoramente vago e irresponsable─ manteniendo su acusación de fraude electoral.
El ala progresista de los demócratas, con Alexandria Ocasio-Cortez, Ilhan Omar o Jamaal Bowman, entre muchas otras voces, llamaba al impeachment inmediato. Aunque el golpe o mascarada haya fracasado, la última provocación trumpiana ha sumido de lleno a toda la institucionalidad estadounidense en un dilema radical y traumático: dejar pasar esto y esperar que la llegada de Biden calme las aguas o bien hacer caer con ánimo ejemplarizante todo su peso sobre el inquilino de la Casa Blanca.
Hasta esta confusa jornada, era de los que no esperaba ninguna represalia del sistema político estadounidense hacia Trump. Pero esta última sangrienta jugarreta ─farsa y tragedia inextricablemente unidas─ supone una verdadera humillación para todo ese sistema, una imperdonable mancha en el ensueño de su inmaculada autopercepción.
No creo en ninguna bondad o justicia intrínsecas a esa institucionalidad, es simplemente que la más férrea razón de estado ─y de imperio─ obliga a los Estados Unidos a derribar a Trump. Ningún “estado serio” ─como podría decir un informe de la CIA escrito desde una embajada en cualquier otro país─ puede permitirse dejar pasar algo así. En cualquier caso, la más importante razón para terminar de una vez con este payaso trágico, más allá y más acá del estado, del Capitolio, de las columnas y escalinatas en que una vez este país quiso soñarse a sí mismo como democracia fundadora de la modernidad, es la supervivencia de la democracia misma, y de una sociedad que la ejerza, practique y transforme. ¿Puede eso ocurrir aquí?