Apenas pasó un día del 2021 y hay que volver al 2020. No me cabe duda de que es un año para más que recordar.

Veamos esto del cambio en el almanaque: entre las 23:59 del 31 de diciembre y las 0:00 del 1 de enero no sólo cambia la hora y el día. Cambia esa ilusión colectiva que es el tiempo “objetivo”, el cronometrado. Que no es el tiempo social aunque esté asociado. Una cosa es la duración vivida de las cosas y otra, muy distinta, la medida. Para más, está la idea que me hago de la duración, no siempre acorde con la sensación o vivencia del proceso de las cosas. Así que pocas cosas son tan ejemplificadoras de la ilusión vivencial como la temporalidad, tan atada a la subjetividad. Y además, dentro de esta temporalidad está la social, impuesta por las creencias compartidas, en mucho atadas al reloj y el calendario.

El rito colectivo anual de paso un ciclo a otro, esa necesidad de descargar con  estruendo el peso de lo vivido durante el año, sea con petardos o el frenesí de la música a todo volumen, demuestra la sincronía en las conductas que se impone desde la creencia compartida. Quien haya intentado experimentar en soledad el cambio del almanaque habrá corroborado que si no mira el reloj, nada cambia. Y si lo mira, ese cambio se da en su imaginario al evocar la algarabía de las fiestas que vivió y en algún lugar estarán aconteciendo en ese momento.

Este fin de año se llenó de expresiones de denuesto al pobre 2020, como si existiera, como si hubiera algo que pudiera ser responsable de alguna otra cosa como no fuera la medición del transcurso inexorable y casi infinito (como se vivió cada día en el encierro) de la frustración del encuentro.

Todas las crónicas del 2020 dan cuenta de la añoranza de la presencia de lxs otrxs a lxs que se estaba habituadx. Ha sido una maravillosa y demostrativa experiencia de cuán sociales somos como seres. Cómo la famosa nurtura, lo asimilado en la socialización, prima sobre la natura que conforma nuestra herencia genética. O bien, cómo las respuestas que nos han inculcado (el proceso de socialización disimulado bajo ese eufemismo que es el término “aprendizaje”), gobiernan nuestra vida.

El nuestro es –todavía- un mundo pavloviano. No nos crían mostrándonos algo sabroso con una luz que se enciende simultáneamente, eso está claro. Pero desde pequeñines nos piden “a ver esa sonrisita”, condicionándonos en la ficción de un amor no siempre sentido (en su Por tu propio bien -¿te suena?- Alice Miller dice que lxs niñxs no tienen el privilegio de los prisioneros: están obligados a amar a sus torturadores). Lo cierto es que las respuestas “aprendidas” son respuestas inducidas dentro de un marco restringido de alternativas, pese a que en esta sociedad occidental “somos criadxs para ser libres”.

Desde la mirada originaria que aprueba los gorjeos de bebé hasta los gestos hacia otrxs con que buscamos su aprobación (si no lxs rechazamos), la mirada ajena está entrelazada con nuestra “voluntad”, cada vez más oscuramente a medida que avanzamos en edad. Esa mirada por muy ajena que sea, está anclada en la nuestra, condiciona nuestro estado interno, la géstica y las tensiones con que respondemos a lxs otrxs. O sea que nuestras conductas están “engarzadas” en las miradas que las motivan (o motivaron biográficamente).

De modo que esa trama de miradas ajenas que termina dando cuerpo a nuestros “motivos”, hace resaltar por contraste la idealidad abstracta de la supuesta libertad de que gozaríamos. Eso que se llama conducta social no es un conjunto de conductas racionalmente deliberadas como habría querido Max Weber, sino una danza colectiva coordinada casi a la perfección por un tramado imaginario de demandas/respuestas complementarias que sostienen la dinámica social.

Desde este punto de vista, el rito anual de despedida/bienvenida del año tiene rastros de las celebraciones cifradas por los antiguos mitos, pero sólo rastros. De todos modos, la significación del rito se inscribe en el imaginario social, que es donde se producen los cambios celebrados.

Ese anclaje imaginario que la sociedad inculca en cada cual es lo que soporta nuestro argumento biográfico, compuesto de deseos y temores que habilitan o inhiben nuestras acciones, configurando las expectativas básicas que incardinan el desarrollo de la vida individual.

Casi podría decirse que nuestra vida se mueve compulsivamente, bajo el impulso de fuerzas que no manejamos en el nivel de conciencia habitual, y son las que han sumido en la ansiedad y la depresión a millones que vieron frustrados sus proyectos cotidianos en el 2020. Porque la vida social es una trama de proyectos que sirven a la satisfacción de los intereses individuales que empujan la vida cotidiana.

Son esas expectativas compulsivas las que quedaron pataleando en el vacío el año pasado. Y ahora se disparan provocando fiestas clandestinas masivas que, ya se ha visto en distintos lugares del planeta, disparan contagios masivos. Porque con barbijo y distancia social no puede haber fiesta.

Con la fuerza de un resorte comprimido, hemos estado viendo cómo las compulsiones disparan las concentraciones masivas, como si la fuerza gravitatoria que atrae las masas de los cuerpos en flotación (¿recordás el experimento de los dos corchos en un plato con agua?) actuara en los individuos al modo de una fuerza oculta. Y estos cuerpos no solo no están en flotación sino que son semovientes.

No es que falle la comunicación, no es que la información no circule, no es que no esté el dato que haga saber que donde hay gente tendríamos que ver una calavera con dos tibias cruzadas sobreimpresa. Es, simplemente, que esa información no opera como se espera que lo haga, que sea receptado por un psiquismo gobernado racionalmente.

Aquí está la falla, no sólo en la conducta para esta emergencia sino en todo el sistema social: se presume la racionalidad en la conducta humana. Y se orienta, gobierna, legisla, en función de esa presunción.

Esa presunción ha dominado toda esta etapa civilizatoria que, quizás (ojalá), esté terminando. Ha tenido vigencia generalizada en los cenáculos intelectuales donde nació allá lejos y hace tiempo, nos puso frente a un objeto extraño a e independiente de cada cual, que debíamos conocer para poder preservarnos. En términos generales, ese objeto fue la naturaleza que debíamos controlar. Pero nos ocupamos de la naturaleza afuera del cuerpo. La que bulle en cada uno y se exacerba en los grupos hasta estallar colectivamente (basta mirar lo que pasa en un partido de futbol), ésa, todavía la desconocemos.

La psicología intentó abordarla por distintos lados y vías pero los resultados han sido magros, colectivamente hablando. No es que degrade lo hecho porque por experiencia conozco su valía, es que ahí están las guerras y los femicidios, por nombrar dos tipos de violencia extrema que constituyen plagas genocidas.

Del consultorio terapéutico a la calle habitada por las masas hay una distancia epistémica descomunal que todavía no se ha podido salvar.

Otra vez, es lo presupuesto, esa racionalidad que tan bien tipificó Weber[i] en contraste con la conducta de masas que describió Wilhelm Reich[ii], lo que no se sostiene. Porque la razón es, básicamente, la relación entre dos términos, la proporción (tan bien descripta por William James[iii]) que, cuando se aplica sobre dos objetos externos, con determinaciones conocidas y mensurables, mientras se cuente con toda la información relevante, funciona. Pero cuando uno de los términos pertenece a un sujeto humano, con una interioridad desbordada, no hay dónde hacer pie para tomar medidas y hacer cálculos.

Si se intenta desde afuera, el problema es que las determinaciones internas son imponderables y, como muestra la cuántica, inciertas. El principio de libertad impera y estropea las previsiones. Y cuando se intenta desde adentro, cuando se es sujeto y objeto de conocimiento, bueno, ahí no hay dónde hacer pie. Salvo que se recurra a los mecanismos de represión conductual, pero los resultados son los que se están a la vista: se comprime el resorte y después vienen las consecuencias.

Complicada situación la de los actuales gobernantes que tienen que elegir entre liberar o encerrar, a sabiendas de los resultados para ambos casos. Suecia fue un penoso ejemplo del experimento con la inmunidad de rebaño; Estados Unidos logró el primer puesto en lo que hace a estupidez de las masas y brutalidad de su gobierno, que la actuó y alentó.

¿Cómo encauzar la necesidad catártica de las fiestas rave y las drogas que las acompañan? que es el caso ejemplar de las conductas colectivas que se están viendo. Parece haber una doble necesidad concurrente de escaparse de la realidad opresiva y de hacerlo con otros, en un juego de miradas que habilitan el descontrol. Además, se suman las pantallas que presentan realidades alternativas alejadas de la concreta que, además, está alejada de lo que se percibe alrededor porque transcurre en los ámbitos necesariamente cerrados del sistema de salud. Sumado a la creencia instalada al comienzo de la pandemia, de que los jóvenes están naturalmente inmunizados.

En la antigüedad muy antigua cuentan los etnógrafos (resumidos por Georges Gusdorff[iv], y aquí debo incluir a Mircea Eliade) los pueblos tenían los mitos, que no eran simples leyendas sino verdaderos guiones que gobernaban el ciclo anual. Durante el año hacían lo que tenían que hacer, cumplían con sus roles, y una vez al año, en la rememoración del origen, se enmascaraban y salían de sus roles cotidianos. Para horror de los puritanos las parejas se abrían libremente, se bailaba y jaraneaba durante días. Después, se volvía a la normalidad.

Habida cuenta de la racionalidad de nuestra evolución, podemos reconocer en los conciertos masivos y en el fútbol esa apertura catártica regulada. También están los cultos evangélicos que han sabido explotar esa necesidad dando ámbito a una salida catártica que a veces resulta en experiencias espirituales. Pero paradojalmente, las iglesias que han tenido más éxito encumbran personajes que hoy se revelan tenebrosos (caso Brasil y EEUU, su cuna) y muestran que el intento luterano de liberarse de la jerarquía eclesial vaticana resultó en el refuerzo de esa tendencia, sin los controles que tiene la Santa Madre, de cuyas fallas mejor no hablar.

Así que la fenoménica que domina el panorama social histórico nos muestra una necesidad de congregación por un lado, que hay que cumplir, y por otro, la necesidad de canalizar la energía humana en una dirección y en un ámbito compartido. Tradicionalmente han sido las formas ceremoniales las que han llenado esa necesidad, pero se degradaron por la insuficiencia (por exceso) de sus formas, que hoy ya no convocan el impulso espiritual que les dio razón de ser, tan pesadas que son sus exteriorizaciones.

Seguramente, un nuevo tipo de ceremonias, donde la experiencia interna de cada cual pueda desplegarse libremente concomitando con el conjunto que rodea, podría alcanzar la plenitud que se busca hoy a través de la mera catarsis.

Ceremonias que puedan funcionar como capullos de la humanidad que está pujando por manifestarse y no le estamos dando la oportunidad. Que en realidad es nuestra oportunidad porque la Vida siempre siguió adelante, buscando nuevas formas de manifestación. Si no me equivoco, en el inventario de las especies conocidas, son mucho más numerosas las que han desaparecido. Eso, algo nos tendría que decir.

 

[i] En Economía y sociedad.

 

[ii] En Psicología de masas del fascismo.

 

[iii] En El sentimiento de racionalidad, incluído en La voluntad de creer, donde como indica su título, ubica la racionalidad en la esfera vivencial.

[iv] En Mito y metafísica.