En las democracias más saludables la soberanía popular se expresa constantemente y no solo en las elecciones periódicas y muchas veces demasiado distantes entre sí. Esto explica que los jefes de estado sean elegidos y removidos de sus cargos sin que ello ocasione traumas en la institucionalidad y la convivencia política y social. Si Chile estuviera entre estas naciones, no hay duda que Sebastián Piñera se habría visto compelido a renunciar hace mucho tiempo. Sin embargo, hoy, con menos de dos dígitos de aprobación ciudadana en las encuestas a muchos les parece una herejía exigir su desalojo de La Moneda.
Titulamos esta columna tal como lo hiciéramos en relación a Augusto Pinochet durante su dictadura, demanda que entonces fuera muy celebrada, aunque con ello se iniciara una intensa persecución política y judicial contra la revista Análisis y otros medios disidentes. El Régimen Militar y sus abogados defensores nos trataron entonces de sediciosos y de injuriar al gobernante, pero hasta hoy nadie nos ha arrebatado el mérito de haber representado a través de un medio de comunicación lo que era un fuerte clamor ciudadano.
Sabemos que la culpa del intenso y desbocado clima de violencia que vive Chile no es consecuencia solo del desgobierno de Piñera. Su responsabilidad es compartida con el conjunto de la clase política, los partidos y los poderes fácticos que fijan el rumbo del país según lo indiquen los poderosos círculos empresariales nacionales y extranjeros, como de los medios de comunicación que sirven a la prolongación de un sistema aberrantemente desigual y excluyente.
Pocos quieren asumir que las pugnas callejeras, la quema y destrucción sistemática de los medios de transporte, los centenares de jóvenes encarcelados están precipitando verdaderamente hacia una guerra civil en que el propio proceso constituyente nos va pareciendo ya un suceso aislado, sin la trascendencia que prometió y de nuevo esfumándose en la reyerta electoral, los espurios arreglos cupulares, la exclusión de los pueblos originarios, cuanto la fundada amenaza de la derecha de hacer imposible los quórum dispuestos para aprobar una nueva Carta Magna.
Al menos por medio siglo tenemos constancia de las dificultades enfrentadas siempre por los presidentes de la República con sus partidos y coaliciones aliadas, más que con los referentes opositores. Desde siempre, tal discordia se ha explicado en la voracidad de los grupos oficialistas por ganar cuotas de poder dentro de las respectivas administraciones. Nuestros gobernantes muy difícilmente han podido hacer lo que prometieron o les mandató el pueblo, por lo que los distintos poderes del estado y las instituciones realmente nunca han funcionado debidamente al ser considerados como un coto de caza de los gobiernos de turno.
Ello explica que ministros de estado, parlamentarios, jueces y altos funcionarios públicos sean tentados por el cohecho y la corrupción que hoy causa estragos en una nación que presumía de estar libre de estas lacras. A ello se le suma una realidad también difícil de aceptar: la creciente presencia de los carteles de la droga, el narco y el microtráfico, la desnaturalización de las policías, el fraude al fisco y otros efectos muy expresivos del grado de postración de nuestro país.
Sebastián Piñera ya demostró su falta de competencia y autoridad moral. Por algo, desde los inicios de su carrera política fue denunciado por sus propios pares como un empresario corrupto, desleal y ansioso de mayor riqueza. De la misma forma que entre sus adláteres políticos es también despreciado virulentamente, aunque muchas veces se oculte el repudio que su nombre, palabra y ademanes provoca. Si llegó hasta a comprar un partido para imponerse como abanderado presidencial, así como después se convirtiera en el mandatario latinoamericano bochornosamente más sumiso a Donald Trump y a su política internacional.
A ratos, pareciera que es entre los dirigentes de la oposición donde existe mayor deseo de que continúen sus desaciertos y contrasentidos, nada más que en la esperanza de que su descrédito social crezca y les sea más fácil sucederlo en las elecciones presidenciales venideras. Es evidente que durante el Estallido Social dirigentes y partidos de la llamada oposición decidieron prolongarle su estadía en la Presidencia del país, conviniendo con él un itinerario constitucional tramposo y de muy inciertos resultados, pese a la abrumadora mayoría obtenida en el Plebiscito a favor de una nueva Carta Magna y sin representación del Ejecutivo y Legislativo en su Convención Constituyente.
Por ello es que condescender con la prolongación de su gobierno puede ser muy arriesgado si observamos cómo se profundiza el conflicto en La Araucanía y las desenfrenadas protestas y represión en las calles de la Capital y otras ciudades, incluyendo aquella cotidiana y escalofriante destrucción, por ejemplo, de la infraestructura vial y hasta de los edificios patrimoniales. Para colmo, todo agravado con la pandemia del Coronavirus y su secuela de muertos, infectados y desocupados. Además de las enfermedades físicas y mentales que se prodigan por tantos meses de cuarentenas y hacinamiento.
En menos de un año, tenemos un país mucho más pobre y desesperanzado, sin que su Jefe de Estado demuestre liderazgo alguno para encarar la crisis. Completamente insensible e incompetente para ir el ayuda de los más necesitados, al extremo que hemos debido recurrir a las reservas previsionales para mitigar las agudas carencias familiares, existiendo unos dos millones de trabajadores que han agotado todos sus cotizaciones y fondos para su jubilación. Y ya se habla de un tercer retiro sin que el Gobierno se resuelva rebajar o suprimir los excesivos gastos militares, recurrir a las abultadas reservas soberanas en el extranjero o imponerle a los más ricos un impuesto destinado a los que están urgidos por la crisis sanitaria.
Si Piñera tuviera un mínimo sentido patriótico ya debiera haber dejado su cargo, como lo hicieran tantos otros gobernantes en el pasado. Para abdicar o quitarse la vida, incluso, antes de precipitar a sus naciones a una catástrofe mayor. ¡Que se vaya! es lo que reclaman las multitudinarias manifestaciones sociales, y con él, además, todos los que en la política son cómplices de haber llevado a Chile a un tiempo tan aciago.