RELATO
Querida Pizpireta:
Soy Fernando, el barrenero del nivel siete, el mismo que ayer osó recomendarte la forma correcta de llevar el autorrescatador para que te fuese más cómodo cargar con él. Pagué mi osadía con una mueca de altivez por tu parte y un comentario jocoso del resto de mineros: “La señorita lo prefiere llevar ladeado, como si fuese un bolso de paseo”.
Reconozco mi torpeza. La estrechez de la jaula que nos sumerge a las entrañas de la tierra resulta el peor ámbito para dar recomendaciones a nadie. Y menos a ti, Laura, a la que todos aquí, a seiscientos metros de profundidad, apodan Pizpireta por ese garbo que demuestras al mantenerte limpia de hulla y de pretendientes.
Los mineros viejos aún te recuerdan de adolescente. Me han contado que algunos días acompañabas a tu padre hasta el brocal mismo del pozo. Allí te enfrentabas a las miradas lujuriosas de los hombres con esa altivez propia de tu carácter, y cuando con el paso de los años empezaron a piropearte y a pedirte en matrimonio, tu altivez se convirtió en leyenda: “Jamás con un hombre tiznado”, te gustaba decir.
Pero el accidente de tu padre lo cambió todo. Terminaste la carrera de Derecho y volviste al pueblo a reclamar el puesto en la mina que por herencia te correspondía. Nadie apostaba por ti. La mina es dura, muy dura, infranqueable para alguien que se presentó el primer día de trabajo luciendo en las manos uñas de porcelana.
Fue entonces cuando nos vimos por primera vez. Quizás lo recuerdes. Trabajabas en la lampistería, un puesto de superficie. Yo necesitaba una lámpara nueva. Recuerdo tus palabras: “Cuídala. La lámpara es la vida del minero”. Un día decidiste bajar al pozo reclamando el puesto que tu padre dejó ausente. Recuerdo que intercambiamos algunas miradas en la jaula de descenso. Ya no llevabas uñas de porcelana. Tu primera labor consistió en cargar a paladas el carbón en las vagonetas. Un puesto duro. Entonces tu cara ya no pudo mantenerse limpia de tizna. Ahora parecía no importarte. Fue así, entre tinieblas, cuando tus ojos de fuego iluminaron la veta en la que yo trabajaba.
Laura, la mina es una noche perpetua, ya lo sabes por ti misma. Los mineros viejos aseguran que algunas veces esa negrura te acompaña fuera de la mina. Entonces la vida pierde brillo. Tu llegada al pozo siete me rescató de ese sin sentido, de esa grisura que empezaba a atrincherarse en mi existencia. ¡Son tus ojos, Laura, tus ojos!, esos que en la claridad del día me provocan indiferencia y que aquí abajo relumbran como dos luminarias incandescentes. ¡Luces de emergencia para un corazón postergado!
También tú pareces haber sucumbido al embrujo del claroscuro. El desdén que muestras en superficie se transforma aquí en furtivas miradas que me buscan entre los recodos de la roca… ¿Aceptarías una cita con un hombre tiznado de amor? Me he atrevido a reservar mesa para esta noche en ese restaurante situado junto al acantilado.
P.D.: Reservé una mesa iluminada tan sólo por una pequeña vela. Nuestro amor se gestó entre tinieblas y un exceso de luz podría resultar fatal. ¡Comer entre penumbras no será problema para dos mineros! En todo caso, el fuego de tus ojos guiará mis manos.
© Miguel Ángel Gayo Sánchez