En el año del Apollo 13, la elección de Salvador Allende, la magia irreversible de Let it be y la invasión de los gringos a Camboya, en ese mismo 1970 en el que no cabía una convulsión más, la noche del 19 de abril en Colombia, nos fuimos a dormir pensando -unos con pavor y otros con júbilo- que Rojas Pinilla sería el próximo presidente; pero “faltaban datos de varios municipios”, sobraron fraudes, conteos y apagones, y el amanecer anunció que Misael Pastrana era el ganador.
Contradicción era el nombre del juego. La televisión, los miedos y los credos eran en blanco y negro. La marihuana era el cielo o el suicidio; y el divorcio era un grito liberador digno de excomunión.
Así, en ese año post-Woodstock, mientras los titulares anunciaban la muerte de Nina Ricci, de Agustín Lara y Bertrand Russell, abordamos nuestro submarino amarillo para cruzar tierra, mar y aire; llevábamos en el equipaje las cartas que nunca le escribimos al Coronel de García Márquez, el polvo de las tizas, los caballos de las guerras púnicas y las ecuaciones de álgebra. El oxígeno ya no sería una clave del ciclo de Krebs, sino el único requisito para darle rienda suelta a una inevitable insurrección.
Aparte de un cura nefasto y dos señoras aburridísimas, nuestros profesores fueron maravillosos, y 50 años después sigo agradecida porque nos enseñaron a pensar, a decidir, a asumir la independencia y la responsabilidad como dos vertientes simbióticas de la función social que cada una eligiera; comprendimos que las palabras y la verdad sirven para situar las cosas en su lugar. Y ya fuera por los aciertos o por los errores que cometieron y cometimos, aprendimos a no renunciar al derecho y al deber de ser valientes.
Y un día, con un montón de preguntas en el bolsillo, nos graduamos del colegio. Así, a los 16 años, en un instante, en un toque de realidad, nos fuimos del eucaliptus más lindo del mundo, y nos enfrentamos a la vida, a la de verdad.
Sabíamos que algún día seríamos profesionales, madres y abuelas; que de una u otra manera moriríamos de amor una o diez veces, pero morirnos, lo que se dice morirnos, no estaba en nuestros planes; es como si la adolescencia fuera un pasaporte a la inmortalidad, y nunca pensamos que nuestras compañeras de pupitre se irían antes de tiempo y para siempre. ¡Como si hubiera un tiempo lógico para que se mueran las amigas, y uno fuera el dueño del reloj!
No presentíamos entonces que el narcotráfico partiría la conciencia de Colombia; que un 17 de diciembre -16 años después de nuestro grado- matarían a Guillermo Cano, tan entrañable al corazón de nuestro colegio; y que un 18 de agosto, en Soacha, asesinarían la esperanza, cuando mataron al joven ministro que había firmado nuestro diploma de bachiller. No sabíamos que las torres gemelas volarían en mil pedazos y que el Mediterráneo se llenaría de náufragos exiliados. No sabíamos que caería el muro de Berlín, y la estupidez inventaría los alambres de la xenofobia.
No imaginamos Chernobyl, el sida, internet o los bombardeos en Siria.
No creímos que nuestra guerra duraría más de medio siglo, ni sentimos el nombre o el rostro de nuestros 8 millones de víctimas.
Sin juramentos ni presagios, no hemos dejado un solo día de tejer y recorrer el futuro, porque de eso se trata estar vivos; de eso, y de tomarse de vez en cuando una licencia para repasar los recuerdos.