3 de noviembre. El Espectador
“¿Qué tendrán que agradecer esos estudiantes y sus padres?” preguntó Marta Lucía Ramírez, luego de un trino de alguien que expresaba su rechazo al más reciente diálogo de Colombia 2020, capítulo de El Espectador dedicado con un inagotable trabajo, a desterrar la violencia del comportamiento nacional.
¡Ay, señora VP! Es una lástima y un peligro que usted no sea consciente del país que vice-preside, pero no es raro, porque en general este gobierno desgobierna de espaldas a la gente. Le voy a responder imperfecta y libremente, su pregunta.
En el encuentro organizado por Colombia 2020, alumnos de de 9º a 11º (es decir entre 15 y 18 años) les hicieron preguntas durísimas, inteligentes y llenas de sentido a Pastor Alape (excomandante de las FARC), a Oscar Montealegre (exclomandante paramilitar) y a Bibiana Quintero, hija de un militar vinculado a crímenes de guerra.
Unos y otros respondieron interrogantes sobre la angustia y el remordimiento; la muerte de civiles inocentes y la búsqueda del perdón; la moral y lo indefensible; la verdad, el reclutamiento de menores y los retos para jóvenes y pedagogos en la construcción de memoria histórica. Si uno a los 16 años no se hace esas preguntas, ¿cómo para cuando lo deja? ¿Para cuando ya ni uno ni el mundo tengan remedio? Solo podremos rescatarnos del fracaso si los niños y jóvenes afianzan su innata capacidad crítica y el poder de la curiosidad, la salvación que significa sorprenderse y no caer jamás en las fauces de la resignación; adquirir y no perder la posibilidad de decidir cada uno sus miedos, sus amigos y sus causas.
Yo -como la adolescente que fui hace medio siglo, y como la madre y la abuela que soy- tengo todo que agradecerles a los espacios que propician estas preguntas y las respuestas que se dan con el alma en vilo.
Duele, desgasta, quienes eligen dejar “el piense en off” y empalidecen encerrados en el bunker de las respectivas zonas de confort. En Colombia es casi una obligación vivir y morir conscientemente, con los pies en la tierra y la esperanza endosada a la resistencia.
¿Cómo no vamos a agradecer que los ejemplos de reconciliación -y no los mensajes multiplicadores de odio- se ventilen en las aulas?
31 de octubre. Horas antes de enviar esta columna estuve en la sede de la Macarena, de la Universidad Distrital, el lugar/hogar para dos mil ex guerrilleros y más de 50 niños que durante 5 días intentarán decirle al corazón político de Colombia, que el Acuerdo de Paz se firmó para cumplirlo y que la Constitución obliga al Estado a garantizarle la vida a todos los ciudadanos.
A dos cuadras de la universidad, mujeres en pijama conversaban en el pórtico de sus casas y los niños jugaban con las tapas de las cervezas que se tomaban sus padres. ¿Se darían cuenta de lo que representa que ex protagonistas de la guerra, hoy firmantes de paz, lleguen a Bogotá y uno no sienta miedo sino una luminosa emoción? ¡Gracias infinitas a Humberto De La Calle! Gracias a Sergio Jaramillo, Rodrigo Londoño y todos los constructores del Acuerdo. Un país mejor y distinto ya desplegó las alas y nada nos volverá a comprimir la voluntad de paz y el impulso vital.
Abajo brillaba la torre más alta, iluminada de amarillo azul y rojo. Arriba, luego de más de 50 años de guerra y 10 días de peregrinación, brillaban las voces de la paz; el mismo país que se desahució a bala en las trincheras, empezó a resucitar hace 4 años, cuando pactamos una nueva Colombia.