Hubiera querido en esta columna dar cuenta de una profunda autocrítica de la clase política después de los resultados del Plebiscito. A propósito de ese casi ochenta por ciento de ciudadanos que votaron por derogar la Constitución de Pinochet pero, también, para expresar su repudio al Gobierno, al Parlamento y, en general, a los más altos funcionarios públicos, incluidos los oficiales de las FFAA, las jefaturas de Carabineros y de la policía civil. Sin embargo, antes de que se escrutaran los últimos sufragios, los partidos hicieron caso omiso de la sentencia popular y a la mañana siguiente reiniciaron su consabido oficio electoral.
Por cierto que, tampoco, hubo ministros, subsecretarios, legisladores, alcaldes o concejales que renunciaran a sus cargos o dejaran a disposición de los militantes la conducción de sus partidos. En esta actitud, una vez más, no hubo vencedores ni vencidos. Ni siquiera los que públicamente llamaron a prolongar la institucionalidad vigente o aspiraron a que el pueblo les regalara siquiera un escaño en la Convención Constitucional que se encargará de definir la próxima Carta Magna. Toda una desvergüenza que no se entiende desde los países democráticos acostumbrados a escuchar a los ciudadanos y practicar realmente la alternancia en el poder.
El país debe elegir a todos los miembros de la Constituyente en lo que debe ser una asamblea paritaria de hombres y mujeres, pero por sobre todo al Servicio Electoral debiera dotársele de atribuciones para impedir que los partidos monopolicen las nóminas de candidatos, dándole a las organizaciones sociales y a los independientes o, mejor dicho, no militantes, la posibilidad real de participar en los próximos comicios. Todos debemos exigir que se legisle urgentemente para impedir los arreglos cupulares y los millonarios gastos electorales, de forma que no lleguen a instalarse en la Constituyente los mismos de siempre, los que tienen dinero o quienes se proponen, ciertamente, y como lo han declarado, morigerar los cambios, salvar el modelo económico desigual y combatir el descontento popular con mayor represión policial y violaciones de los DDHH. Sin embargo, lo que estamos percibiendo es que a lo sumo serían los propios partidos los que agregarían a sus listas a algunos independientes, porque a éstos se les haría prácticamente imposible postular autónomamente de las colectividades políticas, según la ley electoral vigente.
Menos oportunidades tendrían, todavía, las innumerables organizaciones sociales que repletaron ciudades y pueblos con sus demandas, sin que en estas manifestaciones pudiéramos visualizar los estandartes partidistas ni los rostros de los políticos activos y bien apoltronados en el Congreso Nacional y el Ejecutivo. Se sabe que cuando algunos de estos quisieron sumarse a las marchas, tuvieron que escapar rápidamente para no ser verdaderamente linchados por el pueblo. Fueran de derecha, izquierda o centro. Por más que los canales de televisión, algunos periódicos o emisoras los convocaran a sus matinales y noticiarios faranduleros y los hicieran parte de un estallido social con el que no estuvieron comprometidos ni invitados, después de treinta años que se dieron maña para darle continuidad a la herencia institucional pinochetista y al régimen neoliberal.
Como ya se ha indicado, antes de la próxima contienda presidencial, los chilenos tendremos que elegir a los gobernadores de todo el país, a las autoridades municipales y a los miembros de la Convención Constitucional. De allí que resulte tan absurdo y monstruoso en estos días la proclamación de tantos postulantes para suceder a Piñera en La Moneda. Al menos unos cuatro o cinco de los partidos oficialistas; otros tres o cuatro del PPD y del Partido Socialista; mínimo unos cuatro cinco de la Democracia Cristiana; unos dos o tres del Frente Amplio y de sus grupos o “sensibilidades”, como las llaman, además del siempre listo candidato del PRO, un alcalde comunista que sin tapujos también se ha auto designado. Como también aguardamos por los de otras colectividades que siempre se muestran prestos a ofrecer a sus rostros para desempatar las querellas entre los partidos más grandes. Entre todo un espectro político que no suma más de cien o ciento cincuenta mil militantes. Sin contar todavía el crónico apetito de quienes buscan repetirse el plato en La Moneda. Aquellos y aquellas figuras que no los inhiben ni el paso implacable de sus años ni los sucesivos actos de corrupción.
Entendida la política en Chile como una carrera constante por el poder y los cargos de “representación”, es decir nunca o muy pocas veces como una oportunidad de servicio público, esta proliferación de candidatos no nos parece tan extraña, aunque cada vez se haga más indignante. Debemos ser el país en toda la tierra que se nutre de menos agrupaciones sindicales juveniles y gremiales. Ya no existen los partidos que en el pasado se ufanaban de representar a la clase obrera o, siquiera, a los sectores medios. Asimismo, son muchos los jóvenes que se han atrevido a fundar nuevos movimientos y que en muy pocos años han terminado envueltos por los pactos electorales, como extraviados por los grandes empresarios que financian la actividad electoral o las votaciones de los legisladores.
De seguir este grave desdén a los verdaderos artífices de los resultados del Plebiscito, lo sensato sería que los sectores sociales volvieran a golpear la mesa, irrumpieran nuevamente en las calles para hacer todavía más explícito su repudio al conjunto de la clase política. La lucha, en este sentido, no solo es contra el gobierno de Piñera, sino a favor de establecer una institucionalidad genuinamente democrática, incluido el rescate de todos los derechos políticos, económicos y sociales conculcados. Devolverle la soberanía al pueblo y arrebatársela a los necios que dicen actuar en su nombre, y que solo vienen traicionándolo en todas las últimas décadas.
Ojalá no nos dejemos madrugar nuevamente por las trampas políticas del sistema electoral y que en los comicios venideros la participación electoral exija un pacto previo de garantías políticas, si no queremos repetirnos en la masiva abstención ciudadana o fomentar la violencia como solución a las injusticias. El pueblo debe avanzar a la primera línea de la acción y decisiones políticas.