Por Miguel Vera-Cifras
Hace unos días, la destacada periodista Claudia Aranda -tras agradecer el apoyo de quienes la instaron a postularse- resolvió rehusar la posibilidad de ser candidata a la Comisión Constituyente, arguyendo que el pueblo exige una Asamblea Constituyente y no un «mamarracho constitucional» como el que diseñó, promovió, financió y finalmente está implementando la misma clase política, rechazada a gritos en todos los rincones de Chile.
Alarmada por «los increíbles niveles de ingenuidad» de una población votante enteramente desinformada, la profesional instó a estimular el pensamiento crítico y a movilizarse hasta conseguir «forzar una Asamblea Constituyente, de la misma forma en que los orillamos [a ellos, los políticos] hasta conseguir nuestro Plebiscito».
Una respuesta coherente con lo que ha sido la audaz y perseverante labor de Claudia como profesional acreditada.
Ella, junto a otros tantos ciudadanos y reporteros anónimos, logra con su labor in situ que sepamos algo de lo que está pasando en el seno de la protesta social, contrarrestando así el manejo oficial de una prensa obsecuente que con una agenda evidentemente pauteada en base a los intereses de la élite, nos recuerda los peores tiempos de DINACOS en plena Dictadura.
Aranda y otros dan cuenta de una abnegada labor y de una postura moral y política que contrasta fuertemente con el verdadero festival de payasos y bufones de corte que han comenzado a desfilar por los canales de televisión, en un patético show de oportunistas que buscan subirse al carro de la victoria del Apruebo y escalar por el chorro a ver qué réditos personales pueden obtener de todo esto.
Y es que frente al gatopardismo de una «constitución mínima», tan general y consensuada que acaso termine dejándolo todo tal y cual como está, no sería raro que nuevamente nos vengan a vender el evangelio de la eterna transición que, con el mismo mal olor de los 30 años de la Concertación y oficialismo y su patético show de melón y melame (donde el izquierdismo modulaba con su grotesca boca las palabras emitidas desde el derechismo pinochetista), nos intenten de nuevo pedir «una segunda o tercera oportunidad».
Sin contar con que acaso se termine por consagrar la vieja estrategia de los partidos políticos fraudulentos desde el refichaje de 2017, fortalecida esta vez con «nuevos rostros» y palos blancos sacados de la tele.
Contra ello debemos hacer tronar el telúrico vozarrón de Chile, ese que golpea muros, remece calles y levanta polvo. Ha de escucharse la voz de la multitud de que habla Paolo Virno, quien señala que a diferencia de la noción de pueblo en que converge una sola voluntad general como espejo dependiente del Estado, la multitud, en cambio, «es plural, huye de la unidad política, no firma pactos con el soberano, no porque no le relegue derechos, sino porque es reacia a la obediencia, porque tiene inclinación a ciertas formas de democracia no representativa» sino «participativa».
Entonces, claro, alguien se preguntará, pero ¿cómo hacemos para llegar a eso?
Fue la encrucijada del 2001 en Argentina, cuando la vieja noción de «revolución» como conquista del Estado vino a recubrir y a apaciguar aquello que estaba escondido debajo del clamor popular: el intento de una democracia no representativa, una noción aún abierta y en discusión.
Para Virno, la salida está en regresar a la República despegándola del Estado. Para otros, en cambio, es la República misma la forma del constitucionalismo que se debe objetar y que se ha quedado corta, más aún cuando tras haber transitado por a lo menos cinco tipos (la independiente, la autoritaria, la liberal, la democrática y la neoliberal) hemos llegado a un momento en que uno se pregunta ¿qué es lo que deseamos? ¿Era una nueva constitución lo que pedían los muchachos que saltaron los torniquetes en octubre del 2019? ¿»Evade» era una solicitud de un nuevo marco constitucional? ¿O eso vino después, en la exégesis de los expertos y entendidos que interpretaron el acontecimiento?
Obviamente que un planteamiento así toma una enorme distancia respecto al procedimiento constitucional, más aún si consideramos cómo nuestro modelo de democracia neoliberal de corte norteamericano había venido desincentivando gradualmente la participación ciudadana, más desde que el voto se hizo voluntario en Chile.
Finalmente habíamos llegado a un modelo como el que propuso el austriaco Joseph Schumpeter, en el que «El Estado vende y los ciudadanos compran, protección, orden cívico y otros bienes públicos. Existen grupos de interés que compiten por el apoyo y la lealtad de los ciudadanos. Cuando se organizan, estos grupos pueden ejercer presión sobre los representantes, quienes también responden con criterio de mercado. Tanto electores como representantes buscan optimizar su interés individual. El interés de los electores es votar por quien les asegure el nivel más alto de satisfacción preferencial. El interés de los representantes es asegurar su re-elección» (Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle).
Un modelo cuya líbido solo obedece a una atomización social donde el móvil individualista, hedonista e instrumental busca la mera satisfacción personal y el beneficio propio. Y el bien común ¿dónde quedó? ¿estamos en medio de este nuevo hito constitucional frente al mero «peticionismo» de solicitar cortésmente a la clase política que, por favor, tenga la amabilidad de hacer su tarea? Porque claramente la participación está no solo amenazada y restringida, sino también constreñida a modular nuevamente las palabras del ventrílocuo que nos mete la mano por la espalda.
Es difícil protestar con buenos modales y quedarse tranquilo ante esta nueva acechanza de los viejos estandartes que van saliendo de sus sarcófagos -como señaló Alejandra Matus- intentando revivir el momiaje de una élite que la multitud detesta y aborrece cada vez más.