Presentamos el informe número 12 del especial periodístico sobre la crisis humanitaria de los pueblos indígenas en Colombia, que viene produciendo nuestro medio aliado Hacemos Memoria, a través de la Red de Periodismo y Memoria de la que hacemos parte como Agencia Internacional de Prensa, con el fin de acercar al público internacional los hechos de violencia política que han afectando históricamente a las comunidades más vulnerables en el país suramericano, por causa del conflicto armado interno y la marcada exclusión social y política.
Discriminación social, pérdida del patrimonio cultural, carencia de tierras para cultivar, jóvenes en la drogadicción y conflictos entre bandas delincuencias, componen la realidad de los Muiscas, un pueblo absorbido por la ciudad. Duodécima entrega de una serie periodística sobre la crisis de los indígenas.
Por: Pompilio Peña Montoya
Ilustración: Didier Pulgarín
Los Muiscas pasaron “de ser hijos de la huerta y la laguna, a ser hijos de la calle”. Con esta frase, Iván Niviayo, gobernador Muisca del Cabildo de Suba, en Bogotá, refiere cómo la expansión de la ciudad se sobrepuso al territorio sagrado de su pueblo, que en la actualidad continúa perdiendo espacios a causa de los megaproyectos de infraestructura.
Históricamente, los Muiscas han habitado la zona que ahora constituye la localidad de Suba, en el noroccidente de Bogotá. Esta localidad está conformada por más de mil barrios y tiene un millón 315 mil 309 habitantes, según datos de la Secretaría Distrital de Planeación a 2018. De esta población, refiere Niviayo, 8.500 personas son indígenas de la etnia Muisca.
En Suba Rincón se pueden escuchar los apellidos Neuque, Piracún, Yopasá, Bulla, Niviayo, Cabiativa y Landecho. En el barrio Tuna Alta, las familias muiscas más conocidas son los Cuenca, los Caita y los Chipos. Y en el centro de Suba, habitan los Cabiativa, Nivia y Mususú. Ellos son algunos de los clanes que han sobrevivido, según Niviayo, a largos periodos de discriminación que despojaron a otros clanes de su identidad y de la posesión de las tierras.
Niviayo habló con Hacemos Memoria acerca de las dificultades que vive este pueblo ancestral para tratar de mantener su cultura en medio de la ciudad, y de cómo se ha dado el resurgimiento de un pueblo con una historia de más de 500 años.
Por años los muiscas han denunciado como sistemáticamente sus tierras han terminado en manos de otras personas. ¿Cómo se dio este fenómeno?
En este momento somos cerca de 10 mil personas, reunidas en 2 mil 900 familias, y el 85 por ciento están aquí en Suba. Nosotros, a diferencias de otros pueblos indígenas de Colombia, vivimos en un contexto de ciudad, ya que esta se construyó en territorio ancestral y sagrado. Este fenómeno invasivo también ha ocurrido en EE. UU., en Australia, en Ecuador, en Chile, por nombrar algunos países.
Fuimos resguardo hasta principios de 1900. Luego este territorio fue dividido por políticas de uso de tierras para darles tributo de propiedad individual. Esto fue terrible porque los resguardos tienen una característica y es que son tierras colectivas: la tierra es de todos y nadie la puede vender. Hoy cuando uno llega a Suba ve una localidad normal, con vías y viviendas de varios pisos, pero la comunidad no se imagina que los Muiscas seguimos viviendo aquí. Muchos creen que seguimos habitando en chozas, pero eso cambió hace cerca de 60 años cuando la ciudad terminó por atraparnos.
A principios del siglo pasado, los terratenientes comenzaron a tomarse las tierras, y en el proyecto de ir modernizando la ciudad nos vieron como salvajes, atrasado y sucios, todo esto en medio de la búsqueda de una identidad nacional donde terminaron por quitarnos la voz. Muchos hoy se sienten orgullosos de ser mestizos y esto viene de 30 años para acá, pero podemos escuchar a nuestros papás y abuelos hablando de discriminación en su juventud y niñez. Les decían: ‘indios patirajados’, ‘bruticos’ y ‘salvajes’.
Cuando Suba comenzó a fundarse, beber chicha estaba prohibido, lo legal era la cerveza, un producto extranjero. Ahora, para tomar cerveza se necesita plata. En cambios para la chica no; se necesitan semillas, tierra y conocimiento, ya que esta bebida depende en realidad de un ciclo de cultivo con significado profundo. Entonces lo que pasó es que, en ese tiempo se prohibió tomar chicha, y la única alternativa fue comprar cerveza, entre otros productos. Como nuestros abuelos no manejaban la plata e ignoraban aspectos legales, les tocó saldar deudas con tierras. Lo que hay que entender es que esto sucedió por las condiciones sociales sin garantías de hace al menos 60 años atrás.
En esa medida, también sufrieron robos sistemáticos y directos. Ponían contra nuestros abuelos cualquier tipo de denuncias y, como no sabían nada del tema, terminaban perdiendo tierras. Así fue llegando a Suba gente con mucho dinero: empresarios, políticos y urbanistas que poseen buenas tierras dentro de nuestro territorio ancestral.
¿En qué momento ustedes vuelven a ser cabildo y qué derechos comienzan a exigir del Estado?
Hace muchos años nuestros abuelos dejaron de ser una etnia para ser considerados por el Estado como campesinos, y esto pasó como parte de un proceso de civilización con un trasfondo legal. Suba pasó a ser parte de Bogotá en 1954 y comenzó la transformación rápida del territorio: calles, barrios, centros de comercio, la electricidad, las urbanizaciones piratas, los créditos, el papeleo y nueva gente.
En los años ochenta el cabildo volvió a reactivarse porque ya la pérdida de la tierra había sido abrupta. Pasamos de tener una comunidad que vivía por completo de la actividad agrícola, con sus plantas medicinales, animales y peces, a una enfrentada con la civilización invasora. Es entonces cuando el sistema de relacionamiento que teníamos se rompe. Llegó la época en donde todo se compra, hasta los ataúdes.
Nos formamos como cabildo en los ochenta. Queríamos reclamar nuestros derechos. Solo hasta el 25 de enero de 1991 pasó algo histórico: los Muiscas y otro pueblo del Tolima que se había asentado en Bogotá, fuimos reconocidos como los dos únicos pueblos indígenas de Colombia en contexto de ciudad. Esto no fue nada fácil porque tuvimos que demostrar nuestra identidad, nuestros clanes familiares, nuestra lengua, territorio, cultura y hasta nuestros apellidos de origen.
El cabildo indígena es la figura política y organizativa de la comunidad. Nosotros somos diez mil personas, nos representan diez autoridades y, en la cabeza de todos, un gobernador entre cuyas funciones está impartir justicia propia entre sus comuneros, intermediar en pleitos y representar legal y jurídicamente a su población. Estas cualidades se dan porque tenemos un territorio milenario, una tradición y todos estamos unidos genética y espiritualmente.
El cabildo ha significado una reconstrucción cultural, ya que cuando cambia el territorio cambia la cultura. Y todo este proceso ha sido difícil entre otras cosas porque, a diferencia del gobierno, nosotros no contamos con dinero. Quizá el último resquicio que tenemos del pasado son 25 parcelas que hay dentro de la localidad. Allí sembramos nuestras plantas tradicionales. Pero el gobierno no las ve como huertas sino como lotes de engorde.
Algo parecido pasa con la chicha que poco a poco ha ido desapareciendo, ya que no hay territorio para sembrar maíz. No es lo mismo ir a la tienda y comprar harina para hacer la chicha. Esta bebida tiene una tradición, un agradecimiento. Hay que conocer sobre la época de siembra del maíz, sobre su cuidado, sobre las plantas que la acompañarán; luego hay un proceso de selección, de molienda y de añadir otros ingredientes para que la chicha coja espíritu. Está el tiempo de la fermentación y, finalmente, la fecha para tomarla.
Por otra parte, estamos en el proceso de recuperar nuestra lengua y creo que, en Colombia, el pueblo Muisca es pionero en este sentido. Esto porque desde hace 15 años hemos logrado unir tres espacios, el académico, el cultural y el espiritual. De hecho, tenemos una gran cantidad de profesionales y académicos que estudian nuestra lengua, como el grupo de investigación Muysc cubun.
Los muiscas no han sido ajenos a las violencias propias de una sociedad desigual que no comprende de identidades ¿Cómo han vivido ustedes este hecho?
Suba es la segunda localidad más grande de Bogotá. Hay cerca de un millón 300 mil habitantes, casi la misma cantidad que posee Barranquilla, pero viviendo en un espacio más reducido. A ello hay que sumarle que aquí viven personas de toda Colombia, incluso una gran cantidad de venezolanos. Las dinámicas han cambiado tanto que muchos de nuestros jóvenes viven entre las drogas, las pandillas y las peleas. Tengo una frase que pronuncio mucho para hacer reflexionar a mi pueblo: “Pasamos de ser hijos de la huerta y la laguna, a ser hijos de la calle y la cuadra”.
También sentimos la discriminación institucional, ya que muchas veces, al desconocer nuestra presencia en el territorio, se ignoran nuestros derechos. Por ejemplo, no nos consultan a pesar de que somos un gobierno propio. Tanto los gobiernos distrital como local nos ignoran, por lo que tenemos que acudir muchas veces a acciones de tutela o demandas. No tienen con nosotros un enfoque diferencial y este es un desconocimiento adrede, ya que venimos trabajando en el reconocimiento del cabildo desde hace más de 30 años.
La discriminación ha sido tan fuerte que a muchos de nuestros abuelos, entre más rasgos indígenas tengan, más vergüenza les da. Esta es una herida colonial que no ha sanado. Y es que desde la misma ciudadanía comienza la discriminación: mi sobrina, que solo tiene 12 años, una morena hermosa, tuvo un problema en un colegio público por lo siguiente. Ella tenía una profesora afro que no reconocía la diversidad. Una vez puso a sus alumnos a que escribieran y hablaran sobre el origen del ser humano y mi sobrina llevó nuestra historia, que provenimos de la madre Bachué. La profesora se enojó, se quejó, he hizo perder la materia a mi sobrina. La docente nos alegó que la verdad era el Génesis de la Biblia y nos exigió a nosotros los adultos que no le enseñáramos “errores” a la niña. Y uno se pregunta ¡Por Dios! ¿Este es el mundo en el que estamos viviendo aún?
Nosotros los muiscas tenemos un jardín infantil en asociación con la Secretaría de Integración Social, con niños de cero a cinco años. Hace algunos años me enteré que en algunos colegios de alrededor afirman que nosotros le estamos enseñando a los niños brujería, y todo porque los instruimos en el cultivar de la tierra y la utilización de plantas medicinales.
Hace un par de años tuvimos una discusión con los ediles de la localidad porque algunos hacían comentarios como: ‘es que esa gente se disfraza de indígena’, ‘es que esa gente hace brujería’, y todo porque consumimos una planta, la de tabaco, con la que tenemos también algunos rituales de limpieza y sanación. En esa medida, muchos afirmaban que estamos incitando a nuestros niños al tabaquismo. Ese tipo de comentarios le hacen mucho daño a la comunidad; allí hay segregación y racismo.
Algo que sí no hemos dejado de hacer es utilizar ruana, así haga calor. Nos sentimos muy identificados con ella.
¿Cómo han experimentado ustedes el conflicto armado?
Aquí en Suba tenemos desmovilizados del ELN, las Farc, entre otros grupos subversivos. Entre los años ochenta y noventa no tuvimos grandes acciones violentas de parte de guerrillas y paramilitares, pero aquellos que se fueron saliendo de estos grupos terminaron en Suba liderando bandas y organizando ollas, lugares de venta y consumo de estupefacientes. De hecho, Rodríguez Gacha y Pablo Escobar tuvieron casas en esta localidad. Por ese mismo tiempo, el M-19 estuvo en nuestro territorio.
En las dos últimas décadas todo eso se agudizó por las pandillas. Su poderío es tal que se convirtió en una tradición que siempre que desmantelan una, adentro hay un policía. Hace algunos años también tuvimos una ‘limpieza social’ y muchas familias muiscas perdieron integrantes que, cuando iban a indagar qué había pasado, el porqué de los hechos, los grupos argumentaban que el difunto era, en realidad, un “ñero” o un consumidor, un ser que no vale. De hecho, cuando la gente habla de un “ñero” hoy, piensa en una persona con rasgos muiscas, y esta es una forma de discriminación.
Ahora lo que vivimos son peleas entre pandillas. Existen dizque a los ‘garfios’, ‘los antioqueños’, ‘los costeños’. Y muchas familias nuestras han salido del territorio para vivir en Engativá o fuera de la ciudad porque algunos de nuestros jóvenes terminaron involucrados en disputas. Así se han roto muchos clanes familiares.
¿Qué peticiones le tiene el pueblo muisca al gobierno distrital y nacional?
Las principales solicitudes que les estamos haciendo como cabildo giran en torno a que nos reconozcan. Lo que pasa es que nos siguen viendo como niños, como los pobrecitos. Lo que queremos es que nos vean en su mismo nivel. Nosotros tenemos que aportar y construir. Los gobiernos solo nos ofrecen cosas y no nos escuchan. Nuestros derechos no salieron en un paquete de Chitos, están en la Constitución de 1991 y los ganamos luego de años de lucha por el reconocimiento.
En ese sentido, exigimos la coordinación de los sistemas de información y retroalimentación. Por ejemplo, en medio de la pandemia por la COVID-19, el gobierno está utilizando una aplicación digital para el registro de datos ¿por qué no nos tienen en cuenta para ello? Nosotros llevamos un censo con todos los datos de nuestros integrantes, contamos con perfiles epidemiológicos y esta información la podrían tener. Nuestra gente cree en nosotros y no en el gobierno, así que esta es una oportunidad para alimentar la confianza.
Por otra parte, les pedimos a los gobiernos el cuidado de territorios y el respeto a la consulta previa para cualquier actividad que se vayan a desarrollar, porque los megaproyectos siguen afectando nuestro espacio, por eso exigimos el respeto a la consulta. Nosotros, más que dueños del territorio, somos hijos de esta tierra.
Próximamente el informe No. 13: La ley del incumplimiento a los pueblos indígenas