El 8 de julio, la familia de Mark Anthony Urquiza cargó el ataúd con sus restos hasta su morada final en el cementerio Holy Cross en la ciudad de Phoenix, en Arizona. Urquiza falleció a causa de complicaciones derivadas de la COVID-19, conectado a un respirador artificial y con la sola compañía de una enfermera que lo tomaba de la mano. La muerte de Urquiza podría haber pasado desapercibida, como tantas de las más de 220.000 personas que han sucumbido a esta enfermedad mortal hasta la fecha en Estados Unidos, si su hija Kristin no hubiera escrito un obituario que llamó la atención de todo el país. Kristin escribió: “Su muerte se debe a la indiferencia de los políticos, que continúan poniendo en peligro la salud de las personas de color con una clara falta de liderazgo, la negativa a reconocer la gravedad de esta crisis y la incapacidad y falta de voluntad para dar instrucciones claras y precisas”. Kristin Urquiza culpa directamente al presidente estadounidense Donald Trump por la muerte prematura de su padre. En un emotivo discurso en la Convención Nacional Demócrata de este año, Kristin dijo: “Mi papá era un hombre sano de 65 años. Su única enfermedad preexistente fue confiar en Donald Trump. Por eso, pagó con su vida”. La catastrófica respuesta de Trump a la pandemia ha ensombrecido el país con muerte y calamidad económica, a la vez que aviva el racismo y la división en vísperas de estas elecciones infectadas.
Después de nueve meses de restarle importancia a la pandemia y difundir mentiras descaradas sobre la enfermedad, la mismísima Casa Blanca —a la que quizás sería mejor apodar ahora ”la Casa Manchada” — se ha convertido en un foco de contagio de COVID-19. El miércoles nos enteramos de que Barron, el hijo adolescente del presidente Donald Trump, dio positivo por coronavirus. Hace menos de tres semanas, la abarrotada ceremonia en el Jardín de las Rosas y la recepción en el interior de la Casa Blanca para la nominación de Amy Coney Barrett a la Corte Suprema, sin distanciamiento social y con muy pocas personas usando tapabocas, tuvieron como resultado un evento supercontagiador. Desde entonces, al menos 40 personas que asistieron al evento o que son cercanas a Trump dieron positivo por el virus. Después de su hospitalización, el mandatario regresó a la Casa Blanca y, haciendo caso omiso de las normas de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades y las recomendaciones médicas, se quitó su mascarilla con un gesto dramático y entró caminando en su residencia, lo que posiblemente expuso a su personal y a otras personas a la enfermedad. Días después, celebró un acto de campaña en la Explanada Sur, en donde se dirigió a un nutrido grupo de seguidores que se encontraban apretados y, en su mayoría, sin tapabocas. Tanto en el estado de Florida como en los estados de Pensilvania y Iowa, multitudes se han reunido sin mascarilla en los actos políticos del presidente, donde él afirmó que ahora es “inmune” a la COVID-19 y que no puede transmitir la enfermedad, sin brindar pruebas médicas para respaldar sus afirmaciones.
Trump también promueve sin descanso una peligrosa solución de “inmunidad colectiva” a la pandemia, que podría tener como consecuencia millones de muertes. Mientras tanto, los contagios y las hospitalizaciones por el virus aumentan de manera vertiginosa mientras la ya tan anticipada ola de COVID-19 del otoño golpea el país. Después de que el miércoles se registraran cerca de 60.000 nuevos casos en Estados Unidos, las unidades de terapia intensiva en estados como Dakota del Norte, Wisconsin y Misisipi ya están repletas o al borde de alcanzar su capacidad.
La pandemia ha provocado la peor recesión económica en el país desde la Gran Depresión. Decenas de millones de personas están desempleadas. Muchas se enfrentan al desalojo porque no pueden pagar el alquiler. Sin embargo, Trump y el Senado, controlado por los republicanos, continúan obstaculizando un paquete de ayuda financiera por la COVID-19. En su lugar, se esfuerzan por apresurar la confirmación de Amy Coney Barrett a la Corte Suprema. Las audiencias de confirmación han revelado algunas de las inquietantes posturas jurídicas de la jueza, como su creencia de que el derecho a portar armas es inviolable, pero no así el derecho al voto. Barrett se negó a responder preguntas sobre la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de la Salud Asequible y sobre el fallo del caso Roe contra Wade, en el que la Corte Suprema determinó la legalización del aborto en Estados Unidos. Tampoco hizo comentarios sobre el derecho al voto ni sobre si el presidente Trump podría retrasar las elecciones o rehusarse a la transferencia pacífica del poder.
Los republicanos están haciendo todo lo posible por obstaculizar la participación de los votantes demócratas. Uno de los hijos del presidente, Donald, Jr., ha instado a voluntarios a que se “unan al ejército de vigilantes electorales de Trump” en los distritos electorales demócratas a fin de desafiar el derecho de los electores a emitir su voto, cuestionar las firmas en las papeletas de voto por correo e intimidar y desanimar a los votantes de diversas maneras. En el estado de Pensilvania, un juez dictaminó que el despliegue de los llamados “observadores electorales” de la campaña de Trump en la ciudad de Filadelfia infringe la ley estatal. Guns Down America, una organización a favor del control de armas, informa que en los estados indecisos de Michigan, Carolina del Norte, Pensilvania, Virginia y Wisconsin, “la amenaza de que individuos armados perturben el acto electoral en los centros de votación no es teórica”. Además, la organización escribió: “Ciudadanos con armas de fuego organizaron manifestaciones en los centros de votación durante las elecciones de 2016 y 2018, y están listos para volver a hacerlo en noviembre”.
En el estado de Texas, el gobernador Greg Abbot limitó los sitios para la entrega de papeletas de voto por correo a solo uno por condado, más allá de su población. Por lo tanto, el condado de Harris, que incluye la ciudad de Houston y cuenta más de 4.7 millones de residentes, tendrá la misma cantidad de centros para la entrega de papeletas como el condado de Loving, que tiene solo 169 habitantes. El secretario de Estado republicano de Ohio, Frank LaRose, ordenó de manera similar que solo hubiera un centro para la entrega de papeletas por condado, independientemente de la población de cada uno. La intención es clara: dificultar el voto en las ciudades, donde se tiende a votar por los candidatos demócratas.
A pesar de los obstáculos, la amenaza de patotas en los centros de votación y el inminente tsunami de demandas que prometieron Trump y los republicanos, ya han votado con anticipación más de catorce millones de personas, un número récord en la historia del país. Muchos asumen el riesgo de exponerse al coronavirus a la vez que soportan filas de hasta diez horas para poder emitir su voto. En estas elecciones, votar es una vacuna para nuestro afligido cuerpo político. Una masiva participación popular podría ser una cura milagrosa.