La búsqueda de un Dios ha sido una permanente preocupación del ser humano desde sus orígenes. La inseguridad y el temor ante la desprotección que sentía ante los fenómenos de la Naturaleza le hicieron creer en algo o alguien que le brindara seguridad y confianza en sí mismo y en su devenir. Sumado a lo anterior se agregan todos los fenómenos relativos al nacimiento, las enfermedades, la vida y la muerte y el tremendo temor e incertidumbre que le producían. Se puede decir que el ser humano no podía vivir sin tener fe en algo que le diera esperanza, estabilidad y un mínimo de paz interior para vivir sin la permanente angustia de no saber que pasaba con su vida y con todas las cosas que veía a su alrededor.
Así partió todo el fenómeno divino sin duda, y a partir de ese instante se le comenzaron a asignar una serie de atributos a cada una de sus manifestaciones. Nació de este modo muy probablemente el Dios del mar, del viento, de la tierra, del sol, del trueno, de la lluvia, etc. Tal vez comenzaron las adoraciones y los sacrificios para complacer o aplacar este caprichoso temperamento divino que se manifestaba en lluvias, sequías, inundaciones, terremotos, eclipses, erupciones volcánicas, frío y calor extremo.
El temor a las expresiones extremas de la Naturaleza, se convertía en temor a ese Dios que supuestamente regía el Universo y sus fenómenos. Como el ser humano tenía cierta conciencia de lo que era bueno o malo, esta conciencia se vio reforzada cuando coincidentemente con algo malo o injusto que alguna persona o la comunidad toda ejecutaba, había una aparente consecuencia como un temblor o una tormenta. Esa conciencia primitiva creó el sentido del pecado y la culpa, el arrepentimiento y la necesidad de su expiación. Se llegó a la convicción que Dios lo estaba vigilando desde lo alto y lo castigaba severamente si cometía algún pecado (los cristianos después acuñaron esta palabra para denominar a las malas acciones).
La cultura fue determinando cuales eran las buenas o malas acciones, de acuerdo a aquellas que producían un daño a los demás, o que tenían como resultado una desgracia para el autor o la comunidad que se podía asociar a un castigo divino. Así se fue conformando una cultura del bien y del mal, la que luego fue regulada legalmente, pero también como sanción moral de la comunidad hacia el o los autores del pecado.
Lo importante de destacar es la formación de una conciencia que le fue indicando a cada persona qué era bueno o malo, como una norma moral propia de la cultura que se fue haciendo predominante. La otra consecuencia fue la conciencia culpable y la autoimagen que eso conlleva para la persona que la siente. La conciencia de la culpa y el necesario arrepentimiento nos ha impactado hasta nuestros días y nos ha ayudado a reprendernos, a amarnos o a odiarnos dependiendo de la carga de esta conciencia culpable.
Las normas morales impartidas por determinada cultura y la imagen de Dios ha sido objeto de las diversas conductas religiosas observadas en el decurso de la historia. Las religiones hasta hace pocos años tuvieron el monopolio de las normas morales, por lo menos en Occidente, y éstas heredaron culturalmente esa imagen de un Dios externo a las personas, un Dios castigador, pero afortunadamente también perdonador, atento a todas las acciones que realizamos para recompensarnos pero también para castigarnos, para condenarnos pero también para perdonarnos.
La concepción de un Dios externo comenzó a ser contrastada con aquella de un Dios interno, radicado en la conciencia, que nos va indicando el camino a seguir en la vida. Y luego, la visión deísta de un Dios creador de todo, pero omnipresente en todas las manifestaciones de la Naturaleza. Se produce así, sin duda por la influencia de Oriente, una contraposición entre una concepción teísta, fundamental, de un Dios que vigila todas las actividades humanas, versus una visión deísta más liberal, de un Dios creador de todo lo existente, y por tanto presente en todo lo creado, incluido el ser humano, pero sin una influencia normativa de la conducta moral de todos los seres humanos.
Sea cual sea el Dios en el que las personas crean, todos en una u otra forma tratan de comunicarse con él, ya sea a través de la oración o de la meditación profunda. Tal creencia influye sobre el impacto que obtenemos sobre nuestra conciencia y sobre nuestras posibilidades de expandirla, sobre nuestro sentido de la vida y de las expectativas futuras.
Si se piensa en un Dios externo que todo lo observa y lo juzga, y la persona ruega a él por sí mismo y por sus familiares, por su salud y bienestar, de una forma liviana y superficial, los resultados lo más probable es que sean bastante pobres. Pero si esta actividad implica una oración y adoración con profunda fe mística, los resultados pueden ser radicalmente diferentes porque se logra una conexión con el “Ser Supremo” que influye a través de una corriente energética sobre nuestro cerebro y sistemas glandulares, produciendo secreciones que elevan la conciencia hacia su liberación y expansión.
De la misma forma un meditador que ejecuta una meditación profunda tomando verdadera conciencia de sí mismo logra el mismo efecto canalizando la energía hacia sus centros superiores, liberando neurotransmisores que actúan sobre toda su esfera emocional y le hacen sentir en contacto con la Verdad, con el Yo Supremo, Absoluto.
Es difícil que haya personas que tengan una conciencia tan pobre de sí mismos, de la Naturaleza y del Universo que no logren captar la energía que circula por su interior y que llena de vida su cuerpo y su espíritu. Esa misma energía puede ser la expresión de la deidad dentro de ellos mismos. Y esa energía se puede canalizar, expandir y expresarse en nuestro diario vivir.
La mayoría de las personas tienen la idea de que ese Dios, cuya imagen no tienen bien definida, ni tampoco conceptualmente entienden, les va ayudar en sus problemas porque es bueno, justo y misericordioso, y que nos ama incondicionalmente. Por tanto le atribuyen a Dios una serie de atributos y virtudes que no necesariamente se van a demostrar espontáneamente si no tenemos una relación estrecha con él. Hay que tener muy presente que Dios será para nosotros lo que nosotros seamos para él.
Si nuestra relación con nosotros mismos es superficial o casi inexistente, la presencia de Dios no se manifestará en nosotros. Si vivimos en una nube de intrigas, odiosidades y resentimientos, la vida nos devolverá esa misma moneda y Dios permanecerá ausente, por lo que sobrevendrán todo tipo de problemas. Si en cambio, nos esforzamos por tener una relación estrecha y profunda con nosotros mismos, extrayendo de nuestro interior nuestros mejores sentimientos, y lo aplicamos a la relación con nuestros semejantes, Dios volteará su cara hacia nosotros y nos llenará de bendiciones y experiencias maravillosas. Lo que trato de decir con esto es que si consagramos nuestra vida al servicio del amor, de la fraternidad y de los más altos valores del espíritu, Dios, cualquiera sea la imagen o concepto que tengamos de él, será bondadoso y amable, pero si nos ponemos al servicio del mal, nuestro Dios estará ausente de nuestra vida y la angustia, los temores y las malas experiencias se harán cotidianas. Todo depende de nosotros mismos.
Una vida basada en la satisfacción de nuestros apetitos primarios volverá nuestra vida vacía y desprovista de sentido. Las vivencias basadas en exterioridades son volubles, efímeras y no nos brindan la trascendencia necesaria para vivir una vida plena.
Como conclusión, tenemos que dedicarnos al cultivo de nuestro espíritu, a reconocernos interiormente, a perdonarnos, comprendernos y tolerarnos, para finalmente amarnos incondicionalmente. Porque si nos amamos, Dios también nos amará y nos brindará una vida plena de sentido y satisfacción. Motorizará nuestra vida en dirección al servicio de nuestro prójimo y esto redundará en una profunda alegría de vivir. Sin miedos, ansiedades ni angustias.
Porque somos nosotros mismos criaturas divinas revestidas con un ropaje distinto de una persona a otra, dotados de distintas capacidades dependiendo de nuestro proceso evolutivo, y también todas las limitaciones propias de ese ciclo. Somos dotados de atributos, dones y talentos, además de un temperamento, de un carácter y de una personalidad características que forman parte de nuestro ser externo, de nuestra naturaleza variable y cambiante. Sin embargo en nuestro interior se encuentra ese Ser invariable, inmanente, inmanifiesto, y que es en definitiva el que nos regala la vida tal como la conocemos, gracias al cual existimos. Este cuerpo finito es el soporte material del alma que experimenta un proceso de purificación en este mundo a través de este personaje que nos toca representar, y que en contacto pleno con su naturaleza divina logra evolucionar hacia estados superiores de conciencia. En la medida que estemos al servicio de ese Ser Absoluto en este mundo material recibiendo sus instrucciones en los procesos de meditación y/o oración, avanzaremos hacia estados evolutivos superiores para nuestra alma. Por eso es tan importante estar en permanente contacto con Dios, para hacer evolucionar nuestra alma poniéndonos a las órdenes de ese Ser Supremo que tiene asiento en nuestro interior.
La forma de llegar a nosotros mismos, a nuestro interior para ponernos en contacto con nuestra esencia divina, o sea con Dios, depende de nuestras propias convicciones, ya sea oración, adoración o meditación profunda, lo importante es hacerlo diariamente direccionando nuestra mente hacia nuestro interior a través de nuestros sentimientos más profundos para hacerlos realidad en nuestra conciencia. No hay una técnica específica para llegar a la divinidad, ya que acceder a nuestra esencia no puede ser materia de técnica, es una práctica tan sagrada que lo importante es la voluntad de acceder con todos nuestros sentidos en forma constante a ese espacio en donde se unen la materia con el espíritu, lo profano con lo sagrado, lo relativo con lo permanente. La perseverancia en este empeño nos brindará la bienaventuranza de acceder a la luz, a la paz y al amor.